JUAN CANTERLA

Juan Canterla Romero
HUMO DE ALDEA

Un productor de cine con el que trabajé hace unos años solía alardear de la gran ciudad en la que había nacido y en la que vivía, sitio, por supuesto, sin parangón con cualquier otro del orbe y alrededores. Al llegar la hora del almuerzo o de la cena, el equipo parecía ponerse de acuerdo para acabar su plato con discreta prisa por no soportar el desmedido entusiasmo con el que el tal pintaba su mastodóntica cuna. Por aburrimiento o por considerar que no se estaba allí para sufrir, la gente callaba reservando para el día de la despedida la frase que más de uno había ensayado: “Adiós, tío pelmazo”.
Una tarde, un eléctrico llevó al plató a su hijo pequeño; 6 o 7 años tendría. Por la noche el productor volvió a poner su énfasis en calentar el oído colectivo con los excesos de costumbre, y el niño, ajeno a la hartura del grupo, le preguntó si siempre había vivido en la ciudad gigantesca de la que contaba mieles. El productor le respondió que así era porque allí tenía todo cuanto un ser humano pudiera desear. El niño lo miró con pena y dijo: “¡Pobrecito!”. Los demás estuvimos atentos a la reacción del productor, que se encaró con el niño sin disimular su asombro: “¿Por qué soy pobrecito?” Y el niño le contestó: “Porque no tienes pueblo.
Al leer “Humo de aldea (El paso de los días en Castañuelo)” he pensado que su autor, Juan Canterla, podía haber sido aquel niño, o lo es aún, con voz capaz de decir al que sea lo mismo que al productor que lo poseía todo-todo en su mega ciudad. Todo… menos el pueblo, la aldea y el humo que sube después de caldear los muros, menos el aire transparente y el nombre de las plantas, de las flores, de los árboles, menos la clara lieva de agua de la que puedes beber, menos el latido mágico que habita en el bosque, menos el manejo del ganado y la emoción del cuento en la paz de la cocina, menos conocer la hora por el sol, o las intenciones del viento, o cuándo acecha la tormenta por las señales de las hormigas al salir huyendo de sus cuevas con las larvas, menos comprender el campo en su grandeza, o platicar con el ocaso en plena soledad. Menos todos los menos imaginables.
Estas páginas, dice su autor, “son una muestra de recuerdos”, a lo que hay que añadir: y de sensaciones nunca vividas por otros, o perdidas por los que las disfrutaron. Y no se fije el ojo al leerlas en que allí iba una coma y aquí un punto, sino en el pulso que mantiene Juan Canterla con lo que guarda en el alma, vivencias del universo de Castañuelo, aldea serrana a la que indaga en cada párrafo sobre asuntos que fueron su pan del día, algo que sería ocioso repetir ahora; aparte de restarle esencia al puro descubrimiento del lector, son expresiones que corresponden por entero al sentimiento de quien asistió al devenir de un núcleo humano con la intensidad que otros pudieran vivir, o quisieran haber vivido el mayor acontecimiento posible.
Como orientación diré que tras situar la aldea en el mapa, saca a oreo y recrea el ambiente de la casa de la abuela, raíz de la raíz, el abrir el camino, o carreterín para comunicarse, para ir y venir, traer y llevar, la colocación titánica del cable del primer teléfono a través del matorral y de las copas de encinas y quejigos, el semblante de los extranjeros que acudían a observar y se quedaban, mezclando culturas, integrándose en el ámbito aldeano, la aparición del amor en el trasiego de las tareas, las andanzas del pastor, el hogar por dentro, la llegada de los titiriteros, la aventura de ir a Aracena a ver el cine, la misteriosa luz que hacía retroceder al más bragado, el nomadeo de los vendedores ambulantes y sus pregones, las fiestas callejeras en las que se soltaban las riendas y se estrenaban sonrojos, la romería de la Esperanza y cuanto tenía cabida entre la vida y la muerte, cerrando con un glosario sobre lo que se quería decir cuando se decía esto o lo otro.
Y todo, sin poner solemne el gesto, dejando que las palabras se dibujen solas mientras el tiempo avanza a un ritmo que ni es vendaval ni aire solo, sino paso corto de caminante consciente de ir por la vida sin otra intención que vivirla.
Esto nos propone Juan Canterla para que lo compartamos con la mirada serena de quien pasea por una galería sentimental de escenas antiguas, cuyo aroma lejano nos llega desde lo más hondo de este libro.

