Benarés

Benarés
        
Me pierdo en Benarés, ciudad sagrada. No se trata de la sensación de sentirse perdido en mitad del misterio de la vida, sino de algo puntual a resolver con un mapa o con una pregunta al primero que pase. En esta ciudad santa de la India es frecuente: vine por allí, recuerdo aquel edificio, me paré en la esquina y al final, ninguna de las señas que intento hilar acaban orientándome.
Es un simple despiste, un encontrarme de golpe en un paisaje vital recién estrenado. Me levanté a las cuatro de la mañana para ver salir el Sol sobre el río Ganges y ha sido tan espectacular el hecho que me quedé sin coordenadas. En la orilla ciudadana del río ya trabajaban muchachas portando sobre sus cabezas espuertas de tierra que descargaban de un barco-gabarra. Eran las cariátides eternas que sostenían los dinteles sobre los que los pueblos suelen escribir su historia. No parecían venir de los montones de arena, sino de siglos, de milenios atrás avanzando hacia un futuro inalcanzable. Trajeron a mi memoria al lejano Juan Ramón con lo de «la chicharra sierra un pino al que nunca se llega». O algo así. Escribo de memoria en este garito en el que me he cobijado de las dudas del rumbo que tomaré para no seguir perdido. Percibo muchas miradas atentas a lo que hago, que indagan en silencio por qué me he metido en este barrio distante de cualquier ruta. Hay curiosidad en ellos, inseguridad en mí. Cuando me ven tomar un te en un chiringo y abrir la libreta de notas me cercan y por un momento me invade un temor que no conocía. Temor a nada. Temor a todo. Sensación. Vida, en suma. 
Esta es la orilla que conecta con la ciudad. Por la opuesta sale el Sol trazando una raya de luz en las aguas; luego emerge de golpe y bota en el horizonte hasta posarse en él como una naranja madura. Los tonos rojizos invaden el marco y todas las religiones que tienen sus templos frente a su luz inician sus ritos con sus cánticos. Todo se puebla de una atmósfera extrema, misteriosa, mientras en las piras de leña montadas sobre la arena queman tres cadáveres y desde las barcazas depositan otros en el seno del río envueltos en el sudario con pesos atados al cuerpo.
Un conductor de bicicleta con carricoche me saca del ensimismamiento ofreciéndome el transporte. Le digo que deseo ir a un mercado que vi ayer al que no sabría llegar hoy. Él me indica que ocupe el asiento y se pone a pedalear, pero en el primer cruce de callejuelas chocamos con otro vehículo igual y le pido que vayamos los dos a pie junto a la bicicleta ‘hablando de conversación’, como diría mi amigo andevaleño. Me sabe raro que en el choque no haya habido disputa, ni siquiera una palabra más alta que otra; cada cual ha seguido su camino una vez comprobada la ausencia de daños físicos y en paz. Él quiere saber si en mi país ocurre así. Le digo que posiblemente los implicados se habrían enzarzado en una discusión, a veces con insultos o con desenlace violento. Él cree que es un error vivir crispados para que puedan saltar las reglas de convivencia a la mínima. Y con la charla hacemos el camino, extrañados ambos de cómo son algunas cosas en el país del otro.

© Manuel Garrido Palacios