VIEIRA CALADO

VIEIRA CALADO
Moinho de vento
ALGARVE ONTEM

JOSÉ MARÍA LABRADOR

JOSÉ MARÍA LABRADOR
(1890-1977)
LOS PASTORES Y EL LOBO
(h. 1948 · Óleo sobre lienzo)
Museo de Huelva
NIÑOS EN UN BURRO
(óleo)
Museo Vázquez Diaz · Nerva

Miguel Hernández

Miguel Hernández
Leerlo hasta el alba

En un examen me salió como tema Miguel Hernández, del que sólo conocía una porción mínima de su obra, mínima como hermosa, pero que no me daba para hacer piruetas a ver si arañaba un aprobado, un cinquillo, y pasaba el brete. Pensando en la estrategia a seguir, resoples van y vienen, ocurrió que se nos vino encima parte de la techumbre del aula -¡milagro!- por culpa de una tormenta con escándalo de rayos y truenos; el viento arrancó de cuajo la rama de un olmo del patio y la hizo entrar por la ventana destrozando la cristalera. Sin luz eléctrica, con el frío y el agua invadiendo aquel espacio, ante el peligro de más derrumbes, el profesor suspendió la prueba que me preocupaba hasta que aquello se normalizara, y nos convocó para el dia siguiente en otro sitio. Esa noche la pasé hasta el alba leyendo a Miguel Hernández para hacerme a la idea, para enterarme de él, para saber quién era más allá de las fechas de su vida, de sus circunstancias. Puse afán en asomarme al prodigio de su poesía por aliviar mi ignorancia, y no ya para aprobar el examen, sino para empaparme del qué, el cómo y el cuándo de su poética. Leí todos sus versos y los volví a leer, y desde entonces me habitaron, aunque aquel día sintiera vergüenza por no haberlo hecho antes. A mis catorce años o así sólo conocía de él "el nada más nada igual a nada" que se impartía en la clase de Literatura. Me pareció injusto haber perdido el tiempo en otras cosas sin entrar en aquella esencia, sin habérmela descubierto, sin valorarla por no saberla. A partir de ahí llevé sus versos en todos mis viajes porque me salió de dentro, sin proponérmelo, leerlo allá donde fuera, como si quisiera compartir la belleza y advertir a quien escuchara de aquella fuerza de la naturaleza.
Ese verano lo pasé con mis abuelos en Asturias y, entre los sonetos que les leí, estaba éste:

Por esta senda van los hortelanos,
que es la sagrada hora del regreso,
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.

Vienen de los esfuerzos sobrehumanos
y van a la canción. y van al beso,
y van dejando por el aire impreso
un olor de herramientas y de manos.

Por otra senda yo, por otra senda
que no conduce al beso aunque es la hora,
sino que merodea sin destino.

Bajo su frente trágica y tremenda,
un toro solo en la ribera llora
olvidando que es toro y masculino.

Mi abuelo era minero; mi abuela, hortelana. En aquel silencio creado en la cocina de Sama, ambos lloraron con el primer soneto, y me pedían cada noche que lo repitiera y ellos volvían a emocionarse. Lo traigo aquí para memorar aquel momento único.
Como viaje de estudios nos llevaron más tarde a Milán a un encuentro de estudiantes en el Teatro de la Victoria. Mi participación fue la de leer algo de Miguel Hernández, entre lo que estaba este otro soneto:

Lluviosos ojos que lluviosamente
me hacéis penar: lluviosas soledades,
balcones de las rudas tempestades
que hay en mi corazón adolescente.

Corazón cada día más frecuente
en para idolatrar criar ciudades
de amor que caen de todas mis edades
babilónicamente y fatalmente.

Mi corazón, mis ojos sin consuelo,
metrópolis de atmósfera sombría
gastadas por un río lacrimoso.

Ojos de ver y no gozar el cielo,
corazón de naranja cada día,
si más envejecido, más sabroso.

