José Sarria





INVENTARIO DELLE SCONFITTE
José Sarria






“Le dije que se equivocaba, / que yo no tengo pedigrí / ni sangre azul, / que mi visa no da / para más de cien euros / y que nunca podré asentar la cabeza. / Le seguí detallando mi currículum / de perdedor, las credenciales de exilado / perpetuo. Le mostré los documentos / que me validan / como un desheredado de larga duración. / Le expliqué, sin titubear, / mi teoría sobre el largo plazo / y el día de mañana. / Intenté convencerla / de que a mi lado no tendría / más patrimonio / que un incierto futuro, / y a pesar de ello, / prefirió apostar por la aventura / de acompañarme. Desde entonces / ya no he necesitado a nadie más / para compartir este / inventario de mis derrotas”.
Este libro de Poesía trae el latido entre los versos. Digo Poesía con mayúscula para apartarla del ripio subvencionado, del insufrible “¡Oigo, PatrIa, tu aflicción!”, de las odas al descubridor y de la efímera moda, “Sé que no estaré muerto / mientras pueda vivir en tu memoria; / por eso estos poemas”. Un lector de Poesía que ponga empeño en entender un lenguaje que va desde la cima excelsa hasta el envilecimiento de la palabra, sabe que el Poeta cabal no requiere anuncios, ni pastar a la sombra de trapicheos con los que alimentar su historia, ni vestir galas que tanto marcan lo que no es por dentro. A José Sarria, Poeta, le basta con decir: “Escucho mi silencio y descubro / derrotas de una vida que han servido / para ir tejiendo / con paciencia infinita, con la firme / esperanza de las causas perdidas / esta tristeza que tanto me gusta: / la esencia de mis actos, lo mejor de mí mismo”.
Viene todo esto al hilo porque ando metido en un trabajo sobre el tema y he retomado varios libros, entre ellos, el de José Sarria: “Tratado de amores imposibles” (Ed. Libertarias) en el que las posturas banales citadas se colocan al fondo de baúl de lo inútil para compartir con quien lo lea, aún en los tiempos que corren, algo tan complicadamente sencillo como es la Poesía. Uno, que no es más que un viajero que se embarca en unas páginas abiertas, disfruta del íntimo paisaje que ofrecen a ver si alcanza la isla que el libro propone.
José Sarria se interna en el mar del amor desde el primer respiro, a sabiendas de que “ninguna pasión perdura / el número de cada noche”. Y con ello se asiste a una travesía por las formas de amar o desamar que, no por eternamente arcaicas, dejan de sorprender. Página a página, como un paseante por cubierta, ve que “un amante novicio pide a la amada que le muestre su corazón, y ella se abrió una brecha en el pecho con puñal de plata”. Luego le ocurrió -a ella o a otra- que “no pudo detener su herida y el alma se le quebró en mil pedazos”. Al fin, “se ahogaba con la última tempestad”, porque “no hubo terapias, remedios ni pócimas con que calmar su dolencia”, aún con las manos aferradas “a unas viejas cartas de navegación”. A pesar de la mortal singladura “nadie dio crédito a su historia”, y menos cuando ya fue sólo espíritu para “transitar entre los caballetes de los jóvenes pintores”.
Conoce el Poeta que todos los amores son el amor, por lo que su libro, que parece contener muchos amores, deja ver que sólo un amor lo habita. Veamos el árbol del poema XV, en cuyo viejo “tronco se pueden leer inscripciones de amores eternos”, a pesar de los otoños, de las podas, de los nidos o del resurgir de su propia muerte cada primavera, porque “el amor, como todo lo imposible, es lo único real”.
Tan real es esta entrega poética de Sarria que ha hecho que un escéptico en activo navegue por ella hasta la isla donde “el hombre había estado tan cerca del amor que su corazón estuvo a punto de acabar carbonizado. // He vivido, he amado a mil mujeres. Las hubo transparentes, gráciles, esbeltas o graves y sombrías como los abismos. Mujeres de caderas infinitas, de pechos adíanos y cabellos dorados. Mujeres que me llevaron en sus brazos a otros mundos y otras que me hicieron descender a los infiernos. Mujeres de fina porcelana, dúctiles, asequibles para el amor. Mujeres convexas, atrevidas, de palabras ligeras, mirada franca y hermosa piel. Mujeres que se deshacían con el aire y se evaporaban al salir el sol. Mujeres de una noche o de una vida. De todas ellas aprendí que una mujer desnuda es capaz de desbaratar, aunque sólo sea por un instante, el rostro de la muerte”.

© Manuel Garrido Palacios