Manuel Francisco Reina





Las rosas de la carne
Manuel Francisco Reina
Ed. Calambur





“Rosas secas sobre mi corazón agotado / como un tintero exhausto para escribir de amores, / donde los cuervos criados con la ternura antigua / de quien creía su pecho nido de palomas, / secaron mi fuente para el amor y las lágrimas / como monstruos sedientos de pasión y de vida”.
Son versos de Manuel Francisco Reina (Jerez de la Frontera, 1974) novelista, dramaturgo y crítico, ha publicado “Razón del incendiario” “Naufragio hacia la dicha” “Del insumiso amor” “Consumación de estío” “Las islas cómplices” “El amargo ejercicio” y “La lengua de los ángeles”, obras que han merecido, entre otros premios, el Ciudad de San Fernando, el Ciudad de Irún o el Ibn Al-Jatib.
“Y qué más da si olvidé vuestros nombres, / cadáveres de rosas exquisitas, / cuerpos espléndidos que amé con fuego / de noches extenuadas con pasión de agonías. / Qué importa si de mí me olvido cuando os otorgo / natura de dioses ahogados en mi memoria, / ungidos de eternidad por mi daño / que es mi herida antigua de antes de haber nacido. / Con tanto amor exhumo vuestros restos / que inmaculados volvéis a la vida / como si el pasado fuera sólo ruina y humo; / como si vosotros me llamaseis desde el alba / y el cuerpo despertara de su ahora / sabiendo que es cadáver de sí mismo, / aroma agonizante de su estío”.
El poeta se encomienda en los previos a Juan Ramón Jiménez: “El recuerdo / florece ahora en cada rosa, / entre los besos castos, hay un beso / ardiente, inexorable”; a Luis Rosales: “Los ángeles son de rosa / viva, las rosas de carne, / y anda el sueño confundiendo / los árboles con los ángeles”; a Pilar Paz Pasamar: “De rodillas aquellos, los que ignoren / que pueden encontrarte en una rosa / o en la terrible soledad espesa”; o a Héctor Rojas: “Me gustan esas rosas ardiendo en sus tiestos. Están henchidas de una alegría y un ímpetu que recuerdan el odio”.
Manuel Francisco Reina estructura su libro en tres partes: Naturaleza de la rosa: “Porque soy un mártir de la belleza, / testigo que no escapa al deseo tan ingenuo / de dejarse herir por la fugitiva hermosura / cada vez más escasa de este mundo”; Las rosas de la carne (No os engañen las rosas): “El párpado cerrado ante el que el hombre / sucumbiese inevitablemente a su destino, / como la amada tierna al poder abrasador / de un dios del cielo”; y Exhumaciones: “Habéis dejado el tiempo de ser flores, / perdisteis la razón de la ternura / y el cálido temblor de la inocencia. / Perdisteis todo al fin, y no me importa”.
Se incorpora el poeta al fragor del verso convencido de que no hay tregua y redescubre a través de la rosa la virtud de ser consciente de que siente, late, sueña; y busca un signo de identidad con el ser amado, paso decisivo, esencial de su vivencia: “Por el suelo empedrado de los siglos / desgastaron tu nombre y tu figura, / como tea que arrastra sus rescoldos, / deshojando sus pétalos ardientes. / Del motivo fatal de tu belleza / al cansancio leve de la palabra, / la misma culpa tiene el torpe amante / y el mal poeta, ladrones de gracia. / Cuánto canto anodino por tus logros, / cuánta vana metáfora de verdes / aguzados de espina traicionera / como mantis florida y predadora. / Pero al fin tú sigues siendo igual: tú, / la misma rosa mil veces ajada, / protagonista ajena del idilio, / confesora de amor o su pañuelo, / lecho de mortajas o ramo de novias, cáliz de la sed que prende el deseo. / Porque nada cambia: decimos rosa / y florece en el aire su presencia, / inmutable espíritu fiel al fuego / como fénix del tallo florecida. / Sin más. pensamos rosa y simplemente / nos vuelve a despertar la primavera, / nos arde la pasión sobre los labios, / y olemos su perfume en nuestro lecho”.
Versos que se enredan con lo más complicadamente simple: lo que el amor pintaba y que bien podría traducirse como inocencia. El poeta sabe que encontrar la voz deseada viene a ser un milagro sólo capaz de realizarse con los versos, aunque se revuelve contra las lindes propias de la expresión y tema no llegar a lo que busca. El tiempo se comprime en el gozo mientras el placer se dilata en el dolor. Bienvenido sea este tratado de lo bello, y sea así todos los días y todas las noches porque, como decía Pessoa: “No quiero rosas mientras haya rosas. / Las quiero cuando no las pueda haber”.

© Manuel Garrido Palacios