José María Vaz de Soto







Para el libro

'Una mirada a Huelva'
Col. La Espiga Dorada
Foto MGP.




Manuel me pide una mirada a Huelva para su libro del mismo título, y, tras repasar diversos archivos y disquetes y varios pasajes de mis novelas en los que Huelva sale sin ser nombrada, se me queda, por último, la mente tan en blanco que, como desquiciado homeópata (similia similibus curantur), vuelvo buscando remedio a la pantalla igualmente en blanco del ordenador, a la espera del correspondiente reflejo condicionado para teclear lo que me salga. La cosa parece que surte efecto, un efecto acaso excesivo, porque enseguida fluyen hacia las yemas de mis dedos tantas imágenes, e incluso tantas ideas, que no sé por donde tirar. Si tiro por aquí, me va a pasar como a Proust con la magdalena, que volveré al vasto jardín de mi infancia en Paymogo y en La Antilla; si tiro por allá, acabaré rememorando la Huelva capital de los años 50 vista o entrevista desde el interior de un siniestro edificio de la calle San Andrés o en los largos paseos dominicales en disciplinadas filas a la Cinta, a la cárcel o a la Punta del Sebo; y si me atengo a lo más reciente, quién sabe si no acabaré hablando del Recreativo, del que por aquellos mismos años fui socio y al que vi partirse la cara en el Velódromo durante seis largas ligas sin salir de Tercera.
Ninguna parte del mundo, lo tengo claro, ha influido en mí tanto como Huelva y su provincia; en ninguna parte del mundo, a lo largo de mi ya bastante larga existencia, he vivido tan intensamente como en la provincia de Huelva. Ni en mi adolescencia sevillana y madrileña, ni en mi juventud madrileña y vitoriana, ni mucho menos en mi vida adulta, española y francesa y otra vez sevillana, me han marcado la piel con hierros tan candentes ni me han pasado por ella con tanta suavidad, como al arpa de Bécquer, esa mano de nieve que todavía arranca notas dormidas en las cuerdas de la memoria.
Pero por este camino, ya se ve, podemos pasarnos de sentimentales, e incluso ponernos un pelín cursis si nos dejamos ir. En la mente humana, como en la vida misma, hay laberintos inextricables, pero también hilos de Ariadna. Recuerdo ahora -no porque a mí me interesen los aniversarios o centenarios más que la carabina de Ambrosio- dos poemas de Cernuda, Es lástima que fuera mi tierra y Bien está que fuera tu tierra. En ambos, desde su exilio ya definitivo, nos habla Cernuda de España; pero la España a la que se refiere en el primero de ellos -la de los años 50- la viví yo desde dentro, aunque niño, en Huelva. Quizá por eso, por ser niño, no me resultó tan ajena y hostil como a Cernuda, ni como acabaría resultándome a mí mismo posteriormente en Sevilla o en Madrid, sintiéndome yo también condenado ya por aquellos años a una especie de exilio interior. En todo caso, en las calles de la Huelva de entonces, aquellas procesiones ‘con restaurados restos y reliquias / a las que dan escolta hábitos y uniformes’ todavía desfilan a veces por la pantalla de mi memoria.
En el segundo de los poemas citados, aparece otra España, una España siempre amada por Cernuda, la España imaginada y recreada por Galdós en sus Episodios y en sus novelas, ‘la patria imposible, que no es de este mundo’, como él dice. Tampoco lo es, y a esto quería yo llegar, la provincia de mis sueños, y aunque Huelva no haya tenido un Galdós que la recreara para mí como lector, yo mismo, como autor, he aspirado un poco, aunque me esté mal el decirlo, a que se halle trasmutada y presente en mi modesta obra novelística.
A lo mejor Manolo hubiera preferido que yo le hablase aquí del Andévalo y Paymogo o de Lepe y La Antilla, y tentado he estado, ya queda dicho, de recurrir a algún pasaje de mis novelas, pero el límite de uno o dos folios que nos hemos marcado ha hecho que me incline por este breve artículo, que no es otra cosa que una impresión muy subjetiva. Podría haber hablado también de cosas más objetivas, como la literatura, el habla o el paisaje onubenses, pero tampoco me he atrevido a salir de mi concha. No sé si me aceptarán como disculpa que la Huelva que mejor conozco es esta que llevo dentro de mí.

