Esta es la orilla que conecta con la ciudad. Por la opuesta sale el Sol trazando una raya de luz en las aguas; luego emerge de golpe y bota en el horizonte hasta posarse en él como una naranja madura. Los tonos rojizos invaden el marco y todas las religiones que tienen sus templos frente a su luz inician sus ritos con sus cánticos. Todo se puebla de una atmósfera extrema, misteriosa, mientras en las piras de leña montadas sobre la arena queman tres cadáveres y desde las barcazas depositan otros en el seno del río envueltos en el sudario con pesos atados al cuerpo.
Un conductor de bicicleta con carricoche me saca del ensimismamiento ofreciéndome el transporte. Le digo que deseo ir a un mercado que vi ayer al que no sabría llegar hoy. Él me indica que ocupe el asiento y se pone a pedalear, pero en el primer cruce de callejuelas chocamos con otro vehículo igual y le pido que vayamos los dos a pie junto a la bicicleta ‘hablando de conversación’, como diría mi amigo andevaleño. Me sabe raro que en el choque no haya habido disputa, ni siquiera una palabra más alta que otra; cada cual ha seguido su camino una vez comprobada la ausencia de daños físicos y en paz. Él quiere saber si en mi país ocurre así. Le digo que posiblemente los implicados se habrían enzarzado en una discusión, a veces con insultos o con desenlace violento. Él cree que es un error vivir crispados para que puedan saltar las reglas de convivencia a la mínima. Y con la charla hacemos el camino, extrañados ambos de cómo son algunas cosas en el país del otro.
© Manuel Garrido Palacios
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