PARIS

 PARIS

En la parisina Eglise de Saint Ephren, sin público a esta hora de la tarde, ensaya una joven la Suite nº 1 de Juan Sebastián Bach para Violoncello. Chirrían los goznes de la puerta cuando entro al tiempo que ella sale de la sacristía para ocupar el centro del altar. La sorpresa crea un instante infinito en el que ambos dudamos si avanzar o retroceder. Igual ella prefiere esperar a que en el templo no haya ni un testigo de su ensayo mientras yo me debato entre quedarme o qué. Pero ambos resolvemos la situación dándole al instante su importancia. Ella se sienta en su solitaria silla, acomoda el violoncello y retoca levemente las clavijas hasta conseguir el temple justo en las cuerdas. Yo doy tres pasos de puntillas, encogiéndome para hacer menor mi presencia y me siento en uno de los bancos reclinatorios. El leve roce de las ropas y el encaje de posturas es el epílogo de lo mundano. Lo divino empieza cuando ella alza el arco y empieza a tocar. Jamás asistí a un concierto para mí solo. La Suite nº 1, BWV 1007, en sol mayor, consta de Prélude, Allemande, Courante, Sarabande, Menuet I-II y Gigue, como las demás suites hasta la 6. Sólo cambia de una a otra la tonalidad y el Menuet en la 3 y la 4 por Bourrée y por Gavotte en la 5 y la 6. Datos. Fríos datos que el calor del sonido que nace al fondo ahoga. El Prélude no le sale como quiere y antes de acabarlo lo corta, lo empieza otra vez y, ya segura, sin interrupciones, parece que ni ella está ni yo estoy. Brota un universo dentro del Universo y las notas lo pueblan como una familia cantora que anduviera de aquí para allá por su propia casa. Al final, ella permanece un momento con el arco bajo, pensativa y yo sin moverme por si el milagro del concierto se repite. Después se levanta y se oculta tras la cortina roja que cubre el frontal. Yo salgo a la calle y me pierdo en el barrio con sus otros sonidos, como si hubiera bajado de una altura pocas veces accesible. Me quedo con el eco de la belleza, con el regusto de un latido que tendré que escribir un día. Hoy mismo. Ahora. ¿Para que esperar?

© Manuel Garrido Palacios