EL ANDÉVALO Y SUS MOLINOS

EL ANDÉVALO Y SUS MOLINOS
  

Molino de Puebla de Guzmán: 1 Piedra fija. 2 Piedra volandera. 3 Varón del carro. 4. 5 Pandereta. 6 Torva. 7 Travesal. 8 Galápago. 9 Carro (husillos, palillos). 10 Barril. 11 Sortijas. 12 Chamicera (viga que atraviesa). 13 Rueda grande. 14 Carretillas. 15 Canal. 16 Ejerto. 17 Rueda de engrane. 18 Dentones. 19 Rollete. 20 Jilaero. 21 Caja. 22 Rabo. 23 Reores. 24 Jarnal y pozo. 25 Caíllo. 26 Ulambres. 27 Techo. 

Alrededor del molino
tengo mis bienes,
una gata y un gato, mamita,
con cascabeles. 

En 1949 estuvieron Julio Caro Baroja y George Foster en Puebla de Guzmán, en Alosno y en El Cerro, lados que conforman un triángulo mágico en el Andévalo. Foster era por entonces Director del Institute of Social Anthropology de la Smithsonian Institution de Washington. De la Puebla escribió don Julio: “tuve la fortuna de visitar aquella villa”. En mis idas y venidas a su casa frente al Retiro, o a Itzea, en Vera de Bidasoa, le gustaba que le recordara gentes de estos pueblos, nombres de amistades de las que quedan prendidas a la memoria, en este caso, con tal fuerza, que lo hicieron volver junto a Foster en la primavera de 1950 a la Puebla por la romería de la Virgen de la Peña, patrona, el último domingo de abril, y no sólo para vivirla, sino para ahondar en su estudio. Viaje exprimido hasta la última gota, porque sumaron la romería de San Benito en El Cerro y las Cruces de Alosno: tres de las fiestas más insólitas que puedan imaginarse. 

Que muela la muela el grano,
que maquile la maquila,
que trituren las dos piedras
lo bueno que dá la vida. 

Como pocos elementos de la cultura popular pasaban ante don Julio en balde, descubrió en el paisaje las siluetas de los majestuosos molinos de viento que se asentaban por la comarca, en los que apreció diferencias notables respecto a los de otras provincias. Después de tomar de Pascual Madoz el número de molinos: 8 en Alosno, 3 en Cabezas Rubias, 1 en El Cerro, 3 en Santa Bárbara o 12 en Valverde del Camino, a los que habría que añadir los de Sanlúcar, El Almendro, Ayamonte, Paymogo, Calañas o Puebla de Guzmán, se centró en los molinos de la Puebla partiendo de las respuestas al cuestionario de Tomás López, recogidas por Bartolomé Macías y fechadas el 31 de enero de 1786, en las que reza que “en el contorno del pueblo hay 18 molinos de viento de pan moler por cuyo motivo se han atrasado muy mucho los molinos de agua de la ribera de la Cúbica, y se han perdido los que había en los ríos o riberas del Chanza y del Malagón”. 

Abre, molinero,
que vengo a moler,
un almud de trigo
para San José,
para unas poleás
muy ricas y espesas
que le pienso hacer. 

Algunas de las diferencias observadas por don Julio no estaban sólo en su sistema de aspas y velas, sino en que en el molino manchego, por ejemplo, la rueda del eje de engrane se situaba delante de la linterna y no detrás, molino en el que no existían las ruedas llamadas en la Puebla carretillas, que permitían que el giro del techo se hiciera por deslizamiento de hierros ajustados en círculo a un carril; y que mientras en el manchego, la harina caía al piso inferior por un conducto de madera, en los de la Puebla, el molinero, sentado en el marranillo, regulaba con el alivio la salida de la harina, que iba a parar al jarnal, suelo con lajas que estaba más alto que la piedra fija, de donde salía metida en sacos. 

A la luz de un cigarro
voy al molino,
si el cigarro se apaga,
vamos al río. 

A pesar del mal estado en el que encontró los molinos de la Puebla, don Julio hizo una descripción de ellos pieza por pieza, y dejó unos dibujos que constituyen hoy auténticos documentos. Aparte de su visión a pie de obra, se sirvió para ello de una maqueta del molino de San Sebastián que le regaló su dueño para el Museo del Pueblo Español, así como de las pinturas de García Vázquez, hijo del pueblo, y de los informes de puebleños, como Celestino Luque, colaborador que siguió enviándole datos a Madrid recogidos de viva voz de un antiguo molinero, Pedro Márquez Mora. Por eso sabemos hoy que en 1924 había en la Puebla 18 molinos, 5 en el Melonar: La Herrera, El Clueca, La Jaca Pingúa, Rabasa y La Aduana; 1 en El Santo, o San Sebastián; 3 en el camino de Paymogo: Vaca, Burón, Juan Pérez; 3 en Pocillo Barrero, uno de ellos sin nombre, y el resto del tío Carrasco. Otro, conocido por su ruido: el Chinguichanga, detrás de la calle Campo; 2 en el Pozo de la Cruz; y los que faltan en el Pozo Bebé: Pajarito, el AIto y el Lagareño. Por el año 1880 -fecha que se toma como inicio de su abandono-, cada uno podía moler en día de buen viento 24 fanegas de trigo, unos mil kilos. Quien quería harina llevaba su grano, que era rociado con agua, y daba aviso al molinero, que iba por las calles con su burro y su esquila anunciándose. La molinera ahechaba o ajechaba el trigo (lo limpiaba con un harnero o criba) y, ya sacada la harina, la cargaba el molinero y la repartía en sacos a lomos del burro. Una fanega de trigo daba para 28 panes de kilo y medio de pan blanco, a treinta céntimos la pieza. El molinero cobraba su maquila, que era un almud: tres kilos y medio por fanega. 

