Benigno Varillas

Bullicio invernal
© Foto: Héctor Garrido 

Salí de Torrejón el Rubio el mismo día que Neil Amstrong abandonaba la luna. La sierra de las Corchuelas es en julio un infierno tórrido. Nada que ver con el paraíso que treinta y tantos años después prometen los folletos del parque allí creado. No sé qué mineral llevó a ese pueblo, cercano a Trujillo, y tan arcaico entonces que pocos creyeron lo del alunizaje, a unos familiares míos que explotaban yacimientos raros. Y, tratándose de minería, la siguiente parada de postas de aquel periplo por la ruta de La Plata iba a ser, como no, Huelva. Después de tropezar con vestigios de Cortés y Pizarro, fui a dar con Palos y La Rábida. Lo de América está más cercano de lo que parece en los libros de Historia.
Mis tíos aseguraban que en Huelva estaría más fresco que en Torrejón. Se acabaría el deambular por las callejas con un gigantesco paraguas negro de pastor cabraliego como sombrilla, y síntomas agudos del golpe provocado por traslado súbito, en plena canícula, de las Asturias de Santillana a la extrema y dura tierra allende el Duero. Mi paso moribundo por acelerada deshidratación exagerada, daba lástima a oriundos y extraños.
Pero tras dejar atrás el Salto del Gitano, en la capital onubense esperaba más calor y encima húmedo. A falta de la poza del arroyo de la Vid, en la que aliviar los sudores de la dehesa extremeña, el único recurso a mi alcance en Huelva era el autobús con parada en el monumento a Colón y a sus pies sumergirme en Punta del Sebo, ignorante de las esencias vertidas por el Polo allí donde se mezclan las aguas de los ríos Tinto y Odiel con la pleamar del Atlántico.
Así fue como, a mis quince años, cometí la proeza de dar esquinazo en seis semanas a parajes sin igual, los más tarde parques naturales de Monfragüe, marismas del Odiel y Doñana. Y agradecido, de sobrevivir, a duras penas, concentrado en todo tipo de sistemas defensivos contra la calor y el sofoco.
Viene a cuento rememorar este primer y penoso no contacto con espacios ahora célebres -que años más tarde descubrí maravillosos- porque la mayoría de los viajeros se empeñan en seguir visitando tales santuarios faunísticos en su peor momento, cuando el fango está agrietado y el horizonte reverbera, motivo por el que no llegué a vislumbrarlos. Ya sé, lo del calendario laboral y escolar, pero es una pena, porque es el verano en el sur el invierno del norte.
Tenemos los de mi edad metido en el cerebro que en diciembre, enero y febrero la naturaleza está muerta. Consecuencia de lecturas juveniles calcadas de libros alemanes y británicos, escritos en lugares donde al llegar el frío los árboles pierden la hoja, los insectos se entierran y las aves emigran. Pero en Europa meridional en invierno se produce una espectacular explosión de vida. Las invasiones otoñales de las aves del norte, de las que el gru gru de las grullas y los graznidos de gansos y patos en formación son los sonidos sobrecogedores, nos devuelven la alegría que se va con el partir hacia África de cigüeñas, golondrinas, cucos y vencejos. En esa época no estival pasear por el campo es una delicia, sin sol achicharrante que impida respirar y que provoca en muchas plantas y animales mediterráneos el equivalente a la hibernación que genera seis meses después en el norte el frío polar.
Un millón de aves recalan en invierno en Doñana y tropecientos en el resto de zonas húmedas, dehesas, montes y olivares de Huelva, Andalucía y media España. La explosión de colorido, sonido, olor y sabor de la vegetación, la fauna y el paisaje en la primavera mediterránea, sólo es comparable con el espectáculo de las migraciones, ofrecido por miles de aves cruzando hacia o desde el Estrecho. Septiembre es buen momento para ver el paso postnupcial, rumbo Sur, y para el primaveral, en dirección Norte, marzo y abril, aunque todo el año hay trasiego pajarero por Gibraltar y por las costas andaluzas.
Son espectáculos inmensos y gratuitos, que se captan y degustan si uno se ha iniciado en la observación de los procesos naturales. Una sapiencia que al menos antes no enseñaban en las escuelas, y que es necesario arrancar con tesón y sensibilidad, para la cual apenas si es necesario un prismático, unas guías de campo y, sobretodo, un alma caritativa experta, a la que acompañar en sus salidas para que acelere los descubrimientos y nos instruya.
Aunque el mucho saber no es necesariamente el estado óptimo del naturalista aficionado. Mantener un margen de territorio y de vericuetos del conocimiento sin descubrir es como el aliciente del baile de los siete velos. Un estímulo como el de Joseph Conrad o José A. Valverde ante los puntos blancos del mapa africano.
El placer que da identificar en el campo una especie nueva, sea ave, planta, pez o huella de mamífero, es algo comparable al hallazgo de terra incógnita, la sed antes de apurar el botijo o los prolegómenos. Como los buenos catadores, nadie debería tener prisa en desvelar los misterios de la naturaleza, porque mientras exista la posibilidad de tropezarse a la vuelta de la esquina con alguno de ellos, ningún lugar será aburrido.
Es el don de quienes aprecian y disfrutan observando los bichitos, las odiseas de las plantas o los inconmensurables procesos geológicos que colocan en su sitio el aparente poder humano. Recalen donde recalen, nunca tendrán tiempo suficiente para digerir tanta información como depara la vida silvestre que bulle discretamente a nuestro alrededor.
Así, desde aquel viaje lunático del principio, voy todos los años a Huelva por la ruta de los conquistadores, esquivando el verano. Una vez allí, parada en el Toruño, esperando a los maestros, donde uno se deja achicar entre fino y manzanilla por la inmensidad de la madre de la marisma a la altura del Rocío; en los estanques salineros del Odiel la escala se vuelve humana y las limícolas se dejan ver de cerca y, finalmente, salida por Santa Olalla del Cala, donde hay que pasar con la jara en flor o en otoño, cuando los cochinos en montanera invitan a cargar con esa especie de guitarra maciza enfundada en gasa chacinera que permite rememorar la dehesa en finas lonchas, e impregnar los sentidos de aromas de hierbas y aceites de bellota. El prometido reservorio de proteína y calorías para el frío invernal que se avecina, con el que justificamos la inversión, nunca llega ni a Navidad.

© Benigno Varillas