Juan Canterla Romero
BAJO LA ENCINA

Este libro de Juan Canterla, Bajo la encina, es la continuación del primero que publicó, Humo de aldea. Está hecho a golpe de recuerdos que le quedaron en el tintero, en secuencias dispares, a veces casi cinematográficas, todas con un valor etnográfico indudable, cuyo orden lo ha impuesto aleatoriamente el sentimiento. El autor se sentó cuando niño a la sombra del gran árbol y desde la soledad observó la vida en la aldea: su cuna; aquí la cuenta para dejar testimonio de ella. Son páginas que rezuman ternura; en ellas habla de la gente que nació, vivió y murió en Castañuelo, “a veces sin llegar a conocer la capital de la provincia”. Todas las historias que aparecen proceden de hechos reales. El buen hacer de Juan Canterla las ha puesto en solfa escuetamente o con el matiz de un adorno, por lo que alguna podría parecer fruto de su imaginación. Dicho por él: “No es así”; todas se agarran a la tierra de la que brotaron, lo mismo que quien las escribe, Juan Canterla, que si se le escucha a media mañana ante un sorbo de café, parece que aún sigue sentado bajo la encina, su árbol de la vida, ayer con la vista y el oído atentos, hoy procurando que tanta riqueza de ecos aldeanos no resbale por la rampa del olvido y quede como si no hubieran ocurrido. A su memoria se han sumado otras para construir este hermoso documento del que tanto se puede aprender.
Desde las huellas de los orígenes de Castañuelo “de unos doscientos vecinos hoy”, hasta una reflexión final sobre el sentido de la vida, Juan Canterla hurga en la herida social de la emigración forzada, en la emoción del regreso breve en fechas festeras, en “la fiesta del higo”, en la recolección del heno, en las sementeras, en las castañas, en los destajos, en el uso del burro para llevar hortalizas de la huerta, en sucesos como el secuestro de un vecino, en los hornos de carbón, en el salto de la escuela al trabajo en el campo de sol a sol, en el manejo de las piaras de guarros o de cabras, en la maña del capador, en el oficio de porquero, en la época de la montanera, en la matanza para nutrir las despensas, en los tiestos que afloraban en los boquetes del suelo, en el día de las morcillas, en las crecientes del agua de los barrancos, en las amistades que surgían en la solitaria sierra, en el sacrificio de los chivos, en el canto de los grillos, en los nidos colgados de oropéndolas, en las perchas para coger pájaros, en el extravío de los animales, en las tormentas que querían acabar con el mundo, en saber que cuando los perros ladran, gente viene, en las tragedias talladas en los cerros, en lo que guardaba la tierra bajo las raíces, en las tumbas de los que vivieron allí hace siglos, en la ilusión del tesoro oculto, en las excavaciones, en el descubrimiento de la arqueología, en la construcción del Museo de Castañuelo, en el hambre que obliga, en la maldita guerra, en los perseguidos, en los chivatos, en los colaboradores, en los fusilamientos, en lo que pasó en el Cortijo del Cojo, en los hechos que quedaron diluidos en cuentos, en el moler y moler y cobro la maquila, en los juegos infantiles, en las excursiones a la capital, en el perfil de la Marimanta, en los ruidos que traía el miedo o en el miedo que traían los ruidos, en la llegada del agua corriente, en los bichos peligrosos que merodeaban, en las avispas, en el alacrán, en las hormigas rabúas, en la fábula de los conejos y las ranas, en los perros rabiados, en las aldeas lindantes, en el día de las votaciones, en la caza, en los motes pegados a los nombres, en el baile de taberna, en el calzado nuevo y en las alpargatas blanqueadas con cal…, en todo esto y más, mucho más, hurga Juan Canterla para exprimirle la gota sabia que conserva como equipaje del alma. Con ello consigue armar este libro, el anterior y posiblemente un tercero, que ya le ronda por la mente, como si se tratara de una enciclopedia del latir diario de Castañuelo. No todas las aldeas la tienen. 
Cualquier otra palabra que alargara el prólogo sólo serviría para retrasar el gozo de poder leer este manojo de recuerdos y restarle perfume al bello libro madurado Bajo la encina. Lo mejor es celebrar con Juan Canterla su publicación para compartir las vivencias que ofrece. Leerlo será como abrir un tarro de aroma mágico para que flote en el aire serrano y nos llueva a todos.