Molino parado
no gana maquila.
Quien me traiga el grano,
llevará su harina.
A moler, a moler,
vine de mañana,
me dió anochecer. 

Los molinos -según la descripción de don Julio- eran de piedra y barro, con muros de metro y medio de grosor por siete de altura, aunque hasta el tejado medían tres metros más, todo sustentado en una base de 8 metros de diámetro, que dejaba libre un interior de unos 5 metros. Una sola puerta daba acceso a la planta baja, y una escalera de piedra de 9 escalones, sin barandilla, llevaba al piso de la maquinaria principal, de igual diámetro que la base del molino y de una altura de tres metros largos. 

A la puerta del molino
me puse a considerar
las vueltas que daba el mundo
y las que tenía que dar. 

La enumeración de las piezas del molino nos podría llevar a una exhaustiva explicación de la función de cada una; digamos que sobre la piedra fija o solera estaba la volandera, con diámetros entre 1,30 á 1,5O metros, donde penetraba el tenazón, sujeto a la lavija; tenazón que soportaba el barril y aún encima el varón del carro, terminado en pala o cola de pato, ensamblado al barril y cogido por sortijas de hierro.
Recuento de piezas que igual nos llevaría a contactar con unas palabras, perdidas en gran parte, que pudieran dar pie a un vocabulario local de enorme interés. A tenazón y piedra volandera añadamos cojinete o galápago, viga, linterna, farolillo o carro, husillos, hogazuelas, rueda de engrane, tolva o torva, panereta o pandereta, ojo de la piedra, caíllo, paleta, alivio o freno, jarnal, carro, reores, camas, rueda grande o ingenio, techo de junco, palo chamisera o chamicera, piñones, dientes, injerto o ejerto, rabo, rollete, gollete, ulambre, berlingas (4 velas y 4 puños), escota, hocico, cintero, cigüeñal, abrazaderas y las velas, desplegadas según la intención del viento. 

Tiene mi molinera
el moño blanco
de la harina que vuela
de cuando en cuando.
Un moño verde,
su cara es la amapola
que a mí me pierde. 

Las muelas eran en parte de una cantera de Medina Sidonia, pero se usaron mucho las piedras sacadas de la propia Peña en la que tenía y tiene su trono la Virgen patrona; piedras labradas por el tío Paulino, viejo picapedrero puebleño, hasta que empezaron a traerlas francesas. En su viaje de 1949 constató don Julio que el único molino que quedaba en uso era el del Santo, dato que destila un tono de lamento cuando puntualiza que ya tenía las berlinas rotas, mal de difícil remedio. 

Tengo un molinillo viejo
donde ya molía mi padre,
que se lo dejó mi abuelo
y yo no tengo a quien dejarle. 

Emocionan los datos, las palabras, los usos, los nombres de las personas que manejaron estas reliquias que fueron los grandes molinos de la Puebla, naves con sus velas abiertas para recibir los vientos del Andévalo, que convertían el esfuerzo y el ingenio en el pan nuestro de cada día. Emociona el paisaje marco, tan magistralmente descrito por Manuel Chaparro Wert ese año de la primera visita de Caro Baroja, 1949: 

El mar manda luces pálidas
desde las costas de Huelva,
y el Andévalo, lejano,
se arrodilla entre la niebla.
En un alcor se destaca
el dibujo de la Iglesia
que hace farol de su torre
con resoles en la flecha
como sutiles plegarias
que vuelan hacia la Peña,
donde moran los amores
y consuelos de La Puebla. 

Estremece pensar que muchos de los molinos de la Puebla tuvieran como muelas trozos de piedra cercanos a la Peña de la Virgen, como si la Patrona los hubiera guardado como viejas herramientas para el mantenimiento de sus hijos. Advocación de la Peña en Puebla de Guzmán extendida, con el mismo viento que alimentó el cuerpo, a otras latitudes de nuestra geografía como alimento del alma... Alfajarín y Calatayud, en Zaragoza, Aniés y Graus, en Huesca, El Cabaco, en Salamanca, Sepúlveda, en Segovia, Pitarque, en Teruel, Congosto, en León, Briguega, en Guadalajara, Fuerteventura, en Canarias. 

Viste la molinera
zapato blanco,
y el pobre del molinero
anda descalzo. 

