Ilyá Kamínsky





Bailando en Odesa
Ilyá Kamínsky
Colección Jardín Cerrado
Libros del Aire


"Desde su aparición en 2004, este poemario ha generado una constante ola de comentarios y reseñas entusiastas, y entre los elogios más recurrentes se ha enfatizado la exuberante imaginación de su autor, quien ha sido capaz de unir dos géneros en apariencia incompatibles: la poesía moderna y algo sugestivamente cercano a los cuentos de hadas.[...]"
© G. A- Chaves (Traductor y prologuista)

"Desfilan como aves humanas chagallianas el propio Chagall y los demás poetas que comparecen en el inconostasio de la barbarie estalinista o nazi; desfila Paul Celan, desfilan Isaak Bábel, Iosip Brodsky, Milosz, la Ajmátova o Bulgákov… quienes por ensalmo de la “razón poética” formulada por María Zambrano de repente actúan, de repente recorren Odessa conquistando muchachas en los tranvías o sacando a bailar a los taxistas."
© Miguel Veyrat (Reseña en Ojos de papel. Frag.)

Ilyá Kamínsky es crítico, traductor y profesor. Ha publicado tres libros de poesía: La ciudad santa, en ruso y en inglés, Música humana (2002) y Bailando en Odesa (2004). Por este último recibió en 2005, entre otros, el premio de la Academia Americana de Artes y Letras y la valoración entusiasta de la crítica norteamericana.
© Edit. 
ORACIÓN DEL AUTOR

Si he de hablar por los muertos, tendré que abandonar
este animal que es mi cuerpo,
deberé escribir el mismo poema una y otra vez,
porque una página vacía es la bandera blanca de su rendición.
Si he de hablar por ellos, deberé caminar
sobre el filo de mí mismo, deberé vivir como un ciego
que corre por los cuartos
sin tocar los muebles.
Sí, estoy vivo.
Puedo cruzar la calle y preguntar “¿Qué año es?”
Puedo bailar mientras duermo y reírme
frente al espejo.
Hasta dormir es orar, Señor,
yo he de alabar tu locura —y
en un idioma no mío, hablaré
de la música que nos despierta, la música
en que nos movemos. Pues cualquier cosa que diga
es una especie de súplica, y los más oscuros días
tendré que alabar.

LA TÍA ROSA

En uniforme de soldado, con zapatos de madera, ella bailaba
al inicio o al final de cada día, mi tía Rosa.
Su esposo salvó a una mujer embarazada
de una casa en llamas—escuchó risas,
la pequeña artillería de cada día—en ese incendio
se quemó los genitales. Mi tía Rosa
asumió hijos ajenos—se chasqueaba la lengua cuando ellos lloraban
y agosto bajaba las cortinas una tarde tras otra.
La vi, con tiza entre sus dedos,
escribiendo lecciones en un pizarrón vacío,
su mano se movía y el pizarrón seguía vacío.
Vivíamos en una ciudad a orillas del mar
pero había otra ciudad en el fondo del mar
y sólo los niños del lugar creían en su existencia.
Ella les creía. Colgó el retrato
de su esposo en una pared de su apartamento. Cada mes
en una pared distinta. Ahora la veo con esa foto, martillo
en la izquierda y clavo en la boca.
De su boca, un olor a ajo silvestre—
ella viene hacia mí en piyamas
peleando conmigo y con ella misma.
Las tardes son mi evidencia, esta tarde
en la que ella hunde sus manos hasta los codos,
la tarde duerme en su hombro—su hombro redondeado
por el sueño.

BAILANDO EN ODESA

Vivíamos al norte del futuro, los días abrían
cartas firmadas por un niño, una frambuesa,
 una página de cielo.
Mi abuela arrojaba tomates
desde su balcón, tiraba de la imaginación como de un mantel
sobre mi cabeza. Yo pintaba el rostro de mi madre.
Ella entendía de soledad,
escondía a los muertos en la tierra como si fueran partisanos.
La noche nos desvistió (yo le tomé
el pulso) mi madre bailó, y llenó el pasado
con duraznos y cacerolas. Con esto mi doctor se reía, su nieta
tocó mi párpado—yo la besé
detrás de su rodilla. La ciudad tembló,
un barco fantasma se hacía a la mar.
Y mi compañero de escuela inventó veinte nombres para judío.
Él era un ángel, no tenía nombre,
y sí, luchamos. Montados en tractores, mis abuelos pelearon
contra los tanques alemanes, yo guardaba una maleta llena
con poemas de Brodsky. La ciudad tembló,
un barco fantasma se hacía a la mar.
De noche, me despertaba a susurrar: sí, estuvimos vivos.
Estuvimos vivos, sí, no digas que fue un sueño.
En la fábrica local, mi padre
tomó un puñado de nieve, lo puso en mi boca.
El sol dio comienzo a su narración rutinaria,
blanqueaba sus cuerpos: madre y padre bailaban, se movían
mientras la oscuridad hablaba a sus espaldas.
Era abril. El sol lavó los balcones, abril.
Yo recuento la historia que la luz bosqueja
en mi mano: Librito, vete a la ciudad sin mí.

© Ilyá Kamínsky