Abrevio tiempos y lugares de aquella época y salto a la siguiente, en la que en mi primer viaje profesional a Tokio, leo a Miguel Hernández en la sede de The Gendai, ante un público ávido de sentir su poesía. Fue un recital a tres voces: yo decía un verso, éste se traducía y repetía de inmediato al japonés y una tercera persona lo decía en inglés. Lo ensayamos y salió como se pretendía. Uno de los sonetos fue éste:

Sabe todo mi huerto a desposado,
que está el azahar haciendo de las suyas
y va el amor de píos y de puyas
de un lado de la rama al otro lado.

Jugar al ruy-señor enamorado
quisiera con mis ansias y las tuyas,
cuando de sestear, amor, concluyas
al pie del limonero limonado.

Dando besos al aire y a la nada,
voy por el andador donde la espuma,
se estrella del limón intermitente.

¡Qué alegría ser par, amor, amada,
y alto bajo el ejemplo de la pluma,
y qué pena no serlo eternamente!

Ya en plena actividad profesional, asistí en Dublín a un Festival en el que treinta paises presentaban obras. Fuera de la sala de proyecciones, en mi turno de palabra en un acto en la torre de James Joyce, en Lagheri, tuve la sensación de hacer las presentaciones de dos autores lejanos. También aquí fue necesario traducir el texto, incluso a mi propuesta se unieron los colegas ruso y noruego y estuvieron los versos hernandianos flotando en varios idiomas. Entre los sonetos que quedaron en aquel aire mágico estaba el siguiente:

La pena, amor, mi tía y tu sobrina
hija del alma y prima de la vena,
la paz de mis retiros desordena
mandándome a la angustia, su vecina.

La postura y el ánimo me inclina;
y en la tierra doy siempre menos buena,
que hijo de pobre soy, cuando esta pena
me maltrata con su índole de espina.

¡Querido contramor, cuánto me haces
desamorar las cosas que más amo,
adolecer, vencerme y destruirme!

¡Esquivo contramor, no te solaces
con oponer la nada a mi reclamo,
que ya no sé qué hacer para estar firme!

Faro, en el Algarve, fue otro punto en el que sonaron sus versos. Se producía un encuentro de escritores y mi tiempo en la tribuna fue entero para Miguel Hernández, al que, en esta ocasión, no hubo que traducir merced a que ambos idiomas, español y portugués, se solapan y se entienden sin más líos. Traigo aquí uno de los sonetos leidos:

¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.

Quizás si tuviera que fijar un lugar donde la poesía recibía a la poesía, éste fuera India, en dos puntos diferentes a los que fui a hacer unos documentales y nunca perdí la ocasión de recitar a Miguel Hernández. Uno fue Benarés, en la casa de Ravi Shankar. Veniamos de un momento mágico por la conjunción de los sonidos del sitar y de la guitarra, magia que se creció cuando, como un instrumento musical más, surgieron los versos de Miguel Hernández, ya en pirueta lingúistica, pues tras mi lectura en español era repetida en inglés y en indi. Como no encuentro expresiones para describir aquellas sesiones de encanto, voy directamente a uno de los sonetos leidos:

Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.

Luego fue Calcuta, ante la Madre Teresa y su congregación, tras haber visitado unas leproserías distantes ciento y pico de kilómetros de la ciudad, a las que llegamos tras ocho horas de camino; selva pura. Contar esto con detalle quitaría espacio que hoy está para otra cosa. El último día de estancia, al llegar a la Casa, como ella la llamaba, a modo de despedida, las novicias cantaron y, como respuesta, les leí a Miguel Hernández. Aquí fue una monja colombiana la que tradujo versos como estos: 

Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

Seguiría. De hecho, sigo: Paris, Londres, Florencia, Praga, incluso en la isla de Capri he leído en voz alta a Miguel Hernández para airear la fragancia de su poesía. Sin embargo, lo haga aquí al lado o en el pico del mundo, siempre creo que lo estoy haciendo ante aquel profesor que lo puso como tema, al que no hubiera podido responder en un examen que aquellos versos tenían vocación de convertirse en memoria. 