Romería de la Peña, de la que, aparte de la descripción de los molinos y del gozo de constatar la riqueza etnográfica que contenía Puebla de Guzmán, escribió don Julio que había visto “muchas ermitas, muchos santuaarios, muchas fiestas campestres y patronales, pero esta de la Virgen de la Peña me hace recordar lecturas de textos clásicos”. Él la sentía más vinculada “con el ambiente piadoso de los siglos XVI y XVII que con las romerías de otras partes de España. Esta romería mantiene un espíritu lejano al de estos tiempos. En esta Andalucía, con fama de arabizada, sorprende el culto a la Virgen de la Peña, porque en forma y espíritu es lo más cristiano viejo que cabe imaginar”. 

Galopa fuerte, Ligera,
no le temas al camino,
que a las claritas del día
tengo que estar en el molino,
junto a la morena mía. 

© Manuel Garrido Palacios © Dibujo de Julio Caro Baroja
 

JUAN RAMÓN DE FONDO

 JUAN RAMÓN DE FONDO

Tengo por uno de los poemas más bellos que se hallan escrito jamás el que el poeta siente como Viaje Definitivo. Dice así:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando,
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron,
y el pueblo se hará nuevo cada año,
y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico.

Y yo me iré, y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
En 1986, recién salido a la luz tras una ceguera de meses, fue el poema el que me llevó a rodar la película ‘Juan Ramón de fondo’ (55 min.) para una de las series televisivas en las que andaba inmerso en ese momento: La Duna Móvil. Reuní para ello a poetas locales y, sin salir del ámbito de Moguer, procuré dejar en el celuloide una visión de Juan Ramón Jiménez en las voces de los que participaron: nombraré a los que ya no viven: Figueroa, Feria, Arcensio o Abelardo. Rodé ajeno a prejuicios y a las diferencias que existían entre ciertos poetas; me refiero a ese incesante ‘que si tú que si yo’ destructivo capaz de dar al  traste con una energía que quizás produciría fruto más noble de mediar la elegancia y no la acidez, la voluntad y no las neuras revueltas. Mi idea era integrar a representantes de todos los grupos, sin importarme lo que A tuviera contra B, C o Z y viceversa (¡qué cruz!), con idea de hacer una breve antología filmada del momento poético en el ámbito juanramoniano. La película se hizo, aunque, salvando honrosas excepciones de saber estar, que no abrieron el pico en todo el rodaje ni para bien ni para mal- recibí presiones constantes sobre a quién tenía que ‘sacar’ en el film y a quién no ‘porque patatín patatán’, llegando alguno al punto de decirme que no lo pusiera ‘al lado de mengano o de sutano’. Por supuesto, no lo puse ‘al lado’, sino frente por frente, con lo cual solventé el absurdo capricho. Mi equipo y yo habíamos visto a mucha gente rara por esos mundos, pero no tanto por tan poca cosa. Incluso otro alguien, o el mismo, se atrevió a plantearme que ‘si venía fulano, él se iba’. Harto de tanta miseria, le respondí: ‘Pues vete’. No se fue, claro.
Ahora que se homenajea al Nobel -precisamente con el título de la película: Juan Ramón de fondo, aunque sin nombrarla, claro- he querido tomar esta nota que me ha venido a la mente como breve recuerdo de aquel trabajo. La memoria hace su balance y ve que, de entonces acá, poco han cambiado los protagonistas; unos han permanecido en su sitio, con una integridad que emociona, y otros, no sólo han seguido el camino ya marcado entonces por la soberbia y la estupidez, sino que lo han superado con creces, posiblemente porque les dio tiempo para ensayar.
Ando en tratos para hacer una segunda parte del apasionante mundo  juanramoniano. En principio, y vista la experiencia, se rodaría en Puerto Rico con poetas y testimonios de allá y contaditos de acá. Juan Ramón Jiménez merece ese respeto.

© Manuel Garrido Palacios

PLATERO Y NOSOTROS

Eduardo Lolo
PLATERO Y NOSOTROS
(Estudio crítico)
Alexandría Library
Miami

El Dr. Eduardo Lolo (Cuba, 1948) De la Academia Norteamericana de la Lengua Española de Nueva York, es autor de varios libros de crítica y estudios literarios: Las trampas del tiempo y sus memorias (1991), Mar de Espuma. Martí y la Literatura Infantil (1995), Un huésped no invitado. La voz tangencial del indio en la literatura hispana (2001) y Después del rayo y del fuego. Acerca de José Martí (2003). Entre sus galardones están el Premio Letras de Oro del Instituto de Estudios Ibéricos (España/EE.UU.) y la Medalla de Plata a intelectuales extranjeros de la Société Académique d'Éducation et d'Encouragement, de Francia. Poemas y ensayos suyos han aparecido en numerosas compilaciones, antologías y publicaciones periódicas de América y Europa.
Este ensayo intenta determinar el género literario y el movimiento estético asociados a Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Basado en los esfuerzos que le precedieron, haciendo uso de las más modernas técnicas de análisis literario, el autor examina a fondo los personajes, el lenguaje y la estructura narrativa de la obra en su totalidad. Se trata de un conciso.estudio ideado para profesores, estudiantes de literatura y para el lector interesado en profundizar sus conocimientos sobre la famosa obra y su autor.

© Ed.

