MOZART, SIEMPRE MOZART

MOZART, SIEMPRE MOZART
Bajando del Pantheón de Ilustres hacia el Sena puede uno encontrar cincuenta librerías de nuevo y viejo y otro tanto de tiendas de discos de primera o quinta mano. Suenan: es lo importante. Uno de los que están expuestos para su venta, no de larga ni corta duración, sino de aquel tamaño mediopensionista que tuvo su 'aquel' en su día, aún nuevecito en su funda de cartón, presenta en la portada al niño Mozart sentado ante el instrumento más con intención de salir en el retrato que de tocar una de las siete sonatas que contiene, todas para órgano y orquesta. Es el único ejemplar que hay y la dueña del negocio se muestra algo reticente a soltarlo. Me sugiere otros, pero quiero éste, no precisamente para escucharlo, sino para enmarcarlo como está y ponerlo en la pared de mi estudio. Las sonatas que van dentro: 1, 2, 3, 7, 11, 13 y 17 las tengo en otras grabaciones. La variedad estaría esta vez en que la intérprete es Marie-Claire Alain con Paul Kuentz a la batuta. De todas formas, si quisiera escuchar esta versión sólo tendría que descolgarlo y plantarle la aguja encima. Eso pienso. Esto se lo cuento tal cual a Andrzej Dubosky, que regenta una hermosa librería algo más abajo torciendo a la izquierda, pero el buen hombre no comparte conmigo que el disco no se escuche, sino que me ruega desenvolverlo para disfrutar de sus obras en un aparato de los que se usaban hace un siglo. No era mi intención, pero, mira, llueve en París como dicen que nunca llovió, Andrzej tiene una estufa encendida y la música de Mozart puebla de pronto el aire que circula entre los anaqueles mientras escasos transeúntes pasan rápidos por la calle.
Escuchado el disco, estrenada la música de su entraña, lo vuelvo a su funda, a su papel, a su plástico final y lo guardo a la espera de ponerle el marco prometido. Andrezj, a cambio, me regala un libro suyo escrito en polaco porque esa es su lengua materna, del cual aún no he podido leer más que la dedicatoria, escrita en la mía. Hoy he recordado esto porque me acaban de traer las sonatas del disco con otros intérpretes, y al escucharlas me ha venido a la mente aquella escena en la que un escritor llamado Andrzej Dubosky, con las sonatas de fondo, me contaba que cuando niño lo trajeron a Paris y que aún le tiembla el alma cuando escucha la alarma de las urgencias que van y vienen. Su emoción no se contiene. Dice que es el mismo sonido que hacían los coches de la Gestapo que venían a buscar a los que no regresaban, y que sólo guarda de entonces un disco, que aún pone en su vetusto aparato: el Réquiem de Mozart.
En la tienda se hace un silencio como el que hubo en el cielo cuando el coro de ángeles apagó su canto. Un silencio sólo roto por la lluvia exterior y el crepitar de la madera dentro de la estufa. El mismo silencio que se ha hecho en el estudio esta tarde cuando he reparado en la mirada de Mozart y he abierto, sin entenderlo, el libro de Andrzej Dubosky.
© Manuel Garrido Palacios
(Óleo de J. Bueche, 1880)
(Grabado siglo XIX)