© Manuel Garrido Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York



Ramón Masats

Ramón Masats
LA MEMORIA SENTADA


Recuerdo algunos sitios en los que estuve con Ramón Masats –aprendiendo, sin perder ripio–: Sa Pobla, Mallorca; Madrid, en clases de montaje (con su bacalao de Revuelta a media mañana o sus calamares al caer la tarde); Sevilla (torerías de Paula o de Curro); San Sebastián (tras el rodaje íbamos a Biarritz a devorar cine; entre otras perlas, cayó en su momento de “aquellos tiempos” la Enmanuelle de rigor; esa noche vinieron a la proyección Teo Roa y Alberto, operador y ayudante de cámara, muertos meses después en Alaska en el accidente de avioneta junto a Félix Rodríguez de la Fuente); sigo: Dublín, la Torre de James Joyce; Portugal, donde nos tocó ir en procesión tras el último participante de una carrera; Guernica y otros pueblos vizcaínos cuando dirigió el espléndido documental “Apuntes vascos”; y Huelva, para la que proyectamos un libro al que un día le daremos forma. Hoy quiero hablar de los cuadros -¿o son fotos?-, o crónicas para un golpe de vista, que cuelga en sus exposiciones. Imágenes que tanto digan en solitario como en conjunto. Tener cerca, aunque sea en leve proporción, la obra de Masats es un lujo cultural de primer orden. Una imagen es un juego complejo de ingenio y de sensibilidad. Una aparente “nada” puede ser un “todo” y viceversa. La técnica sola no basta. Si de un concierto lo que se te queda es el cartel que había al fondo, malo para el artista; si de una película sales alabando más que otra cosa los paisajes, peor. Pero si se va a una exposición de fotografías y se tiene la sensación de haber hecho un viaje por el alma, hay que escribirlo con palabras mayores. Este es el caso. Digo que puede parecer que no pasa nada mientras pasa todo.
El artista es un buscador que encuentra; ve ángulos inéditos, los plasma y de su arte surgen otros mundos que estaban ahí, esperando la mano de nieve. Decía un sabio que aunque sólo fuera un tío montado en un burro, por su puerta pasaba un universo. Eso nos proponen las fotos de Masats, capaces de encerrar en un instante el latido vital que a menudo nos pasa tan callando. La historia de una casa se abre con un clic que recoge el zócalo blanco raído; el desconche de una fachada azulina y el recerco de una puerta componen la bandera de la nostalgia; el pasavolante que alguien da a su interior puede ser un parón, un respiro en el afán, como el roal antesala del umbral de entrada, o la huella de la mezcla con la que se restañan grietas, o se agranda un patio o se parchea una cocina, centro de ese universo. Cada casa lo es. Sólo se necesita verlo, sentirlo y, como en la muestra, captarlo. He ahí lo que quien mire cada imagen puede percibir: un universo íntimo que al mismo tiempo es la forma y que rubrica una mancha irregular amarilla que domina el cuadro, señal simple del paso de los días y de las noches de los que habitan el sitio. Las obras de Ramón Masats son una sugerencia que no se interrumpe. Tienen ruido, alma, pulso, fragancia, voces que permanecen en el interior de cada marco y que si se pone oído, cuentan las historias prietas de humanidad que destila cada una de ellas. Los huecos se han llenado de arte fotográfico y las exposiciones son muescas que se van haciendo en la tarja de la expresión, marcando estas obras los niveles a los que se llega cuando se es capaz de ver la belleza que guarda y da cualquier cosa que antes sólo era aire. Después de filmar miles de fotogramas, el artista aísla uno para compartirlo en muestras así. Y no es sólo valorable la fuente de luz, la incidencia del rayo, el motivo encajado en el cuadro, el impulso por el que aprieta el botón, la emoción que te regala el resultado, ni siquiera el foco fino con el que se ha recogido. En Masats lo importante es todo junto y a la vez; lote de exquisiteces de las que no te hartas, por lo que cualquiera de sus imágenes merece una reflexión serena por lo que representa. En suma, una vez más, un aprendizaje.

