LUXOR

LUXOR

A veces la mente se contiene y no deja que salga el sentimiento a flor de labios. La emoción se convierte en dique de silencio, el silencio en eco interior, el eco en sombra de lo que se hubiera querido decir y la sombra en imagen de una expresión amordazada. Latido arriba o abajo, esta es la sensación que te envuelve al entrar en la antigua Tebas, una de las arquitecturas más... (aquí tendría que venir una palabra que no existe y que no me atrevo a crear porque no acertaría) que se han podido levantar. Hablo del Templo de Luxor, semienterrado una eternidad en la arena (¿o sería más correcto decir: conservado celosamente por el desierto?) y hoy recuperado en discreta proporción para despertar asombros.
Aprovechando el generoso trazado del recinto, que ya albergaba sus propias creencias, otras religiones vinieron a hacerse sitio dentro, no para establecer una comunión general, sino para que cada cual pudiera vivir la suya propia sin dar mucha matraca a las demás. Era acuñar ese milagro humano que llamamos sincretismo. Cabe ahondar en lo que pasó (esto es sólo un apunte de campo tomado en pleno escenario) pero cuenta Arunanand que lo primero que hicieron los grandes conquistadores al llegar aquí fue respetarlo todo, que parece poco. Esa fue la gran idea que pusieron en práctica: sumar y no restar. No en balde todo un Alejandro Magno permanece insculpido como un dios faraón en uno de sus muros. 
Si la palabra saca a la luz divinidades es porque el bosque de columnas y el gran patio de Luxor no se antojan obra humana, sino de las deidades reflejadas en la piedra, de las que se podría decir que, en vez de gastar la brevedad de la vida en destruirse mutuamente (hubo tiempo para ello y aún seguimos en las mismas) aquí parece ser que pugnaron por ver cuál de todas conseguía la perfecta comunión entre fondo y forma, entre lo que se piensa y lo que se hace. El fruto fue, sin duda: esta belleza. 
Las ruinas de Tebas están unidas con el Templo de Luxor por una avenida flanqueada por una treintena de esfinges, testigos pétreos de la obra. Después se avanza por el Nilo y se ve que el verdor se estrecha y la arena se asoma hasta tocar el agua, como si el desierto empujara por ambos lados su carga poderosa para estrangular la corriente con nubes de polvo. Pero el Nilo sabio le ha enseñado durante milenios que él es el alma de Egipto, agua sagrada que saldrá al Mediterráneo y que, grano que lleve en su seno, lo devolverá un día para que siga siendo desierto.
Aquí la vida nace con el Sol y renace con la Luna. No para. Ninguna ausencia corta el pulso al tiempo. Los cuervos graznan rozando el agua del atardecer, cuya pátina en calma rasgan proas de barcos, bateas y falucas. Al lubricán reza el almuecín desde el alminar de la mezquita a cuyo lado se yerguen esbeltas estatuas con la indiferencia de los dioses. La gente se arrima a ellas y las abraza como si recuperaran al viejo conocido que perdieran de vista hace siglos. Es la hermosa forma de compartir por unos instantes la religión universal de la belleza, se tenga el credo que se tenga. 

© Manuel Garrido Palacios
© Foto mgp