Rafael Montesinos

CANCIÓN DE ALÁJAR

¿Inventaría yo Alájar,
con sus calles, con su torre,
con su peña y con su plaza?
¡Ay, tiempos que yo viví!,
cuando mi tiempo se acaba
Alájar me inventa a mí.

© Rafael Montesinos
© Foto MGP
© En ‘Una particular inspiración poética en la Sierra’, artículo de José Mora Galiana  VIII Jornadas del Patrimonio. Cumbres Mayores. Abril, 1993. Cuadernos de Alájar, 1988

Patricia Chapela Cabrera

 
CRÓNICA DE UNA MINERA
por
Patricia Chapela Cabrera

Hace mucho, el tiempo había anestesiado las ganas, los anhelos y la ilusión. Una fragua de vulcano en sus ojos fundía los recuerdos. Su cabeza aún sostenía, imaginariamente, la bandeja que portaba la sustancia natural, sólida y sin vida: maclas y menas que alimentaban los sueños. En la mina, una barcaleadora más; una de tantas que iban y venían por el piso pulverulento de roca sulfurosa. Su falda, de tela henchida por el movimiento eólico que emergía de entre aquellas piedras calientes, tiznaba en azabaches.
En su olfato aún mantenía intacto el olor azufrado que desprendían aquellos cantiles grises y negros. Su turno comenzaba a las seis de la mañana en los días de tajo, y en otros en los que no azuzaba la mina, viajaba a la capital en El Viajero para vender las materias del huerto y los huevos de gallinas camperas, regresando con el sustento en sus bolsillos.
Era como vela cangreja del bergantín que asoma desafiante frente a las costas, la mayor de las lonetas, junto al céfiro raudal que impulsaba la nave para flotar a los suyos. Esposa, madre, amante, hija…era tantas mujeres a la vez, que apenas podía contener en su ego, todos los vínculos de su familia minera.
Una mañana, la vaca, bocina histérica anunciadora de turnos, paradas y otras cosas, suspiró quebrando el aire. Una voz de nadie corría con el mensaje que no quería ser escuchado.
Ella, que había parado la tarde para las tareas domésticas mientras su amor se había sumergido en la galería como otro día cualquiera, sintió un murmullo que llegó hasta el umbral de su puerta; algo espantoso había ocurrido en lo abisal. Desprendimientos de esquitos, mineral y rocas asomaban a la puerta de algún pozo. La tarde languidecía, la camilla era portada por dos hombres que, entre lágrimas, llegaban prestos al hospital minero.
La noche partía entre sollozos y bramidos. Otro minero más. Su minero.
Permaneció con una mueca inerte; su mente traicionera la había trasladado a otros tiempos que erizaban el vello. Una minera más, perdida en el horizonte, buscando respuestas caducadas. Otra viuda del mineral.

© P.Ch.C.

Laboreos de desmonte en Filón Norte. Tharsis. Alosno. Huelva. Fotografía: Archivo Personal de S.G. Checkland. Glasgow (Escocia) © Propiedad de A Cielo Abierto. Patrimonio, Turismo y Desarrollo.


 

Revista de Folklore nº 405

Revista de Folklore nº 405
Urueña. Valladolid

Sumario:

Editorial de Joaquín Díaz (Director)
Aunque la potencia en la emisión de la voz era un factor determinante para los buenos oradores sagrados, no todos los predicadores poseían la fuerza ni el volumen de san Vicente Ferrer (quien repetía allá donde iba su famoso timete Deum con voz poderosa y bien timbrada) por lo que, al parecer, tuvieron que recurrir muy frecuentemente a la insospechada ayuda que les proporcionó una especie de vas spirituale amplificador llegado directamente del taller de un alfarero... +

Ignacio Javier Gil Crespo

Alfredo Blanco del Val

Arturo Martín Criado

Grupo de Estudio del Sur


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Disponibles en formato PDF los números anteriores y la base de datos desde el primer número de la revista, que puede ser consultada en formato web.

Avelino Mallo

AVELINO MALLO PALACIOS
Tintura sobre tela
(Exposición Wasted Land · 200x150 ct.

Antonio de la Torre

Atardecer en la Ría de Huelva
Óleo sobre lienzo (1905)
Antonio de la Torre (Murcia, 1862- 1918)
Museo Provincial

ÇA VA?

ÇA VA?
Revista Colegio Molière
2015

François Luis-Blanc

François Luis-Blanc
A PASSAGEIRA DE IPANEMA
(Novela)
Tradução. Isa Mestre
Prémio Glória Marreiros 2015
Ajea Edições
Faro (Portugal)

PRESENTACIÓN DE NOVELA

Miércoles 25 noviembre 2015 · 7’30 de la tarde
Universidad de Huelva · Campus de La Merced
Presentación de la novela
TOUCHES BLANCHES, TOUCHES NOIRES
de
Manuel Garrido Palacios

publicada por Éditions Le Soupirail (Francia)
traducida del español por
Marie-Claire Durand Guiziou y Jean-Marie Florès
Moderará el acto y leerá un mensaje de la
Academia Norteamericana de la Lengua Española
de Nueva York: Francisco José Martínez López.
Presentará la obra: François-Luis Blanc.
Leerán párrafos Inés, Manuel Pablo y Paula, del Colegio Molière
Abrirá el coloquio: Manuel Garrido Palacios.