© Manuel Garrido Palacios

Literatura hispana en Estados Unidos

 Literatura hispana en los Estados Unidos: 
Experimentación lingüística y reflexión identitaria Organizer and Chair: Silvia Betti
25th Conference on Spanish in the United States The City College of New York
160 Convent Avenue / 138th St.
New York 
March 27, 2015
NAC 1/104 Ballroom Panel A . Hora: 3:30 p.m.
  
“Perspectivismo lingüístico y ventriloquia en El corrido de Dante, de Eduardo González-Viaña”
Gerardo Piña-Rosales
The Graduate Center, CUNY
 ANLE

“La fusión entre el español y el inglés en la prosa de Junot Díaz”
Domnita Dumitrescu
California State University, Los Angeles
ANLE

“Acerca de cierta literatura española hecha en Estados Unidos: El archivo textovisual en la obra de Isabel Cadenas Cañón y Gerardo Piña-Rosales”
Patricia López-Gay, Bard College
ANLE

“Frontera sin fin de Carlos Morton: espacio de realidades y de lenguas antagónicas”
Silvia Betti, Alma Mater-Università di Bologna
 ANLE


Olivier Lajous

L'Arte du temps
Essai
Olivier Lajous
Editorial L'Harmattan
Paris

MADAME DE STAËL

 
MADAME DE STAËL
LA BARONESA DE LA LIBERTAD
Xavier Roca-Ferrer
"Un retrato apasionante de la madre espiritual de la Europa moderna"
Editorial Berenice


Edmund Crispin

LA JUGUETERÍA ERRANTE 
Edmund Crispin
Un misterio para Gervase Fen
Traducción de José C. Vales
Editorial Impedimenta

"Las novelas de Crispin (Bruce Montgomery) no podrían ser más british ni aunque vinieran acompañadas de fish and chips" (New York Sun)

"Una de las novelas más entretenidas jamás escritas" (Washigton Post)

El poeta Richard Cadogan decide pasar unos días de vacaciones en Oxford tras una discusión con el avaro de su editor, y poco puede imaginar que lo primero que encontrará al llegar a la ciudad, en plena noche, será el cadáver de una mujer en el suelo de una juguetería. Y menos aún que, cuando consigue regresar al lugar de los hechos con la policía, la juguetería habrá desaparecido y, en su lugar, lo que encontrarán será una tienda de ultramarinos en la que, naturalmente, tampoco hay cadáver. Cadogan decide entonces unir fuerzas con Gervase Fen, profesor de literatura inglesa y detective para resolver un misterio cuyas respuestas se les escapan. Ambos tendrán que enfrentarse a un testamento de lo más inusual, un asesinato imposible, pistas en forma de absurdo poema, y persecuciones alocadas por la ciudad a bordo del automóvil de Fen, Lily Christine III.


Editorial.