© Manuel Garrido Palacios

La experiencia de la memoria

La experiencia de la memoria
Joaquín Benito de Lucas
Calambur Editores

Subo al tren. Leo en el libro que recibí ayer: ‘…te despiertas al borde mismo de la aurora, al borde del mar, de la ciudad, de los jardines que desprenden sus flores como las letras de un abecedario para escribir tu nombre cada mañana. Buenos días alba, agur amor, qué voces tiemblan si te saludo, si te beso, si me fumo un cigarro, si te pones sentada en mis rodillas y me miras mientras cruzan veloces trenes hacia París, mientras me miras, y el mar respira con su pecho enorme’.
Joaquín Benito de Lucas ha publicado en Calambur ‘La experiencia de la memoria’ (Poesía 1957-2009), versos de los que dice Matías Berchino que tienen raíces en la vivencia personal y colectiva de su existencia y la de su familia, su pueblo, su país; ‘Verdadera obra artística’.
José García Pérez escribe: ‘La poesía auténtica –ésta de Benito de Lucas– coloca al hecho poético en su dimensión y espacio real: la universalidad. Los accidentes que provocaron el advenimiento de un poema son accesorios, el autor y las formas son importantes, pero la esencia del poema reside en sí mismo y en su simbiosis con el lector’.
Sigo leyendo en el tren. Aparece el Tajo y paso a lo que dice Pedro González: ‘El río de Benito de Lucas no es un elemento paisajístico, no es parte de ninguna escenografía lírica, el poeta no canta al río, es el río el que suena dentro de sus versos’.
José Hierro habla de: ‘Pureza: he aquí una palabra clave para navegar por la poesía de Benito de Lucas. Pureza es, tal vez, por uno de sus costados, precisión expresiva, desnudez que no nos impida ver el bosque de las palabras […]. Pureza es, también, iluminación, luz súbita, revelación […]. Pureza es esencialidad, inmaterialidad, que sirve para iluminar las palabras’
Luis Jiménez Martos cree que ‘las raíces líricas de Benito de Lucas se hallan en un terreno poco transitado en las calendas actuales: entrañan un depuramiento de lo romántico, sometido a necesaria sobriedad. Su dramatismo de fondo queda en los límites de emociones vivas. Su conciencia del tiempo no cae en el peligro de la pseudofilosofía’.
Otras voces vienen a perfilarlo, como la de Manuel López: ‘En esta clase de poetas, claros y fáciles para el lector, subyace en el entramado del poema un férreo trabajo de construcción, una disciplinada labor de poda. Son cualidades detectables en Benito de Lucas, que estudia minuciosamente la composición de sus libros y de cada poema’; la de Abraham Madroñal: ‘Talavera no es una ciudad concreta, es la ciudad por antonomasia; su río, todos los ríos; sus calles, todas las calles por las que puede transitar cualquiera. Nuestro autor ha trascendido el valor local de sus alusiones para convertirlas en símbolos de cuantas ciudades y cuantos poetas añoran recuperar la infancia junto a los sitios que los vieron vivir; la de Montero Padilla: ‘Creo que Benito de Lucas ha escrito una obra importante, de poesía verdadera y ya indeleble, que permanecerá como parte destacada de la mejor poesía española; la de Rafael Morales: ‘No sólo está presente en la poesía de Benito de Lucas un río concreto, es decir, el Tajo a su paso por Talavera, sino el río abstracto, el río ideal, el río como imagen; la de Morales Lomas: ‘Benito de Lucas ha realizado una obra solvente, de gran altura de miras, profundamente humana y atenta a la síntesis entre la tradición de los mejores valores literarios y a la modernidad de un discurso sustancial en el que está presente el ser humano como proyecto’, o la de Alberto Tores: ‘El sitio de su verso está donde la emoción misma que transmite con la mirada inocente. Recoge la trastienda de la historia a la vez que da fe de unos temores no tanto personales como de toda una generación’.
Llego al término del viaje tras leer lo que dicen del poeta y lo que él deja ver en sus versos. El espacio en el papel también se agota y sólo cabe una impresión tras cerrar el libro y pisar tierra. Benito de Lucas, Doctor en Filología Románica, catedrático de Literatura y titular de prestigiosos premios de poesía, sabe que, aunque son grados y honores merecidos que ha ido ganando en el camino, en esencia, es poeta, un gran poeta, virtud con la que nació en 1934 en Talavera de la Reina, como sexto de los siete hijos que dieron al mundo María y Manuel.

© Manuel Garrido Palacios

Daniel R. Fernández en la ANLE

Daniel R. Fernández
se incorpora a la
Academia Norteamericana de la Lengua Española
con su estudio
Carlos Fuentes o la seducción de la frontera
Nueva York 4 diciembre 2015

Nueva York. “Fue México, sin duda, la gran obsesión, la gran pasión de Carlos Fuentes, el núcleo centrífugo, surtidor de todas sus ficciones –afirmó Fernández–. Todos sus demás temas, el tiempo, la muerte, el poder, la política, las jerarquías sociales, la falta de comunicación y demás están supeditados e incluso sujetos a este eje central temático […]  Y cuando nos referimos al México de Carlos Fuentes no aludimos a una construcción monolítica, autosuficiente, una entelequia momificada, sino a un México vivo, dialogante, insertado plenamente en ese impetuoso remolino que es la historia, la del continente americano y también la de España y Occidente; México, realidad palpitante engastada en un territorio, inserta en una geografía particular, con unos rasgos y contornos singulares y unas fronteras muy peculiares y bastante problemáticas.”
Daniel Fernández, profesor de literatura mexicana y chicana en el Lehman College de la City University of New York (CUNY), integrante de la Junta Directiva de la ANLE como coordinador de información, fue contestado por Gerardo Piña-Rosales, Director de la ANLE y presentado por Jorge I. Covarrubias, Secretario General de la Academia. Abrió el acto Patricia López Gay, del Bard College y de la ANLE.


