José Manuel Caballero Bonald

Foto Héctor Garrido
Adornar la vida





La religiosidad del andaluz tiene un componente supersticioso muy acentuado, dándole al término superstición de tan amplio eco mediterráneo su más primario sentido de creencia en lo sobrenatural. Podría decirse que el andaluz, que convivió tan largo tiempo con religiones distintas a la católica, tiene una idea muy vaga de lo que es un feligrés ortodoxo. Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia no se le antojan por lo común como de obligado cumplimiento. Sus efusiones devotas son casi de orden folklórico. Se dirige a sus Vírgenes predilectas como si hablara con una mujer, a quien vitorea y piropea en la lengua de cada día. Y las Vírgenes pasan contoneándose al son de la música y como alardeando del barroco y deslumbrador conjunto de sus ornamentos: esos ‘pasos’ atestados de flores, con los varales, candelabros y respiraderos de plata repujada, el largo manto bordado con hilo de oro, las joyas y coronas. No es una celebración rigurosamente religiosa, o no es sólo eso; es como el triunfo de la vida en un tiempo cristianamente considerado como de recogimiento y sacrificio.
Pero el gran momento de exaltación colectiva en este sentido es el de la romería del Rocío. Un episodio que, con toda probabilidad, pone de manifiesto las más recónditas y complejas intimidades del pueblo andaluz. Ese pequeño enclave de El Rocío, perteneciente al onubense término municipal de Almonte, se convierte cada Pascua de Pentecostés en un multitudinario y espectacular teatro del mundo andaluz. Existen también otras romerías famosas sobre todo la de la Virgen de la Cabeza, en Sierra Morena, ya citada por Cervantes , pero la del Rocío es la que atrae a más cientos de miles de enfervorizados devotos o asombrados espectadores. Son muchos elementos mezclados: la fe, el fanatismo, la piedad, la paganía, la unción, el desenfreno, los contagios de la moda, los lucimientos personales, las penitencias.
El escenario concreto de El Rocío se reduce a un arenal próximo a las marismas y al monte bajo del paradisiaco Coto de Doñana. El conjunto del caserío y de los campamentos circundantes recuerda un poco al de un poblado del oeste americano, y más cuando aparece absolutamente invadido de caballos, carricoches, caravanas de carretas, peatones más o menos vestidos de camperos. Por todas partes se bebe casi por imposición ritual y por todas partes se escucha el orgiástico redoble de las sevillanas ‘rocieras’, otra manifestación folklórica andaluza puesta últimamente de moda por todo el país.
La Virgen del Rocío, venerada hasta el frenesí por los almonteños y aún por gentes de muy distintos lugares, es más bien una diosa, la ‘Blanca Paloma’, la reminiscencia evidente de antiguos cultos tribales transferidos a la también llamada ‘Reina de las Marismas’. Como en las ferias, el caballo es aquí el signo manifiesto de un cierto privilegio social, y el vino y el entusiasmo, unos nexos democráticos muy prodigados en esos días. La Virgen es la gran madre primera, la que imparte beneficios y favores, la que exige un ceremonial casi lindante con el paroxismo y cuyas andas solo podrán ser sostenidas y aun tocadas por los iniciados y exaltados almonteños. Parece ser que las casitas de El Rocío cada vez más numerosas sólo pueden ser adquiridas a título de concesión de la parte edificada, ya que los terrenos pertenecen oficialmente a la Virgen no en vano los muy católicos han llamado a Andalucía ‘la tierra de María Santísima , la cual ni puede enajenar su propiedad ni pagar impuestos. Una figura jurídica perfectamente andaluza.
A medio camino entre lo dionisiaco y lo apolíneo, el andaluz parece reservar todos los excedentes de su pasión para las fiestas y todas las constantes de su filosofía natural para la vida cotidiana. Lo dionisiaco coincide como esta mandado con lo barroco, con lo tumultuoso, y lo apolíneo con lo clasicista y ordenado. Cuando no celebra colectivamente algo, el andaluz suele inventarse algún que otro sucedáneo de celebración privada, si no se dedica a soñar calmosamente con sus festividades predilectas. En algunos bares de la Baja Andalucía, junto a la imagen de la Virgen del Rocío, aparece una pizarra donde se van anotando los días, horas y minutos que faltan para la próxima romería. Una ocurrencia que tiene mucho de desorbitada, pero que tampoco deja de corresponderse con una cierta filosofía de la vida.
La capacidad de espera, la paciencia del andaluz es muy notable y debe estar relacionada con los imperativos fatalistas de la cultura campesina. O con ciertos influjos de la presunta indolencia oriental. Pero tampoco en este, como en muchos otros casos, hay términos medios. Junto al andaluz impertérrito, estoico, paciente, está [...] el exaltado, el bullicioso, el anhelante. Este último es el que cultiva el exhibicionismo, mientras el primero es el que gusta del intimismo. También podrían buscarse por ahí otras trazas distintivas, otras contradicciones. Por ejemplo y en especial las que condicionan de hecho un extenso campo de la vida andaluza: esas enfrentadas actitudes entre el que se afana por aprender y el que ‘desprecia cuanto ignora’.

© José Manuel Caballero Bonald