JUAN CANTERLA

Juan Canterla Romero
HUMO DE ALDEA

Un productor de cine con el que trabajé hace unos años solía alardear de la gran ciudad en la que había nacido y en la que vivía, sitio, por supuesto, sin parangón con cualquier otro del orbe y alrededores. Al llegar la hora del almuerzo o de la cena, el equipo parecía ponerse de acuerdo para acabar su plato con discreta prisa por no soportar el desmedido entusiasmo con el que el tal pintaba su mastodóntica cuna. Por aburrimiento o por considerar que no se estaba allí para sufrir, la gente callaba reservando para el día de la despedida la frase que más de uno había ensayado: “Adiós, tío pelmazo”.
Una tarde, un eléctrico llevó al plató a su hijo pequeño; 6 o 7 años tendría. Por la noche el productor volvió a poner su énfasis en calentar el oído colectivo con los excesos de costumbre, y el niño, ajeno a la hartura del grupo, le preguntó si siempre había vivido en la ciudad gigantesca de la que contaba mieles. El productor le respondió que así era porque allí tenía todo cuanto un ser humano pudiera desear. El niño lo miró con pena y dijo: “¡Pobrecito!”. Los demás estuvimos atentos a la reacción del productor, que se encaró con el niño sin disimular su asombro: “¿Por qué soy pobrecito?” Y el niño le contestó: “Porque no tienes pueblo.
Al leer “Humo de aldea (El paso de los días en Castañuelo)” he pensado que su autor, Juan Canterla, podía haber sido aquel niño, o lo es aún, con voz capaz de decir al que sea lo mismo que al productor que lo poseía todo-todo en su mega ciudad. Todo… menos el pueblo, la aldea y el humo que sube después de caldear los muros, menos el aire transparente y el nombre de las plantas, de las flores, de los árboles, menos la clara lieva de agua de la que puedes beber, menos el latido mágico que habita en el bosque, menos el manejo del ganado y la emoción del cuento en la paz de la cocina, menos conocer la hora por el sol, o las intenciones del viento, o cuándo acecha la tormenta por las señales de las hormigas al salir huyendo de sus cuevas con las larvas, menos comprender el campo en su grandeza, o platicar con el ocaso en plena soledad. Menos todos los menos imaginables.
Estas páginas, dice su autor, “son una muestra de recuerdos”, a lo que hay que añadir: y de sensaciones nunca vividas por otros, o perdidas por los que las disfrutaron. Y no se fije el ojo al leerlas en que allí iba una coma y aquí un punto, sino en el pulso que mantiene Juan Canterla con lo que guarda en el alma, vivencias del universo de Castañuelo, aldea serrana a la que indaga en cada párrafo sobre asuntos que fueron su pan del día, algo que sería ocioso repetir ahora; aparte de restarle esencia al puro descubrimiento del lector, son expresiones que corresponden por entero al sentimiento de quien asistió al devenir de un núcleo humano con la intensidad que otros pudieran vivir, o quisieran haber vivido el mayor acontecimiento posible.
Como orientación diré que tras situar la aldea en el mapa, saca a oreo y recrea el ambiente de la casa de la abuela, raíz de la raíz, el abrir el camino, o carreterín para comunicarse, para ir y venir, traer y llevar, la colocación titánica del cable del primer teléfono a través del matorral y de las copas de encinas y quejigos, el semblante de los extranjeros que acudían a observar y se quedaban, mezclando culturas, integrándose en el ámbito aldeano, la aparición del amor en el trasiego de las tareas, las andanzas del pastor, el hogar por dentro, la llegada de los titiriteros, la aventura de ir a Aracena a ver el cine, la misteriosa luz que hacía retroceder al más bragado, el nomadeo de los vendedores ambulantes y sus pregones, las fiestas callejeras en las que se soltaban las riendas y se estrenaban sonrojos, la romería de la Esperanza y cuanto tenía cabida entre la vida y la muerte, cerrando con un glosario sobre lo que se quería decir cuando se decía esto o lo otro.
Y todo, sin poner solemne el gesto, dejando que las palabras se dibujen solas mientras el tiempo avanza a un ritmo que ni es vendaval ni aire solo, sino paso corto de caminante consciente de ir por la vida sin otra intención que vivirla.
Esto nos propone Juan Canterla para que lo compartamos con la mirada serena de quien pasea por una galería sentimental de escenas antiguas, cuyo aroma lejano nos llega desde lo más hondo de este libro.