EL ABANDONARIO

EL ABANDONARIO
M. Garrido Palacios 
1ª Edición. Editorial Calima · Mallorca
  

Manuel Garrido Palacios nos entrega en 'EL ABANDONARIO' su apasionante novela. Dedicado profesionalmente al cine y a la etnografía, sólo en estos últimos años ha ido publicando libros de ficción literaria. El sorprendente EL CLAN Y OTROS CUENTOS (Ed. Calima, Palma de Mallorca) y esa variopinta fábula titulada NOCHE DE PERROS (Ed. AR, Sevilla, Calima, Mallorca y L'Harmattan, Paris) nos mostraban ya a un narrador premioso conocedor de su oficio y exhaustivo gozador de la alta, rica tradición castellana. En ambos libros latía el aliento de un hombre entrañado, investido en lo popular, en el que la ironía, el escepticismo, la retranca..., nos daban cuenta de un mundo personal, entretejido de realidad y ficción mágica, con un pie puesto en los estribos de la picaresca (con esa visión escéptica, amargosa del mundo) y el otro en ese prolijo mundo de lo escéptico y de lo soterráneo que encontramos también en la vasta tradición castellana, desde Cervantes a Rulfo, desde Quevedo a Valle o al Cela del Pascual Duarte. Pareciera que todos esos largos años emboscado detrás de la cámara, atento a las luces y a las penumbras, a las voces y al silencio, hubiesen propiciado en el autor un caudal vivo de sombras y máscaras que ahora, en su faceta más propiamente creativa, se nos revelan en toda su concertante, apabullada realidad. Estas tres coordenadas: la tradición escéptica, la visión mágica y el lenguaje popular , más que presentes en sus dos libros de relatos, constituyen ahora el soporte literario de este libro (EL ABANDONARIO) tan sorprendente como impagable. EL ABANDONARIO es un viaje hacia los médanos interiores de una memoria que se resiste a reconocerse en los parámetros realistas o mecanicistas, donde los hechos quedaban sepultados, envilecidos por un proceso de afirmación histórica o ramplonamente temporal. Muy al contrario, lo primero que sorprende en esta novela, es precisamente la ausencia del tiempo. El recuerdo, la memoria, ajenos a la contaduría de las horas, se superponen, se erigen, vivifican la realidad, construyendo una reconocible fantasmagoría de hechos simultáneos y envolventes que atrapan al lector ya desde sus primeras líneas, aventurándolo a un mundo de una sencillez, de una fantasía desaforada. En realidad, lo que Manuel Garrido Palacios, persigue a lo largo de esta obra inolvidable es recrear, alentar, producir una atmósfera interior reconocible, en la que vida y muerte, realidad y magia se entretejan de una manera creíble y lo que es más importante, natural, en torno a los pellizcos de la vida. Pero si ya en su larga obra cinematográfica Garrido Palacios trata de recoger la devastada memoria de los pueblos, afirmándolos en su identidad y sublimando precisamente aquellos elementos que hacían palpable esa identidad, aquí, en esta, su primera novela, se nos propone una vuelta de tuerca al introducirnos en un mundo de resonancias míticas que nos agarra desde la pura y abstracta identidad y donde el lenguaje, de una llaneza casi cegadora, consigue por sí mismo convertirse en el absoluto protagonista de esta historia en la que un muerto relata a quien lo vela la historia de un pueblo fenecido, atrapado en su propia fantasmagoría. Nos hallamos, pues, ante una novela sorprendente que consigue imantar al lector a las primeras de cambio, para mantenerlo en vilo durante toda la deslumbrante travesía. Y es que Garrido Palacios, seguro de su oficio, capaz de descubrir una atmósfera en unas pocas líneas, lejos de adentrarse en un discurso atolondradamente lírico, prefiere ponerse en manos de la naturalidad, de la fluidez de la palabra dicha, oída, metida en la matriz y en el estómago. Será, así, a través de los personajes que hablan a través del muerto, que se construya la peculiarísima memoria de Herrumbre, ese pueblo acosado por la nada, y cuya historia es la que se va enhebrando a lo largo de todo el libro. Mamuel Garrido Palacios se ha limitado, parece y aquí estriba gran parte del éxito del relato a dar sentido a todas esas voces, ordenándolas de manera que el lector se reconozca en cada una de ellas, removiendo en él los más dormidos soportales de la memoria. Una novela, en definitiva sugeridora y valiente, escrita con toda el alma, que se reconcilia con el arte de la prosa, tan demacrado, tan envilecido últimamente. Sin duda, y acabamos, una de las novelas más deslumbrantes escritas en los últimos tiempos en la lengua de Rojas, Cervantes o Rulfo.

© Manuel Moya (España)

MARÍA ALCANTARILLA

MARÍA ALCANTARILLA
EL MOTIVO ES LO DE MENOS


Nació el día brumoso en Castañuelo, aldea donde se presentaba el hermoso libro de Juan Canterla. Arropando el acto estaban los poetas Manuel Moya y Rafael Vargas, los pintores José León y Seisdedos, y la poeta María Alcantarilla, de Santa Olalla, que traía un ejemplar, aún tibio de la imprenta, de su poemario El motivo es lo de menos, editado por  Huebra, tal como reza en su colofón: “en el tiempo de las castañas”.
En la página 47 dice:

Escribir.
Escribir hasta caer rendido,
hasta que el suelo, al fin, se borre
y ya no pueda mirar a ningún sitio
para saber qué camino es menos largo.
Escribir sin sed ni angustia,
sólo porque la forma sea forma,
o el pensamiento palabra
y la palabra,
nada más que eso:
palabra.
Escribir porque he de hacerlo,
porque una boca que habla
y una fe que no se toca
no hace grandes a los hombres
-los manchan de anhelo imberbe-
Escribir porque soy carne,
porque nadie se me acerca
si no soy yo quien lo llamo,
y nadie jamás entiende
si no es el grito el que pide
-como un eco primitivo
o un hacer que media ingrato-.
Escribir sin más motivos,
sin más espacio que este,
con forma, sin cortapisas...
escribir porque la vida
me escribe si no la nombro.

María Alcantarilla, periodista, que publicó hace años una plaquette poética titulada Qui scribit, se ha iniciado en el arte de la imagen, en el cuento y en la novela, según los previos de la obra, en cuya página 18 trae este otro poema titulado Etiqueta:

Tu nombre se me antoja extenso y hueco.
Como parido una noche negra,
tan leve o tan obtusa
que nadie atinó a ver que ya llegaste
y, desde entonces,
todos te recuerdan como al cesado de sí.
¡Ah, ya ves...!
Los nombres nunca sirven para nada:
atontan al nacido,
lo reducen;
lo sientan siempre a expensas
de una exclamación como cualquier otra,
sin cualidad ni atributo,
sin tono peculiar por los caudales de afines.
Hermanado, porque sí, al arbitrio de la causa.
Un nombre, nada más.
Una forma de arreglarlo,
¿Por qué no?
un estilo centenario,
formalista.
Una manera, agotada,
de engendrar y poner sellos.
Un castigo, sin igual,
para izar habituales y prescindir
de lo propio.

