François Luis-Blanc

LA RÁBIDA

Unos creen en la reencarnación, otros hacen la experiencia de pasar al otro lado del espejo. Llegando delante del monasterio de La Rábida, me siento como Colón tocando a la puerta con su hijo, el portulano secreto en la mano, lleno de ilusión. Todas mis fibras íntimas vibran al eco de un mundo visitado sobre otros continentes -iberoamericano y asiático-, en el Perú, Guatemala y en las lejanas Filipinas. La descubierta del Nuevo Mundo, la época de la Conquista, el siglo de Oro, los he vivido en Tasco en México, o Cusco en los Andes, ciudades que parecían salir del siglo XVI, apenas alteradas. Allende del Océano Atlántico, de regreso al Viejo Mundo, descubro a mi vez el otro lado del espejo en ciudades como Salamanca, Toledo, Sevilla y hoy, Huelva, en La Rábida.
A lo largo de la peregrinación por el claustro del convento es imposible no sentir una emoción al imaginar los siete años de Colón, recorridos en la lucha tenaz del hombre portador de una idea revolucionaria: viajar por una ruta marítima al Occidente para atingir el Oriente y sus fascinantes riquezas. La entrevista con el Padre franciscano en la humilde celda para exponer ese gran proyecto se torna palpable. En la sala capitular, es tentador ver detrás de los balcones, en la luz ofuscante, deslizarse las carabelas sobre las aguas unidas de los ríos Odiel y Tinto, zarpando hacia mares desconocidos para dar inicio al mayor vuelco de la historia.
Ecos de músicas antiguas surgen en mi mente... las glosas y los tientos de Antonio de Cabezón, las canciones y villanescas de Francisco Guerrero. Una voz de soprano eleva el canto sagrado del compositor, llevado por la peste en el final de este siglo mítico, y el himno a la ‘Virgen Santa’ recuerda imágenes pintadas por El Greco, versos del poeta andaluz Góngora. Los fabordones resucitan el Jardín del Edén de El Bosco, donde el misticismo de Juan de la Cruz se une a la explosión profana del Renacimiento.
Colón es ejemplo para todos de una aventura solitaria, de un paciente trabajo de convicción frente a la vida suntuaria y fútil de la nobleza, frente a la rapacidad de los negociantes, a la sospecha de los jueces de la Inquisición, defensores del dogma y de la única verdad. Ejercicio de fe en su valor propio del hombre obcecado por un mundo, animado por una vocación vista como locura por muchos.
Mi admiración no acompaña al gran navegador más allá de su primer paso en las islas descubiertas. No existe para mí tal hazaña como el descubrimiento ex nihilo de un nuevo continente. Era más bien el reencuentro de los europeos con las civilizaciones Inca y Azteca, tan ricas como nuestro Renacimiento. No es tampoco admiración, sino pena que siento al contemplar los altares rutilantes de oro de las catedrales andaluzas. El oro, lágrimas de los dioses incas; también sangre y sudor de los pueblos indios. ¿Cómo olvidar la extirpación etnocida de las idolatrías, los genocidas, la esclavitud que envilecieron esos tiempos?
Una divagación en el Museo de Huelva alrededor de las poblaciones radicadas en las tierras andaluzas y algarvías me administra su brutal verdad. Brillantes civilizaciones aparecen solamente a través de sus artefactos, piedras esculpidas, cerámicas, armas, fundaciones de edificios, estigmas humillados de los tartessos, fenicios, griegos, romanos, visigodos, almorávides... Si tantas civilizaciones perecieron bajo los golpes de invasores o bárbaros, ¿cuánto tiempo queda a la nuestra?
Frente a la estatua gigante de Colón, erecta delante del océano como un desafío al tiempo, contemplo el Siglo de Oro: es una quintaesencia de todas las edades de una vida humana. La adolescencia es el paso de la Edad Media al Renacimiento, tiempo del amor platónico de una mujer inaccesible, sublimado en la vida mística de Teresa de Ávila, tiempo del camino de purificación por el desprendimiento de todos los lazos terrestres. Viene entonces el regreso a las experiencias humanas de la vida adulta, cuando el hombre se rinde a sus deberes cotidianos sociales y familiares. La idealización de la naturaleza y el estoicismo del período barroco corresponden a la edad madura, al desánimo que nos invade frente a los horrores cometidos por la Humanidad. ¿Cómo explicar a un discípulo de la cultura francesa que la ‘náusea’ de Sartre o el sentimiento de absurdo de Camus ya lo expresaban los poetas del Siglo de Oro? Llevados por su desengaño, su deseo de retiro en ermitas solitarias, se refugiaban en la naturaleza para cultivar el estoicismo, como los clásicos romanos, el poeta Horacio, el filósofo Séneca, que por ventura era andaluz. Así, bajo el reino de un soberano absolutista, Felipe II, heredero de un imperio europeo y de todas las riquezas del Nuevo Mundo, han desfilado todas las edades y los destinos del hombre. Como delante de mis ojos, los fantasmas de un pasado glorioso.

© François Luis-Blanc