Juan Canterla Romero
BAJO LA ENCINA

Este libro de Juan Canterla, Bajo la encina, es la continuación del primero que publicó, Humo de aldea. Está hecho a golpe de recuerdos que le quedaron en el tintero, en secuencias dispares, a veces casi cinematográficas, todas con un valor etnográfico indudable, cuyo orden lo ha impuesto aleatoriamente el sentimiento. El autor se sentó cuando niño a la sombra del gran árbol y desde la soledad observó la vida en la aldea: su cuna; aquí la cuenta para dejar testimonio de ella. Son páginas que rezuman ternura; en ellas habla de la gente que nació, vivió y murió en Castañuelo, “a veces sin llegar a conocer la capital de la provincia”. Todas las historias que aparecen proceden de hechos reales. El buen hacer de Juan Canterla las ha puesto en solfa escuetamente o con el matiz de un adorno, por lo que alguna podría parecer fruto de su imaginación. Dicho por él: “No es así”; todas se agarran a la tierra de la que brotaron, lo mismo que quien las escribe, Juan Canterla, que si se le escucha a media mañana ante un sorbo de café, parece que aún sigue sentado bajo la encina, su árbol de la vida, ayer con la vista y el oído atentos, hoy procurando que tanta riqueza de ecos aldeanos no resbale por la rampa del olvido y quede como si no hubieran ocurrido. A su memoria se han sumado otras para construir este hermoso documento del que tanto se puede aprender.
Desde las huellas de los orígenes de Castañuelo “de unos doscientos vecinos hoy”, hasta una reflexión final sobre el sentido de la vida, Juan Canterla hurga en la herida social de la emigración forzada, en la emoción del regreso breve en fechas festeras, en “la fiesta del higo”, en la recolección del heno, en las sementeras, en las castañas, en los destajos, en el uso del burro para llevar hortalizas de la huerta, en sucesos como el secuestro de un vecino, en los hornos de carbón, en el salto de la escuela al trabajo en el campo de sol a sol, en el manejo de las piaras de guarros o de cabras, en la maña del capador, en el oficio de porquero, en la época de la montanera, en la matanza para nutrir las despensas, en los tiestos que afloraban en los boquetes del suelo, en el día de las morcillas, en las crecientes del agua de los barrancos, en las amistades que surgían en la solitaria sierra, en el sacrificio de los chivos, en el canto de los grillos, en los nidos colgados de oropéndolas, en las perchas para coger pájaros, en el extravío de los animales, en las tormentas que querían acabar con el mundo, en saber que cuando los perros ladran, gente viene, en las tragedias talladas en los cerros, en lo que guardaba la tierra bajo las raíces, en las tumbas de los que vivieron allí hace siglos, en la ilusión del tesoro oculto, en las excavaciones, en el descubrimiento de la arqueología, en la construcción del Museo de Castañuelo, en el hambre que obliga, en la maldita guerra, en los perseguidos, en los chivatos, en los colaboradores, en los fusilamientos, en lo que pasó en el Cortijo del Cojo, en los hechos que quedaron diluidos en cuentos, en el moler y moler y cobro la maquila, en los juegos infantiles, en las excursiones a la capital, en el perfil de la Marimanta, en los ruidos que traía el miedo o en el miedo que traían los ruidos, en la llegada del agua corriente, en los bichos peligrosos que merodeaban, en las avispas, en el alacrán, en las hormigas rabúas, en la fábula de los conejos y las ranas, en los perros rabiados, en las aldeas lindantes, en el día de las votaciones, en la caza, en los motes pegados a los nombres, en el baile de taberna, en el calzado nuevo y en las alpargatas blanqueadas con cal…, en todo esto y más, mucho más, hurga Juan Canterla para exprimirle la gota sabia que conserva como equipaje del alma. Con ello consigue armar este libro, el anterior y posiblemente un tercero, que ya le ronda por la mente, como si se tratara de una enciclopedia del latir diario de Castañuelo. No todas las aldeas la tienen. 
Cualquier otra palabra que alargara el prólogo sólo serviría para retrasar el gozo de poder leer este manojo de recuerdos y restarle perfume al bello libro madurado Bajo la encina. Lo mejor es celebrar con Juan Canterla su publicación para compartir las vivencias que ofrece. Leerlo será como abrir un tarro de aroma mágico para que flote en el aire serrano y nos llueva a todos.