          Manuel Moya anota que estamos ante un libro de versos que nos ‘descubre una escritura nada complaciente, muy ligada a una rebeldía que no se impone sólo en lo moral y, por supuesto, a un evidente compromiso consigo misma. Un libro lúcido, maduro, verdadero, que muerde el corazón y astilla la cabeza, en el que a veces las preguntas insinuadas tienen mucho mayor peso que las respuestas’.
Sí; nació el día brumoso en la aldea de Castañuelo, quiso abrir a media mañana y se sumergió en la niebla densa al reunirnos a celebrar el acto en las tabernas de Leoncio y de José, de escuchar al bardo del lugar al que Vargas pondrá en orden los versos que ahora sólo están en su  memoria, de recordar las artesanías y de todo lo que brota alrededor del vaso y de la tapa. Y, como parte de la secuencia, me apetecía abrir el libro de María Alcantarilla para leerlo en voz baja: 

Me dicen que camine,
que comulgue,
que nunca sienta pena
que por qué ando tan triste
que por qué escribo de sombras
que si me siento cansado
que si con tantas ojeras
descanso como es debido
que si escribo porque quiero
o
-sin embargo-,
escribo porque es la moda
que si estando tan delgado
me alimento como el resto
que si, después de los años,
aprendía a tener paciencia.
Que si escucho y no me opongo
que si sostengo, sin ganas,
los fardos de cada día
que si rezo los responsos
que me enseñaron de chico
que si acierto en las acciones
o, al contrario, / me niego como esos otros
que si cumplo con la vida
o me conformo con verla...
Me dicen tantas cosas
que ya no sé si es que dicen
o es que me digo a mí mismo
aunque, pensando tranquilo,
este nunca se cuestiona
Imprecisiones tan necias
o evidencias tan cobardes
nacidas siempre de embustes.

La aldea se pobló de sensaciones, de latidos, aunque, para sentir, como dice María, el motivo sea lo de menos.

© Manuel Garrido Palacios

LOS DERECHOS HUMANOS

ASOCIACIÓN INTERNACIONAL HUMANISMO SOLIDARIO
y
ATENEO DE MÁLAGA
celebran en el Salón de Actos del Ateneo
-11 de diciembre, 7 de la tarde-
la conmemoración de la firma de la
DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS (DUDH)

Mesa redonda sobre
¿CÓMO HACER REALIDAD LOS DERECHOS FUNDAMENTALES HOY?
y
Recital poético y musical

La DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS (DUDH) es un documento declarativo adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su Resolución 217 A (III), el 10 de diciembre de 1948, en París, donde se recogen en sus 30 artículos los derechos humanos considerados básicos, a partir de la carta de San Francisco (26 de junio de 1945)

Sefi Cárdenas Cumbreras

Sefi Cárdenas Cumbreras
JAZMINES EN EL RINCÓN
(Antología de verso encontrado)


DEL VERSO PRIMITIVO A LA EVOLUCIÓN DE LA PALABRA
Introducción por Carmen Palanco

Llegaron a mí un puñado de jazmines cerrados procedentes de un rincón sin aire, húmedo y frío. La autora no sabía si había en ella la materia que necesitaba para dar vida al verso que la habita, sólo sabía, más por instinto que por razón, que tenía que escribir, aunque fuese enclaustrada en un oscuro cajón. Puso en mis manos los huesos de aquellos poemas desangelados, jazmines en un puerto apartado que despertaban por el verbo que les grita. —¿Cómo se puede escribir con la palabra perdida?, ¿cómo es posible, si el mensaje que oculta es una flor que trasmina?— Había que encontrar el pulso que pedía.
Primitivas las formas, desorientadas las conjugaciones; con un miedo atroz comienza la obra a caminar de la mano de una mujer que entonaba a la persona, una persona de humanidad sublime que se desnuda para dar luz a la poeta, hasta entonces dormida como aquel arpa. Una y mil veces la he visto socavarse el alma en busca del verso que la llama; en su recorrido ha descubierto que la ternura tiene verbo, ha sucumbido a la estrecha causa de escribir para hablar de lo que siente, piensa y ama, se ha enfrentado a su propia palabra hasta conseguir hacerla latir, ese latido ha trasmutado los poemas antiguos y perfilado los nuevos. Jazmines en el rincón es la historia de una poeta que ha crecido a lo largo de su creación, una obra que se ha convertido en una antología que habla de conceptos universales con sensibilidad extrema, historia donde el lector será testigo del proceso y se sumergirá en la cotidianidad de lo que cuenta, siendo valedor de las pequeñas cosas. Desde el inicio al avance y su actual cima la obra contiene la osadía de conjugar lo mundano con el extremo más delicado del corazón.
La apertura, fiel a sus comienzos literarios, contiene versos de una profunda identidad:

Su cuerpo sembró mi cuerpo
de plumas blancas,
fui nido que esperaba. […]
Tres mariposas danzan
entre violines,
es un pentagrama de colores
en una aurora de jazmines.

La obra, que se divide en dos partes, Los jazmines y El rincón, determina las dos temáticas que perfilan su poesía actual; Los jazmines con su peculiar visión de la familia en su contenido maternal, y las diversas inquietudes que se sitúan en El rincón; siendo el amor el centro de su corriente literaria en ambos casos.
La metamorfosis se manifiesta con más fuerza en la segunda parte, El rincón; su extensión así lo designa. La poeta lo abre con una elegía premonitora; La creación, donde dice:

Y se reunieron de urgencia
formando asamblea,
sentimientos y silencios
y con estricta confidencia
descubrieron que la Tierra
carecía de una esencia;
en su magnífica brisa
intangible y etérea
faltaban osadas musas
que hablaran de almas inquietas...