EL HACEDOR DE LLUVIA

EL HACEDOR DE LLUVIA
Manuel Garrido Palacios
Calima Ed. Palma de Mallorca

En 2002 Manuel Garrido Palacios, más conocido hasta entonces por su larga trayectoria cinematográfica, si bien había publicado un muy meritorio libro de relatos (Noche de perros), recientemente reeditado por la editorial balear Calima, sorprendía a propios y extraños con una novela lúcida y deslumbrante titulada El Abandonario (Ed. Calima), en la que bajo una atmósfera de una lograda intensidad poética, se nos daba cuenta de un mundo terminal y magmático donde las cosas fluían invariablemente hacia el pasado. Herrumbre, que tal era el enclave de aquel tremedal de acabamientos donde enraizaba la sorprendente novela, retorna en estos días a la virtualidad de la literatura con una nueva entrega titulada El hacedor de lluvia, título que viene a ampliar, cuando no a coronar y ratificar ese primer deslumbramiento del que ya dimos cuenta en su momento. Hay que decir cuanto antes que entre El Abandonario y El Hacedor no existen mayores diferencias de fondo y forma que las que establece la propia y aleatoria trabazón de la memoria, es decir, nos encontramos ante las mismas voces hurgando sobre un idéntico magma telúrico y poético sedimentado sobre un emplazamiento que nos remite a la alegoría del omphalos que es Herrumbre, un pueblo tomado por el atardecer y la muerte, que se dispone a ingresar en el olvido tras la voz crepuscular de sus dos últimos habitantes, baluartes de un tiempo en el que los seres del intramundo, tales como el hacedor de lluvia o la santiguadora (pero la novela está plagada de personajes fantásticos en el sentido lato de la palabra), formaban parte de la compleja urdimbre de una realidad que interiorizaba la relación natural con el medio físico, a través de complejos y poéticos imaginarios mágicos, procesados por una corriente de saberes, fantasías, equívocos, supersticiones y olvidos dispersos, capaces en su trama nodular de alzar y acotar un territorio tanto físico como conceptuoso, a la manera de esos grandes territorios descubiertos por Antonio Machado, Faulkner, Rulfo u Onetti, donde hasta la temperatura ambiente parece descansar en una comunión íntima con lo inmanente, al abrigo de la realidad, pero nutriéndose magmáticamente de ella. Y es que Garrido Palacios ha sido capaz de crear este espacio, este no-lugar si se me permite, donde vagan no ya sombras, sino su memoria, algo que se pierde cuando se pierden los hombres pero que a su vez es algo que trasciende a los hombres, algo queda de su dignidad, algo de su sudor, algo de su miseria, algo de su resistencia contra el olvido. Por ello no es baladí retornar aquí a esos versos del gran poeta vasco Gabriel Aresti cuando decía:

Defenderé la casa de mi padre
contra los lobos, contra la sequía,
contra la usura, contra la justicia,
defenderé la casa de mi padre.
Perderé los ganados, los huertos, los pinares,
perderé los intereses y las rentas, los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Me quitarán las armas y con las manos
defenderé la casa de mi padre;
me cortarán las manos y con los brazos defenderé
la casa de mi padre;
me dejarán sin brazos, sin hombros, sin pecho
y con el alma defenderé la casa de mi padre.
Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre, seguirá en pie.