L'ABANDONNOIR

EL ABANDONARIO
M. Garrido Palacios 
1ª Edición. Editorial Calima · Mallorca
  
L'ABANDONNOIR
M. Garrido Palacios
Trad. de l'espagnol
Isabelle Toledo et William Rozenblat
(Littérature. Europe)
2ª Edición. Editorial L'Harmattan · Paris

Manuel Garrido Palacios nos entrega en 'EL ABANDONARIO' su apasionante novela. Dedicado profesionalmente al cine y a la etnografía, sólo en estos últimos años ha ido publicando libros de ficción literaria. El sorprendente EL CLAN Y OTROS CUENTOS (Ed. Calima, Palma de Mallorca) y esa variopinta fábula titulada NOCHE DE PERROS (Ed. AR, Sevilla, Calima, Mallorca y L'Harmattan, Paris) nos mostraban ya a un narrador premioso conocedor de su oficio y exhaustivo gozador de la alta, rica tradición castellana. En ambos libros latía el aliento de un hombre entrañado, investido en lo popular, en el que la ironía, el escepticismo, la retranca..., nos daban cuenta de un mundo personal, entretejido de realidad y ficción mágica, con un pie puesto en los estribos de la picaresca (con esa visión escéptica, amargosa del mundo) y el otro en ese prolijo mundo de lo escéptico y de lo soterráneo que encontramos también en la vasta tradición castellana, desde Cervantes a Rulfo, desde Quevedo a Valle o al Cela del Pascual Duarte. Pareciera que todos esos largos años emboscado detrás de la cámara, atento a las luces y a las penumbras, a las voces y al silencio, hubiesen propiciado en el autor un caudal vivo de sombras y máscaras que ahora, en su faceta más propiamente creativa, se nos revelan en toda su concertante, apabullada realidad. Estas tres coordenadas: la tradición escéptica, la visión mágica y el lenguaje popular , más que presentes en sus dos libros de relatos, constituyen ahora el soporte literario de este libro (EL ABANDONARIO) tan sorprendente como impagable. EL ABANDONARIO es un viaje hacia los médanos interiores de una memoria que se resiste a reconocerse en los parámetros realistas o mecanicistas, donde los hechos quedaban sepultados, envilecidos por un proceso de afirmación histórica o ramplonamente temporal. Muy al contrario, lo primero que sorprende en esta novela, es precisamente la ausencia del tiempo. El recuerdo, la memoria, ajenos a la contaduría de las horas, se superponen, se erigen, vivifican la realidad, construyendo una reconocible fantasmagoría de hechos simultáneos y envolventes que atrapan al lector ya desde sus primeras líneas, aventurándolo a un mundo de una sencillez, de una fantasía desaforada. En realidad, lo que Manuel Garrido Palacios, persigue a lo largo de esta obra inolvidable es recrear, alentar, producir una atmósfera interior reconocible, en la que vida y muerte, realidad y magia se entretejan de una manera creíble y lo que es más importante, natural, en torno a los pellizcos de la vida. Pero si ya en su larga obra cinematográfica Garrido Palacios trata de recoger la devastada memoria de los pueblos, afirmándolos en su identidad y sublimando precisamente aquellos elementos que hacían palpable esa identidad, aquí, en esta, su primera novela, se nos propone una vuelta de tuerca al introducirnos en un mundo de resonancias míticas que nos agarra desde la pura y abstracta identidad y donde el lenguaje, de una llaneza casi cegadora, consigue por sí mismo convertirse en el absoluto protagonista de esta historia en la que un muerto relata a quien lo vela la historia de un pueblo fenecido, atrapado en su propia fantasmagoría. Nos hallamos, pues, ante una novela sorprendente que consigue imantar al lector a las primeras de cambio, para mantenerlo en vilo durante toda la deslumbrante travesía. Y es que Garrido Palacios, seguro de su oficio, capaz de descubrir una atmósfera en unas pocas líneas, lejos de adentrarse en un discurso atolondradamente lírico, prefiere ponerse en manos de la naturalidad, de la fluidez de la palabra dicha, oída, metida en la matriz y en el estómago. Será, así, a través de los personajes que hablan a través del muerto, que se construya la peculiarísima memoria de Herrumbre, ese pueblo acosado por la nada, y cuya historia es la que se va enhebrando a lo largo de todo el libro. Mamuel Garrido Palacios se ha limitado, parece y aquí estriba gran parte del éxito del relato a dar sentido a todas esas voces, ordenándolas de manera que el lector se reconozca en cada una de ellas, removiendo en él los más dormidos soportales de la memoria. Una novela, en definitiva sugeridora y valiente, escrita con toda el alma, que se reconcilia con el arte de la prosa, tan demacrado, tan envilecido últimamente. Sin duda, y acabamos, una de las novelas más deslumbrantes escritas en los últimos tiempos en la lengua de Rojas, Cervantes o Rulfo.