Culmina su semblanza interior con versos que contienen un extremo sobrecogedor, que muestran cómo aquella autora ha fraguado un camino desde sus profundas cavidades hasta el cielo abierto.

Atrás fue quedando el camino,
llanuras de rubios pastos,
naranjos sin flor ni fruto;
cauce sin río.
Giro con el viento de los molinos
de tres aspas blancas en luto
sobre la yerta arboleda,
sobre el horizonte mudo.

© Carmen Palanco 

LAS MORADAS DEL VERBO

LAS MORADAS DEL VERBO
(Poetas españoles de la democracia)
Antología
Sel. y estudio: Ángel L. Prieto de Paula
Ed. Calambur

Corta es esta página para resumir las casi 600 del libro Las moradas del verbo,  presentado como selección de poetas españoles en castellano nacidos entre 1954 y 1968, que sacaron sus primeros títulos en el último cuarto del siglo XX, todos con amplia obra como para trazar un perfil de la misma. Veamos la nómina y una muestra del poema con el que cada autor ocupa su espacio:
Miguel Casado (1954): ‘Con frecuencia, el que mira / un río suele limitar su curso / entre dos curvas’; María Antonia Ortega (1954): ‘La soledad duerme / sobre el filo / de su espada / y sólo invita / a compartir / con ella su lecho / a los guerreros’; Julio Llamazares (1955): ‘Nacimos en tardes de cigüeñas con dos silencios largos en los ojos’; Julio Martínez Mesanza (1955): ‘También mueren caballos en combate / y lo hacen lentamente’; Concha García (1956): ‘Se pregunta a sí misma / por su pelo, recoge el cáliz, / toma el color del pomelo / y se ungüenta perpendicular a los árboles’; Tomás Sánchez Santiago (1957): ‘Venir desde muy lejos, de no se sabe dónde / a consumar el rito de la vida’; Juan Carlos Mestre (1957): ‘Mis antepasados inventaron la Vía Láctea / dieron a esa intemperie el nombre de la necesidad’; Ángel Campos Pámpano (1957-2008): ‘La lentitud del rosa ensombrecido, la luz blanca o dorada de las plazas vacías tras la lluvia, en la tarde. Buscaba mi lugar’; Luis García Montero (1958): ‘Están.los mismos tilos al borde del jardín / los mismos ojos detrás de la ventana’; Blanca Andreu (1959): ‘Di que querías ser caballo esbelto, nombre de algún caballo mítico o acaso nombre de Tristán’; Álvaro Valverde (1959): ‘Silencio estremecido de la altura / callado serenar de lo que alienta’; Felipe Benítez Reyes (1960): ‘En amor el perdón es sólo una palabra / que no se aviene nunca a un sentimiento’;
Carlos Marzal (1961): ‘La crítica, tan crítica, tan lista, me ha indicado que soy nieto cercano de don Manuel Machado’; Aurora Luque (1962): ‘Cerré los ojos: quise / guardar esa armonía intocada. Y el sueño se prolongó en la aurora’; Amalia Iglesias Serna (1962): ‘Hace ya tiempo que no hay golondrinas al borde del tejado’; Jorge Riechmann (1962): ‘La intimidad del viento es inmisericorde. Descarna una casa como desnuda un cuerpo’; Amalia Bautista (1962): ‘Para ti nunca fui más que un pedazo de mármol. Esculpiste en él mi cuerpo’; Manuel Vilas (1962): ‘Cómo me acuerdo de tus manos y de tu sonrisa / todos los amantes se acuerdan de lo mismo’; Miguel Ángel Velasco (1963): ‘El polen de la aurora / la filigrana lenta de la savia / el trémulo rocío, cada gota / en que se copia entera la mañana’; Vicente Gallego (1963): ‘Que mi mundo sea la magia de esta casa tomada en su quietud por la penumbra’; Vicente Valero (1963): ‘Fuimos como animales extraños / atraídos por esta idea nuestra de empezar otra vez’; José Mateos (1963): ‘Mis amigos sabían ya del turbio / inextinguible fuego de tus labios / y yo no supe hablarte’; Antonio Moreno (1964): ‘Detrás del monte, queda el mar / y la clemencia de la luz dorada’; Juan A. González-Iglesias (1964): ‘Ríndete ya, no cuerpo, no persona / sino suma de puntos deliciosos’; Álvaro García (1965): ‘No hay nada que decir ni que escribir / pero es imprescindible expresar eso’; Ada Salas (1965): ‘Tengo un rumor morado entre los labios / un ave y una voz crucificadas / en la cima del pecho’; Luisa Castro (1966): ‘Cómo voy a contarte mi febril búsqueda de rastros en tu cuerpo abandonado’; Antonio Méndez Rubio (1967): ‘Abre de sol / los libros ciegos / las veredas que no sabrás nombrar / pero que existen / por ti desenterradas’; José Luis Piquero (1967): ‘Aquella maña que se daban para atraparme siempre / aunque volviera por otro camino’; Jordi Doce (1967): ‘Ahora es costumbre, agostada presencia, luz fría bajo el cielo arrasado de invierno’; Lorenzo Oliván (1968): ‘¿Desde qué oscura certidumbre sobre el tiempo / va amortiguando así toda esa angustia?’; y Enrique Falcón (1968): ‘Tenía una mano fría metida en un montón de tierra negra. Un día la cogí y la elevé por los aires’. 
Las treinta y dos voces poéticas que habitan ‘Las moradas del verbo’, con el preciso estudio de Prieto de Paula, hacen de la obra un necesario documento lírico de una época.