El tiempo en Herrumbre ha trasconejado su futuro, ha dejado de fluir en el presente y sólo la memoria sorprendente y azarosa de sus últimos vecinos tiembla en esa voz que da cuenta de un mundo abandonado y terminal, pero a cuyo pálpito aún se agarran unos individuos irremplazables, un mundo en el que conviven la miseria y la dignidad, la melancolía y la esperanza, aureolado todo por el singular turbión de la vida. Exilados de sí mismos, los numerosos y asombrosos personajes que jalonan esta importante y divertida novela, nos envuelven en una atmósfera de intenso sabor lírico, en el que vida y muerte, sombra y luz, realidad y apariencia parecen trenzarse formando una voluta de vida y memoria, de muerte y tristeza dando luz a este fantástico y luminoso retablo de postrimerías.
En último caso, lo que vuelve a presentársenos en esta nueva entrega de Manuel Garrido Palacios es el grito agónico de un mundo rural y mágico casi descuartizado por la testaruda realidad de una nueva cultura urbana, donde el pasado carece del menor valor contable -el único valor de peso- y los individuos, reemplazables, desenraizados, enajenados de nuestra propia identidad, des-naturalizados, quedamos en meros contribuyentes de un mundo que sólo nos tolera en calidad de consumidores y productores, haciéndonos abdicar de nuestras raíces verdaderas y de nuestras esperanzas más íntimas, arrastrándonos hacia un eterno presente, donde no encontramos tiempo ni tranquilidad interior para mirar hacia atrás o hacia adelante, cayendo sin darnos cuenta en una muerte que en el fondo es mucho más trágica y amarga, por anónima, pero también porque carece de cualquier sentido. Es posible que la novela de Garrido Palacios pueda contemplarse como un bello canto de cisne hacia un mundo que ya no nos pertenece, pero yo prefiero detectar en ella una llamada de atención hacia la realidad personal que sin darnos cuenta estamos construyendo, y que nos vuelve rehenes de lo efímero, súbditos del momento, material a fin de cuentas perecedero. Prefiero, pues, enfocar esta novela, magistralmente escrita, desde la identidad, un conflicto que a todos nos atañe, pues cada uno de los personajes que dan cuerpo -y alma- a este libro, más allá de su miseria y de su abandono, halla refugio en una identidad y en un pasado vivo del que se sienten partícipes, responsables, testigos, portadores. 
Manuel Garrido Palacios, que ha pateado la España profunda, que ha sabido escuchar a esos penúltimos vástagos y pendones de la tradición, que ha pasado uno a uno los puertos y fronteras de la fábula y que conoce como nadie el pálpito y los trasuntos de la memoria, que ha registrado y documentado el canto agónico de unas tierras abocadas al olvido, ha vuelto a pinchar certeramente en el acuífero de esta realidad profunda y avocada a la desmemoria, y a la que hemos vuelto la espalda, acaso cegados por la luz eléctrica del pragmatismo y del bulímico consumo. Una novela, en definitiva, que bajo la advocación rulfiana, con una textura que no ahorra lo poético (no estamos lejos de catalogar la serie de Herrumbre como un gran e intenso poema) viene a darnos cuenta de una edad perdida y de unos personajes que se niegan simbólicamente a morir, a ser deglutidos por la tierra. Literatura y vida en estado puro y como todo lo puro, deslumbrador y jondo.

© Manuel Moya
LE FAISEUR DE PLUIE
Manuel Garrido Palacios
Ed. Harmattan. Paris

Dicen que toda novela tiene algo de autobiográfica; y debe ser cierto, porque la lectura de la última obra de Manuel Garrido Palacios nos habla de él, aunque más correcto sería decir que lo hace desde él. Por fortuna, la escribe estando vivo y no como su protagonista, que es la eufemística forma que se va imponiendo para citar a la muerte, que se concreta en esa hiperbólica frase con la que se afirma que “los daños sufridos eran incompatibles con la vida.”
Muertos están quienes dan vida a este continuo relato, el que ya había fallecido en El Abandonario, primera parte de esta serie, que será trilogía, o debería serlo, y el que ahora le acompaña, aunque en vida nunca se acompañaron en el reducido espacio del pueblo que habitaron y quizás no vivieron. Sin embargo, la voz del alma, que al fin y al cabo es la del recuerdo, no para de hablar desde el féretro que lo contiene, sin saber si quien debiera escucharle lo hace o ni tan siquiera puede oirle desde la rígida quietud que lo apoltrona en el asiento.
Ahí, en ese hablar de quien siempre ha escuchado, como el protagonista, está la esencia de la vida de este autor que tanto ha viajado para aprender y aprehender, con el único deseo de poder contárnoslo luego.
Hasta no hace mucho lo hizo a través del cine, rodando la permanencia de las raíces o la movilidad de la duna: aquí una danza de espadas, allá un pandero, más lejos, o más cerca, una guitarra, pero siempre la vida acompañada por su voz, por su palabra, que como el apuntador del antiguo teatro que daba el pie al intérprete, dejaba hablar al protagonista con apenas la suave insinuación de una somera pregunta ¿desde cuándo esta danza? desde siempre, afirmaba con rotunda convicción el aludido; y el arado ¿es como el de los romanos? siempre se hizo así, concluye el interpelado.
Nada más hace falta. Es ese siempre el que vamos olvidando y el autor nos lo recuerda en cada palabra a través de un protagonista hablador, incansable en el relato y el recuerdo, necesitado de contar al que le ¿escucha? aquello que él también conoce. Quizás como lectores esperamos que responda el oyente en un futuro no lejano al que ahora verborrea impenitente, sin réplica a lo que dice, a lo que afirma, a lo que recuerda, ni a tantas cosas que cuentan la vida de cada una de las vidas con las que habitó en un lugar que nos habla de la historia de un pueblo, Herrumbre, que como el propio autor ya nos había dicho “… no viene en los mapas. No cabe.”
Como a nosotros no nos cabe la inmensidad de lo leído, que nos aturde y nos alegra, nos entristece y nos hace romper en una risa disparatada, imparable, que por momentos nos llena de lágrimas los ojos que leen la dureza de la vida. Esa es la virtud de este “Hacedor de lluvia” que habla de penas y alegrías, de desengaños y reencuentros, de odio y maldad, aunque también de amor, que a veces sólo es necesidad de querencia; al fin y al cabo, todo ello es el reflejo de su vida por el mundo, pues en todo él ha ido encontrando la melancólica tristeza del ser apesadumbrado y su transformación en la casi imperceptible sonrisa que apenas esboza ante quien se dirige a él para que hable y podamos aprender nosotros, ignorantes creídos conocedores del saber.
Así es El hacedor de lluvia, un texto insólito, duro, irónico y dulce, que nos empapa con su belleza y el real trasfondo de lo que nos cuenta, siendo paradójicamente quien ya no puede hacerlo el que nos habla de la vida.

