Este hombre se levanta a una hora y se acuesta a otra, como todo el mundo. La diferencia es que mientras unos van al despacho o a la tienda, él se sitúa en mitad de una calle cualquiera, que es su taller, enciende una antorcha, que es su herramienta, y se lanza a comer fuego, que es su verdad. Enseguida se forma un corro de gente en torno suyo y alguna mano deja resbalar monedas en la lata que tiene como caja abierta, clara, transparente, a la vista del primer inspector que asome. Este hombre las recoge a cada trecho de tiempo, las guarda, descansa unos instantes y de nuevo emprende el ritual del fuego. Así durante horas, años, toda una vida. Una eternidad. Este hombre no habla, no llama al ciudadano para prometerle que va a ver cosas maravillosas, trascendentales, únicas, aunque lo sean. Se limita a hacer notar con su trabajo que el fuego que de verdad le quema la entraña no es ese que muestra, sino el del hambre, que nadie quiere ver. Y para ello pone, no su mano, sino todo su cuerpo a merced del fuego escénico, seguro de no quemarse por dentro más de lo que lo está por fuera. En su rostro se aprecian surcos de otras quemazones, como la del paro, siempre unida al sueño de ser contratado un día para algo menos ardiente y espectacular; más templado. Una parte de la gente que pasa se sorprende de ver cómo el fuego penetra en su boca y sale de ella sin que se queje, ni reclame, ni presente parte de lesiones. Son los que aplauden. Otros, más escépticos, apuntan a media voz que es un engaño. Es cuando este artista del hambre alcanza toda su dimensión al ceder a los que dudan de su trabajo el sitio y la antorcha para que comprueben la verdad y la mentira de lo que él expone públicamente. En tal caso, los críticos, rabo entre las piernas, sin más tocino en la olla, se esfuman a lomos del silencio. Más de uno de los que se paran a mirarlo quisiera poner la mano en el fuego por sacar «su» verdad adelante, como si fuera «la» verdad universal. Y ya que se trata de la Verdad con mayúscula, la mano no sufriría. Pero el pensamiento muere en la intención, a veces en la bravata, y a este hombre le gustaría ver al valiente plantar la mano en el fuego por aquello en lo que cree, aunque tuviera que salir de estampida hacia el Hospital a golpe de alarido. Quien no se quema es él, quizás porque lo que hace no lleva tintes imaginarios, ni promesas de mejorar, ni redenciones, ni futuros esperanzadores, ni ambiciones más allá de la de un palo que aguanta su vela; porque lo que lo lleva a jugar con el fuego es, simplemente, sobrevivir. Poner en tela de juicio el comportamiento ajeno es práctica habitual, deporte gratuito dentro del catálogo humano de las miserias, sea fuego o nieve lo que esté en la palestra. Lo cierto es que en este circo ambulante de la Humanidad, donde todos somos a la vez actores en la pista y espectadores en la grada, parece chocar a muchos la actuación pública de un hombre que pone, no la mano, sino todo su ser en el fuego, y no se quema.
© Manuel Garrido Palacios