© Manuel Garrido Palacios

La experiencia de la memoria

La experiencia de la memoria
Joaquín Benito de Lucas
Calambur Editores

Subo al tren. Leo en el libro que recibí ayer: ‘…te despiertas al borde mismo de la aurora, al borde del mar, de la ciudad, de los jardines que desprenden sus flores como las letras de un abecedario para escribir tu nombre cada mañana. Buenos días alba, agur amor, qué voces tiemblan si te saludo, si te beso, si me fumo un cigarro, si te pones sentada en mis rodillas y me miras mientras cruzan veloces trenes hacia París, mientras me miras, y el mar respira con su pecho enorme’.
Joaquín Benito de Lucas ha publicado en Calambur ‘La experiencia de la memoria’ (Poesía 1957-2009), versos de los que dice Matías Berchino que tienen raíces en la vivencia personal y colectiva de su existencia y la de su familia, su pueblo, su país; ‘Verdadera obra artística’.
José García Pérez escribe: ‘La poesía auténtica –ésta de Benito de Lucas– coloca al hecho poético en su dimensión y espacio real: la universalidad. Los accidentes que provocaron el advenimiento de un poema son accesorios, el autor y las formas son importantes, pero la esencia del poema reside en sí mismo y en su simbiosis con el lector’.
Sigo leyendo en el tren. Aparece el Tajo y paso a lo que dice Pedro González: ‘El río de Benito de Lucas no es un elemento paisajístico, no es parte de ninguna escenografía lírica, el poeta no canta al río, es el río el que suena dentro de sus versos’.
José Hierro habla de: ‘Pureza: he aquí una palabra clave para navegar por la poesía de Benito de Lucas. Pureza es, tal vez, por uno de sus costados, precisión expresiva, desnudez que no nos impida ver el bosque de las palabras […]. Pureza es, también, iluminación, luz súbita, revelación […]. Pureza es esencialidad, inmaterialidad, que sirve para iluminar las palabras’
Luis Jiménez Martos cree que ‘las raíces líricas de Benito de Lucas se hallan en un terreno poco transitado en las calendas actuales: entrañan un depuramiento de lo romántico, sometido a necesaria sobriedad. Su dramatismo de fondo queda en los límites de emociones vivas. Su conciencia del tiempo no cae en el peligro de la pseudofilosofía’.
Otras voces vienen a perfilarlo, como la de Manuel López: ‘En esta clase de poetas, claros y fáciles para el lector, subyace en el entramado del poema un férreo trabajo de construcción, una disciplinada labor de poda. Son cualidades detectables en Benito de Lucas, que estudia minuciosamente la composición de sus libros y de cada poema’; la de Abraham Madroñal: ‘Talavera no es una ciudad concreta, es la ciudad por antonomasia; su río, todos los ríos; sus calles, todas las calles por las que puede transitar cualquiera. Nuestro autor ha trascendido el valor local de sus alusiones para convertirlas en símbolos de cuantas ciudades y cuantos poetas añoran recuperar la infancia junto a los sitios que los vieron vivir; la de Montero Padilla: ‘Creo que Benito de Lucas ha escrito una obra importante, de poesía verdadera y ya indeleble, que permanecerá como parte destacada de la mejor poesía española; la de Rafael Morales: ‘No sólo está presente en la poesía de Benito de Lucas un río concreto, es decir, el Tajo a su paso por Talavera, sino el río abstracto, el río ideal, el río como imagen; la de Morales Lomas: ‘Benito de Lucas ha realizado una obra solvente, de gran altura de miras, profundamente humana y atenta a la síntesis entre la tradición de los mejores valores literarios y a la modernidad de un discurso sustancial en el que está presente el ser humano como proyecto’, o la de Alberto Tores: ‘El sitio de su verso está donde la emoción misma que transmite con la mirada inocente. Recoge la trastienda de la historia a la vez que da fe de unos temores no tanto personales como de toda una generación’.
Llego al término del viaje tras leer lo que dicen del poeta y lo que él deja ver en sus versos. El espacio en el papel también se agota y sólo cabe una impresión tras cerrar el libro y pisar tierra. Benito de Lucas, Doctor en Filología Románica, catedrático de Literatura y titular de prestigiosos premios de poesía, sabe que, aunque son grados y honores merecidos que ha ido ganando en el camino, en esencia, es poeta, un gran poeta, virtud con la que nació en 1934 en Talavera de la Reina, como sexto de los siete hijos que dieron al mundo María y Manuel.

© Manuel Garrido Palacios