© Jesús Fernández Jurado
© Portadas: Héctor Garrido 

David de Abreu

© Foto: David de Abreu
Campo de Ourique
LISBOA

António Sá

 
© Foto: António Sá
Azulejos fachada da mercearia
Pérola do Bolhão .século XIX-
PORTO

Bertha Roth

Bertha Rote
LA FORME DE L'INCONSCIENT
Entre l'écoute et le regard
Ed. L’Harmattan. Paris

Berta Roth aborde la nécessité d'accueillir et d'interroger tous les autres langages que le verbal pour dire ce qui est ni audible, ni dicible. À partir de situations cliniques, Bertha Roth traite du statut du regard du psychanalyste et aussi du patient. Elle écrit : "C'est dans la Forme que prend le secret, ce qui ne peut pas se dire est souvent enfermé". Il s'agit dans cet ouvrage de ce Bertha Roth appelle "L'Esthétique de l'Inconscient".

BRIAN MOORE

BRIAN MOORE
La solitaria pasión de Judith Hearne
Traducción A. Pérez de Villar
Ed. Impedimenta

Luis Pérez Infante

La muerte de Durruti
(y otros poemas recuperados)
Luis Pérez Infante
Biblioteca de La Huebra
Ed. de Manuel Moya

Luis Pérez Infante (Galaroza 1912─Montevideo 1968), es un autor desconocido entre nosotros. En 1936 fundó junto a J. Ruiz Peña y Francisco Infantes la revista Nueva Poesía, adscrita a la poesía pura. Especialmente borrascosa es la polémica que el propio Pérez Infante mantiene en esta revista con Ramón Sijé, pocos días antes de la muerte de éste. La sublevación fascista lo sorprendió en Madrid, realizando oposiciones. Afiliado al partido comunista, trabajó en la redacción de Hora de España y El Mono Azul donde publica La muerte de Durruti, uno de los romances más celebrados de la contienda. En Madrid trabó amistad con Alberti, Neruda o Bergamín. El 3 de agosto de 1939, enfermo, se embarca en el mítico Formosa, fletado por Neruda desde Burdeos hasta Valparaíso, con un pasaje de más de 50 intelectuales españoles, entre los que se encuentran los hermanos de Antonio Machado, José y Joaquín. De Chile pasa a Argentina y de allí a Montevideo (1946) ciudad que ya no abandonará, salvo para pronunciar conferencias sobre el drama del exilio español. En la capital oriental colaboró con La Casa de España y el semanario España Democrática. Falleció el 29 de abril de 1968, cuando ya el régimen franquista, tocado de esclerosis, se disponía a su disolución monárquica. El presente libro rescata la poesía publicada por este escritor en revistas españolas hasta 1939, así como algunos poemas publicados, tras el exilio, en Montevideo. La Biblioteca de la Huebra se congratula de publicar por primera vez en libro la voz de este escritor onubense que sufrió en sus propias carnes el amargor e la lucha, de la derrota y del exilio.