© Manuel Garrido Palacios

EL ANDÉVALO Y SUS MOLINOS

EL ANDÉVALO Y SUS MOLINOS
  

Molino de Puebla de Guzmán: 1 Piedra fija. 2 Piedra volandera. 3 Varón del carro. 4. 5 Pandereta. 6 Torva. 7 Travesal. 8 Galápago. 9 Carro (husillos, palillos). 10 Barril. 11 Sortijas. 12 Chamicera (viga que atraviesa). 13 Rueda grande. 14 Carretillas. 15 Canal. 16 Ejerto. 17 Rueda de engrane. 18 Dentones. 19 Rollete. 20 Jilaero. 21 Caja. 22 Rabo. 23 Reores. 24 Jarnal y pozo. 25 Caíllo. 26 Ulambres. 27 Techo. 

Alrededor del molino
tengo mis bienes,
una gata y un gato, mamita,
con cascabeles. 

En 1949 estuvieron Julio Caro Baroja y George Foster en Puebla de Guzmán, en Alosno y en El Cerro, lados que conforman un triángulo mágico en el Andévalo. Foster era por entonces Director del Institute of Social Anthropology de la Smithsonian Institution de Washington. De la Puebla escribió don Julio: “tuve la fortuna de visitar aquella villa”. En mis idas y venidas a su casa frente al Retiro, o a Itzea, en Vera de Bidasoa, le gustaba que le recordara gentes de estos pueblos, nombres de amistades de las que quedan prendidas a la memoria, en este caso, con tal fuerza, que lo hicieron volver junto a Foster en la primavera de 1950 a la Puebla por la romería de la Virgen de la Peña, patrona, el último domingo de abril, y no sólo para vivirla, sino para ahondar en su estudio. Viaje exprimido hasta la última gota, porque sumaron la romería de San Benito en El Cerro y las Cruces de Alosno: tres de las fiestas más insólitas que puedan imaginarse. 

Que muela la muela el grano,
que maquile la maquila,
que trituren las dos piedras
lo bueno que dá la vida. 

Como pocos elementos de la cultura popular pasaban ante don Julio en balde, descubrió en el paisaje las siluetas de los majestuosos molinos de viento que se asentaban por la comarca, en los que apreció diferencias notables respecto a los de otras provincias. Después de tomar de Pascual Madoz el número de molinos: 8 en Alosno, 3 en Cabezas Rubias, 1 en El Cerro, 3 en Santa Bárbara o 12 en Valverde del Camino, a los que habría que añadir los de Sanlúcar, El Almendro, Ayamonte, Paymogo, Calañas o Puebla de Guzmán, se centró en los molinos de la Puebla partiendo de las respuestas al cuestionario de Tomás López, recogidas por Bartolomé Macías y fechadas el 31 de enero de 1786, en las que reza que “en el contorno del pueblo hay 18 molinos de viento de pan moler por cuyo motivo se han atrasado muy mucho los molinos de agua de la ribera de la Cúbica, y se han perdido los que había en los ríos o riberas del Chanza y del Malagón”. 

Abre, molinero,
que vengo a moler,
un almud de trigo
para San José,
para unas poleás
muy ricas y espesas
que le pienso hacer. 

Algunas de las diferencias observadas por don Julio no estaban sólo en su sistema de aspas y velas, sino en que en el molino manchego, por ejemplo, la rueda del eje de engrane se situaba delante de la linterna y no detrás, molino en el que no existían las ruedas llamadas en la Puebla carretillas, que permitían que el giro del techo se hiciera por deslizamiento de hierros ajustados en círculo a un carril; y que mientras en el manchego, la harina caía al piso inferior por un conducto de madera, en los de la Puebla, el molinero, sentado en el marranillo, regulaba con el alivio la salida de la harina, que iba a parar al jarnal, suelo con lajas que estaba más alto que la piedra fija, de donde salía metida en sacos. 

A la luz de un cigarro
voy al molino,
si el cigarro se apaga,
vamos al río. 

A pesar del mal estado en el que encontró los molinos de la Puebla, don Julio hizo una descripción de ellos pieza por pieza, y dejó unos dibujos que constituyen hoy auténticos documentos. Aparte de su visión a pie de obra, se sirvió para ello de una maqueta del molino de San Sebastián que le regaló su dueño para el Museo del Pueblo Español, así como de las pinturas de García Vázquez, hijo del pueblo, y de los informes de puebleños, como Celestino Luque, colaborador que siguió enviándole datos a Madrid recogidos de viva voz de un antiguo molinero, Pedro Márquez Mora. Por eso sabemos hoy que en 1924 había en la Puebla 18 molinos, 5 en el Melonar: La Herrera, El Clueca, La Jaca Pingúa, Rabasa y La Aduana; 1 en El Santo, o San Sebastián; 3 en el camino de Paymogo: Vaca, Burón, Juan Pérez; 3 en Pocillo Barrero, uno de ellos sin nombre, y el resto del tío Carrasco. Otro, conocido por su ruido: el Chinguichanga, detrás de la calle Campo; 2 en el Pozo de la Cruz; y los que faltan en el Pozo Bebé: Pajarito, el AIto y el Lagareño. Por el año 1880 -fecha que se toma como inicio de su abandono-, cada uno podía moler en día de buen viento 24 fanegas de trigo, unos mil kilos. Quien quería harina llevaba su grano, que era rociado con agua, y daba aviso al molinero, que iba por las calles con su burro y su esquila anunciándose. La molinera ahechaba o ajechaba el trigo (lo limpiaba con un harnero o criba) y, ya sacada la harina, la cargaba el molinero y la repartía en sacos a lomos del burro. Una fanega de trigo daba para 28 panes de kilo y medio de pan blanco, a treinta céntimos la pieza. El molinero cobraba su maquila, que era un almud: tres kilos y medio por fanega. 

