GRUTA DE LAS MARAVILLAS

GRUTA DE LAS MARAVILLAS
Fotografías de
Francisco José Hoyos Méndez 
Rafael Manzano Gómez
Prólogo de
Manuel Garrido Palacios

Cuando hace unos años quise estudiar las leyendas de Aracena me asomé a la fuente primaria de la tradición oral por si en su seno guardaba ecos de ellas. Me sorprendió gratamente ver que, aparte de las versiones escritas, las secuencias de estas ‘historias no contrastadas’ salían de las memorias con tal frescura narrativa que para los informantes no suponían ‘algo que pasó’, sino ‘algo que estaba’, que permanecía latente en el imaginario colectivo, cuyos personajes –¿en qué medida reales o inventados?– aún mantenían sus sombras en danza por las calles de este monumento de arquitectura popular que es Aracena. Bastaba con sugerir el tema en el bar, en el puesto de prensa o en las pastelerías que le dan dulzura para que un torrente de voces desbordara a quien quería saber ‘algo más de ese algo’ que flotaba en el recio aire de la ciudad.
Tres de las leyendas recogidas fueron: El Cristo de la Plaza, que daba respuesta a la presencia de la talla de un crucificado en cierta casa merced al trabajo de dos ángeles artesanos. La Fuente de Zulema, que contaba los trágicos amores de dos personas de credos opuestos, con un final que hermanaba el llanto de la dama con la fuente que hoy lleva su nombre. Y La Julianita, pastora a la que enamoró –encantó– un duende que poseía un lujoso palacio en el interior de la montaña, Gruta de las Maravillas, esencia del excelente corpus fotográfico de la obra que aquí empieza. Todas las publiqué en dos libros: Viaje al País de las Leyendas, en Valladolid, y Sepancuantos, en Fuenteheridos, y aún mi entusiasmo tuvo cuerda para reunirlas en el documental Leyendas de Aracena. 
En estas líneas sólo voy a referirme a la de La Julianita por su relación con la Gruta retratada, leyenda que encarnan dos personajes, el duende y la pastora, seres que nadie vio jamás ni fuera ni dentro del majestuoso escenario, que son y no son tal como los perfilan las voces, que están y no están en los sitios que señalan, pero que pueblan la mente de cuantos nacieron en Aracena.
Si toda leyenda arranca de un hecho desnudo al que los siglos vistieron, lo que resulta difícil es seguirle el rastro a la transformación que sufre desde el punto de partida hasta nuestros días, ya que cada voz puede aportarle matices externos acordes con sus propias vivencias, cosa que ocurre porque la leyenda no pertenece a sus protagonistas, sino al común. Tan es así, que si esos protagonistas la escucharan hoy no la identificarían como la que ellos vivieron, ni reconocerían los lugares, y esto es porque la poesía de la leyenda prefiere quedar oculta para poder sobrevivir, sin límites de edad, a sus actores y a sus escenarios. La riqueza de la leyenda está en que es del pueblo y pasa de una generación a otra como propiedad colectiva. Cuando es escrita, queda ahí, muere un poco. Sólo vive mientras va de boca en boca, como ocurre en Aracena, porque cada voz la labra, la reviste del ropaje que la época requiere, eso sí, dejando su fondo intacto, que es la regla madre. 
La Julianita era una pastora que llevaba su ganado al monte y un día salió del gorgollón de una fuente un duende que la embrujó y se la llevó a su palacio subterrá¬neo, es decir, la Gruta coronada por el Castillo y la Iglesia Prioral. Para el pueblo es más atractivo que la cueva, en vez de ser un frío fruto geológico, sea un cálido palacio en el que el duende y la pastora puedan compartir su amor. A Julianita le advierten los suyos que no pase por aquel sitio porque corre el peligro de ser arrastrada por el duende al fondo del agua, que es su reino. Pero ella vuelve una y otra vez sin entender qué poderosa fuerza le impulsa a hacerlo, sin conocer aún la atracción que en todo tiempo tuvo lo prohibido. Y cuando Julianita, dama que habita en cada mujer, siente esa seducción, abre su alma al deseo de amar y ser amada, se sumerge con el duende en el agua de la fuente y ambos penetran en el palacio encantado prometido: la Gruta de las Maravillas.
Aunque se diga que una leyenda ‘pasó hace tantos años’, la voz popular se da trazas para majar en la marmita del vivir real los ingredientes necesarios, como son lo mágico, lo imaginario y lo mítico, con tal de no renunciar a la idea de que todo puede volver a pasar hoy. Las pulsiones internas humanas no han cambiado desde el primer día y ahí están, en ese incons¬cien¬te que es, según palabras de un viejo amigo, el lugar donde habitan los instintos de amor y de poder. Pasan los años y la leyenda sigue viva; enve¬jece el marco, pero continúan acudiendo a otras fuentes otras Julianitas, y salen de ellas otros duendes que les prometen amor. No podía ser de otra forma.
Al abrir el hermoso libro, aún tibio de la imprenta: La Gruta de las Maravillas, pienso que sus autores, Francisco José Hoyos Méndez y Rafael Manzano Gómez, no sólo han captado la intimidad de la cueva para ofrecernos el gozo de la visión de esos salones que contienen ecos del duende y la pastora, es decir, de todo hombre y toda mujer comprometidos en andar juntos el camino de la vida, sino para que observemos atentos las imágenes por si acertáramos a verlos tras las caprichosas estalactitas y estalagmitas o entre las sombras que emergen de los lagos. La intención de Hoyos y Manzano no ha quedado en retratar este templo de la belleza en estado puro, lo que han hecho soberanamente; a tono con el relato legendario, parece que su pretensión ha sido la de llevar a cabo una búsqueda exhaustiva, mediante sus cámaras, de los mil y un encantos que la cueva guarda por si a través de un pliegue descubren, además de la sonrisa de la pastora o la mirada del duende, el lejano misterio por el que alguien accede a compartir con otro ser desconocido hasta entonces el impulso del amor.
La clave puede estar en cada página, por si fuera poco poder admirar con detalle ese cuadro infinito que adorna la cueva, cuya grandeza hace honor a lo que decía el brujo: ‘Hay otros mundos, pero están en este’.

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