© Manuel Moya (España)

El Abandonario es una novela de Manuel Garrido Palacios construida como las antiguas tragedias griegas. En vez del carro sobre el cual el primer dramaturgo declamaba la historia de los héroes míticos para concurrir al premio representado por un bode (tragos), estamos en presencia de un muerto en su ataúd durante la vigilia que le hace el último vecino, mudo de soledad, en un pueblo perdido. En su soliloquio, el muerto hace desfilar a todos los habitantes que hubo en dicho pueblo con las anécdotas cotidianas, las intrigas, amores, odios y alegrías posibles de un lugar extinguido. La simplicidad brutal de los eventos, la unidad de tiempo y de espacio, las voces de los muertos que suben como un coro, parecen los elementos de una tragedia mediterránea que bien podría ser de Esquilo. Igual que en la vida, se reflejan también los momentos crueles o divertidos, las escenas burlescas, el humor corrosivo, la amargura, la pobreza y el hambre conocidos por tantas criaturas de la posguerra civil española. Ese pueblo escondido, llamado Herrumbre, es un microcosmos pero abarca toda la vida y la vida de todos nosotros. Conociendo el pasado del autor, escritor especializado en la etnografía, viajero y cineasta, el lector podría pensar que se trata de una obra de recopilación de cuentos, leyendas o anécdotas cosechadas durante toda una vida en contacto con los pueblos más rancios de España. Pero no. Pasa por la obra un soplo épico, una grandeza que solamente una experiencia vivida puede desenlazar y ofrecer. En efecto unas confidencias del autor confirman que muchas escenas son trasposiciones de su infancia en un pueblo similar a Herrumbre. Reviven los sonidos, los sabores, los rumores de ese mundo que hoy se desvanecería en el olvido si el autor no lo hubiera conservado en su memoria para nosotros.Hay en la novela El Abandonario unas invenciones lingüísticas que harán las delicias del lector. La riqueza del vocabulario, a veces inventado o inspirado en el lenguaje hablado, de los refranes, de los insultos, de las canciones populares, hace del texto una enciclopedia de la sabiduría del mundo rural, de un universo en desaparición. Existen escenas muy innovadoras en literatura, tal vez por influencia de la técnica cinematográfica, como por ejemplo, cuando se mezclan en el texto todas las conversaciones sobre la plazoleta del pueblo, como un rumor de fondo, donde respira la vida trivial de los habitantes. O cuando se entrecruzan los comentarios de las personas que preparan los pestiños en la cocina, escuchados por el niño desde su alcoba, donde fue recluido para que no incomodara los preparativos. Ese niño de ayer es el autor que escucha hoy las reminiscencias de estas voces de la felicidad simple.El lector francés entrará sin preámbulo en ese mundo mediterráneo ya familiarizado por sus lecturas de las novelas de Marcel Pagnol o Jean Giono. El Abandonario, de Manuel Garrido Palacios, no necesita de reflexiones metafísicas o escatológicas en ese contexto de vigilia mortuoria donde flota el espíritu colectivo resignado tanto a la vida como a la muerte.

© François-Luis Blanc (Francia)

Edith Wharton

Edith Wharton
CUENTOS INQUIETANTES
Traducción de Lale González-Cotta
Editorial Impedimenta
‘Ningún adicto a Wharton que se precie de serlo
debería pasar sin este libro.’
(Los Angeles Times)

Memoria de las Tormentas

Memoria de las Tormentas
Manuel Garrido Palacios
Calima Edit. Palma de Mallorca
Foto: Héctor Garrido