© José Mª Vaz de Soto

Marcos Gualda







‘Teoría del choquero trocho’ es un libro de Marcos Gualda que viene marcado con el sello de las buenas iniciativas que asoman por acá. La última -muy nombrada- fue la de Colón en su empeño por ir a un lugar complicado, aunque luego encontrara aparcamiento en otro y allí pusiera el chiringuito bajando de los barcos a un tiempo la cruz y la espada. No cayó en que con tres carabelas es difícil andar de mar en mar buscando un guardia de circulación con tridente al que preguntar: «Oiga, ¿llevo buen rumbo para las Indias?» Seguro que topó con uno que tenía el día malo y por eso lo mandó a otro sitio, como me cuentan que ocurrió la vez que hubo un escape en el Polo Químico de Huelva y el guardia, confundido el hombre, se puso a dirigir el tráfico hacia el peligro, hasta que lo avisaron: «¡Oye, que es al revés!» y por esa simpleza se salvó el personal.
No tan trocho, no sólo porque diga con la gracia de buen escriba lo que dice en sus páginas, sino por la oportunidad de hacerlo, que vaya si hacen falta obras así por estos lares, lo que ofrece Marcos Gualda es la crónica de muchas verdades agazapadas en el insufrible «Huelva es así» que se suelta para justificar tantas cosas. El libro es un excelente viagra para erectar la conciencia, para que sepamos que aún es tiempo de restañar el daño que hace esa torpe resignación. Apurando, parece decir con Juan de Mairena que «Hoy es siempre todavía» y romper la costra de conformidad que nos lastra. No tan trocho, ahí voy, no sólo por las verdades como puños que trae, sino porque si extrapolamos la esencia hacia la lamentable desnudez que padecemos, podemos sacar conclusiones que nos alegrarían el día más allá de esa alegre tristeza de la que no se sabe salir sino a golpe de carcajada, a borbotón de chiste, a espasmos que nunca acaban en algo, siempre en nada. Una vez presentado el libro de Gualda por Stabile y Pimentel, en un soplo de días no habrá ejemplares disponibles. Estábamos de acuerdo en esto ayer Manuel Moya y quien esto escribe. Y sucederá porque aún hay quien busca enjundia propia en los textos cercanos, claves del cómo y por qué se es, esencia más allá de las pajas mentales que se advierten en cualquier rincón. El libro es grano puro que moler en la trastienda de la mente, útil para despertar y cuestionarse si seguir siendo lo que se ha sido o empezar a ser lo que se puede ser. En suma, para tratar de avanzar a lomos de las denuncias travestidas de trocherías impresas en sus páginas. Por eso presume Isabela que será un best seller sureño. Bienvenida la idea, el autor y la obra. Bienvenida Almuzara, por revolver con su iniciativa la charca empantanada de publicaciones en esta ciudad, merced al ¿criterio? restringido para publicar a amiguetes y familiares, pero con fondos de todos; bienvenido Marcos Gualda, fiel a las tres cosas importantes que hay que hacer en la vida; y mejor venida la Teoría del choquero trocho porque es un libro-espejo donde mirarse por un módico precio. Espejo nada de trocho porque lo que se ve dentro no es sino la imagen de la realidad reflejada. Lo trocho es el modelo, el arquetipo, el prototipo, el tipo que se mira el ombligo ante el cristal. Seguro que su lectura no será del gusto de todos: eso es bueno. Recomendable para cualquier obra. Me mojo y digo que a mí me ha gustado, entre otras razones, porque no enlirica paisajes para situar calcomanías, sino que corta a tajo los perfiles para hacerlos más humanos, si cabe; ni rebusca a ver qué es lo que le gusta más a mamá, sino que tiene la virtud de encontrarlo todo en su sitio justo, sea áspero como lija o dulce como meloja, para darlo tal cual de pasto al azogue. Se me da que Marcos Gualda sólo ha tenido que mirar para ver y luego escribir lo que sentía, soberanamente además, por si fuera poco.

© Manuel Garrido Palacios