Para el libro
'Una mirada a Huelva'
Col. La Espiga Dorada
Foto MGP.
Manuel me pide una mirada a Huelva para su libro del mismo título, y, tras repasar diversos archivos y disquetes y varios pasajes de mis novelas en los que Huelva sale sin ser nombrada, se me queda, por último, la mente tan en blanco que, como desquiciado homeópata (similia similibus curantur), vuelvo buscando remedio a la pantalla igualmente en blanco del ordenador, a la espera del correspondiente reflejo condicionado para teclear lo que me salga. La cosa parece que surte efecto, un efecto acaso excesivo, porque enseguida fluyen hacia las yemas de mis dedos tantas imágenes, e incluso tantas ideas, que no sé por donde tirar. Si tiro por aquí, me va a pasar como a Proust con la magdalena, que volveré al vasto jardín de mi infancia en Paymogo y en La Antilla; si tiro por allá, acabaré rememorando la Huelva capital de los años 50 vista o entrevista desde el interior de un siniestro edificio de la calle San Andrés o en los largos paseos dominicales en disciplinadas filas a la Cinta, a la cárcel o a la Punta del Sebo; y si me atengo a lo más reciente, quién sabe si no acabaré hablando del Recreativo, del que por aquellos mismos años fui socio y al que vi partirse la cara en el Velódromo durante seis largas ligas sin salir de Tercera.
Ninguna parte del mundo, lo tengo claro, ha influido en mí tanto como Huelva y su provincia; en ninguna parte del mundo, a lo largo de mi ya bastante larga existencia, he vivido tan intensamente como en la provincia de Huelva. Ni en mi adolescencia sevillana y madrileña, ni en mi juventud madrileña y vitoriana, ni mucho menos en mi vida adulta, española y francesa y otra vez sevillana, me han marcado la piel con hierros tan candentes ni me han pasado por ella con tanta suavidad, como al arpa de Bécquer, esa mano de nieve que todavía arranca notas dormidas en las cuerdas de la memoria.
Pero por este camino, ya se ve, podemos pasarnos de sentimentales, e incluso ponernos un pelín cursis si nos dejamos ir. En la mente humana, como en la vida misma, hay laberintos inextricables, pero también hilos de Ariadna. Recuerdo ahora -no porque a mí me interesen los aniversarios o centenarios más que la carabina de Ambrosio- dos poemas de Cernuda, Es lástima que fuera mi tierra y Bien está que fuera tu tierra. En ambos, desde su exilio ya definitivo, nos habla Cernuda de España; pero la España a la que se refiere en el primero de ellos -la de los años 50- la viví yo desde dentro, aunque niño, en Huelva. Quizá por eso, por ser niño, no me resultó tan ajena y hostil como a Cernuda, ni como acabaría resultándome a mí mismo posteriormente en Sevilla o en Madrid, sintiéndome yo también condenado ya por aquellos años a una especie de exilio interior. En todo caso, en las calles de la Huelva de entonces, aquellas procesiones ‘con restaurados restos y reliquias / a las que dan escolta hábitos y uniformes’ todavía desfilan a veces por la pantalla de mi memoria.
En el segundo de los poemas citados, aparece otra España, una España siempre amada por Cernuda, la España imaginada y recreada por Galdós en sus Episodios y en sus novelas, ‘la patria imposible, que no es de este mundo’, como él dice. Tampoco lo es, y a esto quería yo llegar, la provincia de mis sueños, y aunque Huelva no haya tenido un Galdós que la recreara para mí como lector, yo mismo, como autor, he aspirado un poco, aunque me esté mal el decirlo, a que se halle trasmutada y presente en mi modesta obra novelística.
A lo mejor Manolo hubiera preferido que yo le hablase aquí del Andévalo y Paymogo o de Lepe y La Antilla, y tentado he estado, ya queda dicho, de recurrir a algún pasaje de mis novelas, pero el límite de uno o dos folios que nos hemos marcado ha hecho que me incline por este breve artículo, que no es otra cosa que una impresión muy subjetiva. Podría haber hablado también de cosas más objetivas, como la literatura, el habla o el paisaje onubenses, pero tampoco me he atrevido a salir de mi concha. No sé si me aceptarán como disculpa que la Huelva que mejor conozco es esta que llevo dentro de mí.
© José Mª Vaz de Soto