PARIS · DÍA LLUVIOSO

Gustave Caillebotte pinta y dona este óleo
a Claude Monet · Museo Marmottan
Calle de Paris, tiempo lluvioso (2013)
© Foto: MGP 

Un hombre come cuchillas de afeitar en una calle del Barrio Latino. La noche es plácida para las cenas con velas coloreadas en las mesas bajo toldos a las puertas de los restaurantes. Mientras docenas de comensales saborean un asado de buey regado con un burdeos de la casa, este hombre come cuchillas en medio de un ritual en el que, para demostrar que no engaña a nadie, abre un periódico, lo saja limpiamente a lo largo y el mismo filo cortante se lo lleva a la boca, lo tritura con los dientes y lo traga. Y por si no bastara, sonríe al transeúnte que se para asombrado a mirarlo. Hay quien le pregunta si no se hace daño con el metal punzante. Él responde pausadamente que existen peores comidas que la suya. Por ejemplo: «La de quien traga sapos mañana, tarde y noche en sus respectivos comederos-despachos y, a simple vista, no parece perjudicado, aunque luego rabie a solas». Añade: «No hay que sucumbir a la tentación a abandonar lo que sabes hacer. Yo sólo pretendo que ustedes me den algo para comerme luego un panini con atún. A cambio les regalo una sensación que ninguno tendrá nunca. Sólo yo. Con ello no hago mal a nadie». Llueve sobre París como si un angelote la regara desde lo alto y hubiera olvidado que a veces se recomienda descansar, que la humedad persiste y cala en lo hondo. Al pasar por la calle Montergate, cuyo atractivo mercado permanece abierto hasta entrada la noche, veo que un hombre se lleva una botella de vino de las que están expuestas para la venta, un trozo de queso, un pan flauta y un paquete de leche. Cuando una señora de las que compra advierte al tendero y éste sale a la calle, el hombre ya se ha esfumado, por lo que decide dejarlo ir sin dar excesivas muestras de cabreo ante el robo. Lo que sí hace es llamar a la policía, que viene pronto a recibir la protesta, ya que al hombre será difícil encontrarlo. La lluvia persiste; es menuda, incesante, de las que no te dan más tregua que la que tú consigas bajo un alero o en el interior de un café, donde, por cierto, reina un buen gusto en la selección de la música que tienen de fondo para diluir conversaciones o para saborear el ambiente. Se trata de la Sinfonía 40 de Mozart, tan nueva a todas horas a pesar de ser tan conocida. Siempre me pareció que esta obra llevaba dentro una alegría triste, racionada para que nadie se creara ilusiones extremas. Misterios de Wolfgang Amadeus aún sin resolver. Esto pienso cuando, aprovechando el primer clarito, me aventuro a llegar a mi hotel en la calle Amboisse. En la esquina veo sentado en la acera al hombre que huyó antes del mercado de Montergate dando el último tragantón al vino, al pan, al queso y a la leche. Y en el tiempo que tardo en sobrepasarlo se me suman otras sensaciones de la noche, como la de la lluvia que no cesa, la de Mozart en el café, la de la policía escuchando al tendero, la del asado de buey regado con un burdeos de la casa y, sobre todas ellas, la del comedor de cuchillas de afeitar en el Barrio Latino, tan paralelo al kafkiano Artista del hambre. Y me pregunto entonces qué habrá sido de él, qué será de cualquiera de nosotros, comamos lo que comamos.

© Manuel Garrido Palacios