Mozart / Carlos García Ruiz

Noche de Mozart



Un martes mágico me acerqué al Auditorio Nacional de Música de Madrid, calle Príncipe de Vergara, porque Wolfgang Amadeus Mozart ofrecía su Réquiem. Era una cita con la belleza y una des-cita con todo lo que presume de serlo sin pasar de ser pan para hoy, hambre para mañana. Me apetecía sentir en vivo la sutileza del Lacrimosa (que volvió a cantarse al final) y sus once hermanas musicales: Kyrie, Dies irae, Tuba mirum, Rex tremendae, Recordare, Confutatis, Domine Jesu, Hostias, Sanctus, Benedictus y Lux aeterna, en interpretación de la Orquesta de los Solistas de Moscú bajo la dirección de Jouri Bashmet -magnífico viola, además-, varios de ellos de los que hace años vinieron a España a dar un concierto y se quedaron, y la Coral de la Fundación Príncipe de Asturias, que estuvo sublime; rozó la perfección. 
La sorpresa vino al leer los nombres de las cuatro voces solistas: Arantxa Ezenaro, García Nieto, Guzmán y Carlos García Ruiz, barítono bajo, nacido en Huelva en 1982, alumno de Teresa Berganza, entre otros magisterios disfrutados, y con rumbo inmediato hacia Estrasburgo a continuar su carrera.
Al igual que Javier Perianez o Guillermo Orozco, Carlos García Ruiz, sin solemnizar el gesto –sólo para cantar– lleva el nombre de este sur por el mundo diciendo, sin pretenderlo, de qué modo si el esfuerzo del estudio se une a las facultades naturales, se sale adelante.
“Yo no sé muchas cosas, es verdad, digo tan sólo lo que he visto” –según el poeta–, y he visto que sin alharacas, sin más mérito que el propio, Carlos García Ruiz, una sola voz, hizo por sí mismo el gran homenaje de su tierra a ese dios venido a estar entre nosotros llamado Amadeus. Ajeno a los montajes en los que se majan en la marmita del noséqué un músico, un tabernero, un torero y el primo de la Matilde con una subvención y sale un campeón de golpes de pecho, él, desde el escenario del Auditorio Nacional de Música, le dijo a Mozart que en Huelva también se le ama, Más allá del círculo asfixiante de los genios locales –peor: oficiales, en nómina– con el aire fresco de la voz de García Ruiz vibraron todos los sures escondidos, esos que suelen parir discretamente savia nueva capaz de mejorar “esto” sustancialmente.
Lo comentaba con los que venían conmigo. Y es posible que advirtieran mi emoción porque durante largo rato compartimos un denso medite piel adentro por las calles de un Madrid, que se hizo Huelva un martes mágico para honrar a Mozart.

© Manuel Garrido Palacios