Alfonso
López Gradolí
LAS
PROFUNDAS AGUAS
Calambur
Cuando
el cartero llama dos veces es para traerme un libro. Así que recorro el camino bordeado
de adelfas, recojo el envío y el regreso se convierte en el rito de abrir el
sobre y ojear las páginas, hasta que, como un pájaro que deja el vuelo, el
libro se posa en mi mesa de trabajo y la estancia vuelve a su ser sumando las palabras
recién llegadas. De describir el cuadro entero tendría que añadir que suena un
piano, que la luz que penetra por el ventanal lo dora todo y que el viejo reloj
que canta el tiempo, pone fondo sonoro inesperado. En el caso de hoy, el libro es
de Poesía, y ya sabemos que el desnudo del alma podría ser un manojo de versos.
En ellos se aprieta la complejidad de la vida, no siempre triste, no siempre
alegre. La comunicación entre el poeta y el lector sucede o no; a veces, falla.
Lo que no admite un libro de versos es que algunos entendidos se atrevan a valorarlo
como “bueno” o “malo”. Hay que dejar que el libro hable. Si no llega al oído
interior podría ser cosa del lector, no del libro. Ninguna lectura requiere
tanta atención como el verso, que no es una historia, sino el eco, el respiro,
el pulso, la entraña, la sombra, el humo que liberó la llama en su momento.
Calambur
ha editado Las profundas aguas, del valenciano Alfonso
López Gradolí, autor de El sabor del sol (1968), Los instantes (1969), El aire
sombrío (1975), Una muchacha rodeada de espigas (1977), Las señales de fuego
(1985), Una sucesión de encuentros (1997) y Los signos de la soledad (2000), a
los que hay que sumar Los días luminosos (2000) y Quizá Brigitte Bardot venga a
tomar una copa esta noche (1971), “un conjunto de collages y poemas narrativos
considerado por el suplemento literario de The Times obra maestra de la poesía
visual”.
José Hierro dice que “escribir con
miedo y sin demasiada fe es lo mismo que escribir por insoslayable necesidad. Y
quien hace esto es ya un poeta. La poesía de Alfonso es necesaria y útil para
el propio poeta, lo que equivale a decir que tiene que serlo para el lector. Es
necesaria, porque escribe cuando no puede más, cuando necesita entregarse a un
regazo maternal en el que descansar, confesándose. Es útil, porque la claridad
que necesita en su vida es posible por medio de la poesía. No olvidemos que si
ésta tiene mucho de diario en el que se registran los acontecimientos
espirituales, no menos tiene de hilo de Ariadna que enseña al poeta a conocerse
a sí mismo. La poesía perpetúa el sonido de la vida y ayuda a desvelar su
sentido”.
La
lectura es el nombre del primer poema, Gradolí lo enmarca en…
el momento, vacío de
consuelo grande,
en el que
al borde de una copa llena
de vino,
tengo el desaliento
de este
sabor que aturde,
sombría
cautela del que espera golpes,
la
conmoción que procura la nostalgia.
Recordamos
unos ojos, playas,
el ardor
de la luz, el rito
de mirar
los juegos de unos cuerpos ágiles
entre las
barcas, en la arena.
Me
vuelven versos de un gran poeta,
palabras
quietas y colores malvas
como
trémulos, suavísimos sonidos
que
llueven sobre el llovido silencio
del campo
en penumbra. Las ramas
se mueven,
un soplo casi música.
Batir de
alas en la pequeña plaza.
Renglones
de poemas con la pureza toda
nos dan
sus extensiones de ternura,
está aquí
mi vida, mis años reunidos,
las
columnas de tiempo dejado atrás.
Y llega
la anochecida, una mezcla
de
dulzura y desconcierto, agrisado
el cielo
tibio, oscuro, con olor a brezo.
Y llegan
los recuerdos de mi tierra,
interrogante
vida antigua, vuelve como
brisa
tras la lluvia de septiembre.
Unos
trozos de tiempo, rayas de derrota,
la insistente
erosión. La lejanía lleva
desplegadas
velas de lo que nos importa.
Racimos
de instantes, son las grietas
hechas
por los años. Historias, años,
soledad.
Alto silencio. Propicia hora
para leer
al escritor que preferimos.
Árboles
como oscuras hogueras,
ya sin
fuego. Todo se une para
explicar
las tardes, o intentarlo.
Pasa con el libro de Alfonso López
Gradolí que la sensación del inicio pide tiempo y se hace necesario dejar la
lectura por un rato con tal de saborear intensamente el aroma de cada poema.
© Manuel
Garrido Palacios