Manuel Garrido Palacios es un sólido narrador del que se debería hablar más, pero por razones que ignoro no se hace lo suficientemente, a pesar de que posee una obra de contrastada calidad literaria. 
“Memoria de las tormentas” pertenece junto con “El Abandonario” y “El Hacedor de Lluvia” a la “Trilogía de Herrumbre”. Por momentos, al leer esta novela, me han venido a la memoria Castroforte del Baralla, sede y alma de “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester, “Volverás a Región” de Juan Benet y “Celama” de nuestro admirado Luis Mateo Díez; pero también a Camilo José Cela en el gracejo de la narración y en la soltura compositiva. “Memoria de las tormentas” es, incluso, una reminiscencia de los espacios rurales tan extraordinarios que ha creado la literatura latinoamericana por obra del gran Rulfo, de Borges, de Vargas Llosa, de García Márquez... 
Garrido Palacios con esta obra desciende a la memoria a través de una anciana cercana a los cien años, doña Dulcedumbre, que va conformando la historia de Herrumbre y la historia personal (una especie de nueva Úrsula Iguarán (el personaje mágico de “Cien años de soledad”), etérea y fantasmal, que posee una enorme fuerza como creación literaria personal y propia, a pesar de las evocaciones aludidas. 
A través del esquema narrativo de la historia contada a “un caballero” que llega al pueblo, la voz homodiegética del personaje se hace presente y cuenta desde la primera persona y a través del monólogo interior sus vivencias, sus sensaciones y sus desencuentros con el mundo y sus habitantes: “No quiero cansar al caballero. He contado esto tantas veces que me he convertido en la historia misma. Ya ve que voy de mis recuerdos a mis recuerdos a través de mis recuerdos” (p. 21). En otro momento le insistirá a su receptor: “Le cuento a usted lo poco que sé, tres migajas, ¿qué podemos saber unos de otros?” (p. 120). Estamos ante la narrativa oral que la memoria en pequeños trazos construye, y es Dulcedumbre con su ánimo, su gracejo y su tristeza la que nos va envolviendo en ese aire sorprendente conformado por los trazos agridulces (como su propio nombre) de la existencia: “¡Ah!, mi cabeza es un saco de historias en el que meto la mano y saco jirones” (p. 34). Aunque, en realidad, podríamos considerarla una intermediaria de la abuela Bonaparte, que fue la que contó estas historias después de darle un sorbo largo al aguardiente. Un homenaje a la memoria, que como dice Dulcedumbre, no puede ser amordazada ni ser pasto del olvido. Pero, aparte del rico anecdotario que encuentra el lector, plagado de fantasmas y seres mágicos, la historia de Dulcedumbre permite adentrarnos en una filosofía de vida, en un modelo cuasi moral, si me apuran, profundamente humano, en el que gastó su vida, complaciendo siempre a los demás pero sin ser complacida. 
Una España atrasada y esperpéntica, múltiple, abigarrada y plural conforma esta agridulce obra en la que la paleta negra está muy presente, un color que ha sido consustancial a nuestra historia como pueblo. Goya nunca se equivocó con sus cuadros del Callejón del Gato y tampoco Valle con don Latino de Híspalis y Max Estrella. Una España de espejos deformados y personajes al filo del esperpento o ya esperpentos propiamente. Y el absurdo mayor surge en estados de guerra: “Toma una escopeta y a pegar tiros. ¿Contra qué? Tú tiras en esa dirección y no preguntes (…) Detrás se esconden los malos, el enemigo. Cualquiera es el enemigo” (p. 31). 
Dulcedumbre, veinte años, se va con el seminarista a la capital, donde trabajará en una taberna, y deja Herrumbre, su pueblo, que alguien le había dicho que no existía en el mapa. Pero el enamoriscamiento duró poco y pronto se casa con otro. Se van intercalando historias como la del pariente Onofre, o de Onésima que cazaba gatos por hambre, la historia de Teresona, el político Donglorio (sobre el que ironiza constantemente), la historia de Remilga que nos ha retrotraído a los esquemas y el espíritu de la narrativa picaresca española. De hecho en la página 62 hay una alusión expresa a obras como “Lazarillo de Tormes” y “Guzmán de Alfarache”, y ese texto, casi textos de textos que es el “Himnario”, presidiendo como memoria común de unos seres que pedían que se diera fe de la existencia del pueblo y acompañaba a Dulcedumbre siempre. 
Los efluvios amorosos de Tío Livio y la burra Mica, que nos adentran por una geografía humana escabrosa y triste en torno a una sexualidad mal entendida, por no hablar del mocito de Herrumbre que “se daba maña en masturbar a los muchachos, llegando a hacer dos pajas distintas al mismo tiempo con bastante arte” (p. 40). Y surge entonces una evocación evidente de la novela “Mazurca para dos muertos” de Cela, que le valió el Premio Nacional de Narrativa. Sexo y hambre como elementos que trascienden el discurso narrativo de Dulcedumbre y nos adentran en un imaginario colectivo. 
Una de estas historias es la de Rufina, que le cortó el pene a su amante, y cuando así hizo, dijo: “Se acabó la comedia” (p. 81). O la historia de la muchacha que se dedicaba a enseñar sus bragas al Cuartoquilo diciéndole para lo que servían éstas: “Las bragas sirven para guardar el coño” (p. 83). Un valor simbólico el de todas estas historias que emergen como una imagen en sepia de época, en un país, en unas circunstancias dominadas por una absurda y sangrienta represión en todos los ámbitos de la vida cotidiana. También tiene su gracejo y suculencia la historia de Onésima, a la que rondaba un viajante de libros, Fructuoso, que era muy respetado en el pueblo por su forma de pronunciar el nombre de los autores de los libros, entre los recomendados estaban los de un tal Somersemogan (William Somerset Maugham, escritor inglés de mediados del XX) y el Masensevadermé (Maxence Van der Meersch, francés, autor de Cuerpos y almas). Y cuando la Onésima se quedó preñada, le dijeron: “¡Mira que dejarte empreñar! Ella contestó: Es que es de un inglés”. Historias que conforman un paisaje humano, un mundo, una creencia y sobre todo una filosofía de vida que muestra el atraso y la incultura de un pueblo: “En Herrumbre no hay listura. Quería decir cultura, pero le salía listura” (p. 106). Una España dura en la que los niños iban poco tiempo a la escuela porque enseguida los ponían a cuidar el ganado, aunque sería al cabo la Naturaleza su maestra. Esta imagen genera también una ambientación costumbrista a la que no es ajena la novela y una incidencia manifiesta de un espíritu de época donde la desfloración y el sexo formaban parte directa de sus vidas de modo permanente. Y en esa complacencia por los elementos que conforman la cultura del pueblo, uno de los capítulos (pp. 120-127) está centrado en el análisis de la lengua. Y entre otras cosas dice: “Abuela Bonaparte no soportaba que dijéramos peo en vez de pedo (…) Peo y pedo huelen igual, pero tienen su distingo (…) Sepa usted que el jigo que usted pronuncia es una barbaridad (…) No hagamos una guerra por una letra, que de una u otra forma lo que yo quiero decir es que estoy hasta el coño (…) Había que decir cataplines por cojones (…) En la taberna de Mateo aprendí lo que corta el alma una mirada y también palabras nuevas”. Creemos que en este ámbito está también presente el espíritu de Camilo José Cela en el gracejo, en la socarronería, en la construcción deformada de los personajes y en la degradación de una sociedad atrasada con tan solo pequeños y significativos trazos. 
Pero desde luego, algo que siempre en los pueblos es bastante recurrente es la trascendencia del paso del tiempo, la relación con el silencio y la diferencia de éste con la capital pues las cambios sólo llegaban a aquél después de años; noticias que se habían producido hacía tiempo se tomaban como una novedad al cabo, y la huida de un lugar que todos odiaban cuando en realidad lo que odiaban era un época, un modo de vida, un pensamiento que va organizado a través de una aleatoria presencia de historias breves y poemas que ayudan a comprender la filosofía subyacente, como éste:

Qué pueblo tan raro,
tan extraño éste,
sale el Sol por la mañana
y por la tarde se vuelve;
debajo de cada techo
un potajillo se cuece
y al fondo de cada olla
hay un Herrumbre silente,
un Santrás, un Carriponte
y un cabezo Lajareque;
pucheros en las cocinas,
leche, leche, leche, leche... 

En esta novela también hay frases para la posteridad y modelos: “Más une el hambre que el amor” (p. 46); “Somos porciones de la gran nada” (p. 65); “No hay que ponerle más música a la verdad, que luego lo que sale es el cuento del membrillo” (p. 78); “El amor es un lujo; el odio anida donde falta el amor. Diría que el amor es un odio agazapado y el odio es un amor en trance” (p. 78); “Cada mujer era un mundo y cada hombre un proyecto” (p. 78); “Toda época es un tránsito y que sólo vives en el instante en el que percibes que vives, ese que es inmedible porque parece eterno” (p. 79); “Ahora sé que un pedante puede ser un imbécil montado en un libro” (p. 94)… Una de las más suculentas es ésta: “A uno que andaba en trance de muerte el cura le ofreció ir al Paraíso y el tal le dijo: Déjese de tonterías; como en mi casa no voy a estar en ningún sitio.” (p. 173). 
En definitiva, “Memoria de las tormentas” es una novela que conforma un mundo propio, la España del franquismo, una España atrasada e inculta en la que los personajes deambulan en torno a instintos y situaciones absurdas. Conforma una época y un modo de ser y de estar en el mundo.

© Francisco Morales Lomas / Papel Literario. Málaga 

Manuel Garrido Palacios nos enseñó que había una geografía oculta, desdeñada por los vientos de la modernidad y plagada de seres anónimos; con él aprendimos a través de sus programas de televisión las distintas representaciones de lo popular, todo un compendio etnográfico de las personas. Podemos decir que a estas alturas Garrido Palacios se ha convertido en un personaje de un imaginario: el de la generación que vio entrar el televisor en casa y que descubrió un mundo que por rural y anónimo era ocultado con algo de vergüenza. Tras esa andadura, muchos son los testimonios que podemos encontrar de la obra de esta andaluz: una vasta bibliografía que se hace transcriptora de personajes y geografías, una etnografía de lo cotidiano, de lo vital. Su última creación literaria: Memoria de las Tormentas, cierra una trilogía, la de “Herrumbre”, un pueblo cualquiera, que según la protagonista, Dulcedumbre, “cae tan a trasmano que casi no existe”; un pueblo que esperó el coche de línea que nunca llegó, que se hallaba al lado de Mérgueles -otro pueblo- “por el camino que daba a ninguna parte”. En Herrumbre, lo que llegaba de la capital había pasado hacía diez años, o treinta; allí el tiempo ni crecía ni menguaba. Ella, que es guardesa de un solar en la capital, viviendo sola y sin visitas de nadie, guarda en su memoria la memoria de su pueblo a través de su abuela Bonaparte y de toda una galería de personajes: el seminarista, el viudo, sus hijos, las mujeres de la taberna... Cualquier cosa en Herrumbre cumplía décadas de silencio, donde se consumaba el hambre y se consumía el sexo. La historia de Dulcedumbre es pura sinestesia… los atardeceres olían a jazmín, a moho, a fruta podrida; tantos recuerdos, que al retratarlos queda la sensación de haberlos compuesto a través de recuerdos ajenos como si hubiera construido la historia de su vida con retazos de las demás. Memoria de las Tormentas pudiera ser la historia de cualquier lugar en los tiempos del hambre y del miedo; obra marcada por guiños constantes a lo absurdo, fiel reflejo de una España grabada por el odio y la vergüenza.

© Manuel Naranjo Loreto / Diario de Jerez