Molino parado
no gana maquila.
Quien me traiga el grano,
llevará su harina.
A moler, a moler,
vine de mañana,
me dió anochecer. 

Los molinos -según la descripción de don Julio- eran de piedra y barro, con muros de metro y medio de grosor por siete de altura, aunque hasta el tejado medían tres metros más, todo sustentado en una base de 8 metros de diámetro, que dejaba libre un interior de unos 5 metros. Una sola puerta daba acceso a la planta baja, y una escalera de piedra de 9 escalones, sin barandilla, llevaba al piso de la maquinaria principal, de igual diámetro que la base del molino y de una altura de tres metros largos. 

A la puerta del molino
me puse a considerar
las vueltas que daba el mundo
y las que tenía que dar. 

La enumeración de las piezas del molino nos podría llevar a una exhaustiva explicación de la función de cada una; digamos que sobre la piedra fija o solera estaba la volandera, con diámetros entre 1,30 á 1,5O metros, donde penetraba el tenazón, sujeto a la lavija; tenazón que soportaba el barril y aún encima el varón del carro, terminado en pala o cola de pato, ensamblado al barril y cogido por sortijas de hierro.
Recuento de piezas que igual nos llevaría a contactar con unas palabras, perdidas en gran parte, que pudieran dar pie a un vocabulario local de enorme interés. A tenazón y piedra volandera añadamos cojinete o galápago, viga, linterna, farolillo o carro, husillos, hogazuelas, rueda de engrane, tolva o torva, panereta o pandereta, ojo de la piedra, caíllo, paleta, alivio o freno, jarnal, carro, reores, camas, rueda grande o ingenio, techo de junco, palo chamisera o chamicera, piñones, dientes, injerto o ejerto, rabo, rollete, gollete, ulambre, berlingas (4 velas y 4 puños), escota, hocico, cintero, cigüeñal, abrazaderas y las velas, desplegadas según la intención del viento. 

Tiene mi molinera
el moño blanco
de la harina que vuela
de cuando en cuando.
Un moño verde,
su cara es la amapola
que a mí me pierde. 

Las muelas eran en parte de una cantera de Medina Sidonia, pero se usaron mucho las piedras sacadas de la propia Peña en la que tenía y tiene su trono la Virgen patrona; piedras labradas por el tío Paulino, viejo picapedrero puebleño, hasta que empezaron a traerlas francesas. En su viaje de 1949 constató don Julio que el único molino que quedaba en uso era el del Santo, dato que destila un tono de lamento cuando puntualiza que ya tenía las berlinas rotas, mal de difícil remedio. 

Tengo un molinillo viejo
donde ya molía mi padre,
que se lo dejó mi abuelo
y yo no tengo a quien dejarle. 

Emocionan los datos, las palabras, los usos, los nombres de las personas que manejaron estas reliquias que fueron los grandes molinos de la Puebla, naves con sus velas abiertas para recibir los vientos del Andévalo, que convertían el esfuerzo y el ingenio en el pan nuestro de cada día. Emociona el paisaje marco, tan magistralmente descrito por Manuel Chaparro Wert ese año de la primera visita de Caro Baroja, 1949: 

El mar manda luces pálidas
desde las costas de Huelva,
y el Andévalo, lejano,
se arrodilla entre la niebla.
En un alcor se destaca
el dibujo de la Iglesia
que hace farol de su torre
con resoles en la flecha
como sutiles plegarias
que vuelan hacia la Peña,
donde moran los amores
y consuelos de La Puebla. 

Estremece pensar que muchos de los molinos de la Puebla tuvieran como muelas trozos de piedra cercanos a la Peña de la Virgen, como si la Patrona los hubiera guardado como viejas herramientas para el mantenimiento de sus hijos. Advocación de la Peña en Puebla de Guzmán extendida, con el mismo viento que alimentó el cuerpo, a otras latitudes de nuestra geografía como alimento del alma... Alfajarín y Calatayud, en Zaragoza, Aniés y Graus, en Huesca, El Cabaco, en Salamanca, Sepúlveda, en Segovia, Pitarque, en Teruel, Congosto, en León, Briguega, en Guadalajara, Fuerteventura, en Canarias. 

Viste la molinera
zapato blanco,
y el pobre del molinero
anda descalzo. 

Romería de la Peña, de la que, aparte de la descripción de los molinos y del gozo de constatar la riqueza etnográfica que contenía Puebla de Guzmán, escribió don Julio que había visto “muchas ermitas, muchos santuaarios, muchas fiestas campestres y patronales, pero esta de la Virgen de la Peña me hace recordar lecturas de textos clásicos”. Él la sentía más vinculada “con el ambiente piadoso de los siglos XVI y XVII que con las romerías de otras partes de España. Esta romería mantiene un espíritu lejano al de estos tiempos. En esta Andalucía, con fama de arabizada, sorprende el culto a la Virgen de la Peña, porque en forma y espíritu es lo más cristiano viejo que cabe imaginar”. 

Galopa fuerte, Ligera,
no le temas al camino,
que a las claritas del día
tengo que estar en el molino,
junto a la morena mía. 

© Manuel Garrido Palacios © Dibujo de Julio Caro Baroja