© Manuel Moya

Revista de Folklore nº 396


Sumario:

Editorial de Joaquín Díaz (Director):
Parece que la «invención» de las naciones y la consecuente aparición del nacionalismo vino a exigir a sus creadores y promotores algunas pruebas que justificasen el origen de sus linajes y la antigüedad de sus genealogías... +

Fernando Darío González Grueso:
Gilgamesh, un estudio antropológico cultural y literario del primer héroe.

José Luis Rodríguez Plasencia:
Sobre la granada y las Vírgenes de la Granada.

Juan Ortega Madrid:
Fraseología nacida del Nuevo Testamento.

José R. López de los Mozos Jiménez y José A. Ranz Yubero:
Algunos artículos del profesor Fernando Jiménez de Gregorio sobre el entorno seguntino publicados en El Día de Toledo (1991-1996)

www.funjdiaz.net

Pío Baroja

EL MUNDO ES ANSÍ
Pío Baroja
Ed. Losada

Al salir por La Junquera aún me suenan los ecos de anoche en el Palau de la Música de Barcelona: La Pasión según San Mateo, de Telemann, y su Concierto en E menor para flauta, cuerda y continuo. Con esa sensación encaro L’Ampurdá camino del sitio al que pretendo ir, aunque más bien siento algo parecido a estar en mitad de un misterio preguntándome ¿hacia donde voy?
En la frontera hay viejos bares testigos de las escenas de los que huyeron a Francia durante la guerra. Ahora se huye de otro modo: se sale de la rutina. El Puerta de España es un caserón en el que comen legiones de viajeros que saben poco o mucho de los que huían entonces con la medrosía puesta, con la lágrima a plomo, con el dolor de cuerpo y de alma. Y lo mismo que el eco del concierto me sigue, si cierro los ojos siento los pasos de los que dejaron en España la tragedia colectiva y pasaron por aquí cargados con la tragedia personal.
Almuerzo pan con tomate y jamón mientras observo el ir y venir de tanta criatura. Alegra este fluir, este no empantanar la corriente con colas, pasaportes y ‘¿a qué va o viene usted?’ Un día respondí: ‘A nada’. El guardia estampó el visado sin piar. Era mi cumpleaños. Suelo pasar esa fecha lejos de donde nací y suelo retratarme en un fotomatón para imaginar que renazco. Luego regreso con la sonrisa helada y el gesto quieto ante la vida, que sigue por donde iba.
Aparcan varios autobuses. Cada guía advierte a su grupo que hagan sus necesidades en esta parada y que no discutan por el asiento porque dará un número fijo a cada uno y tendrán que aguantar con el que les toque en suerte. ¿De qué lugar vendrán? Llevan cámaras de fotos y de video. Unos disparan a puro contraluz. Protestan: ‘Ha salido turrada’. Otros posan junto a un Rolls Royce negro y amarillo apoyando su figura en el guardabarro. Sale el dueño y los retratados se disculpan como pueden. Hay quien lleva el video atado a la mano; no ve por sus ojos, sino por el de la máquina, que lo graba todo, lo que sea, como sea.
Un acodado en la barra me llama por mi nombre y quedo confuso: ‘Soy Fulano, el hijo de Señá Rita’. Trabaja de camionero por Europa con lo que le carguen, hoy aquí, mañana ni se sabe. Hablamos de cómo se ha puesto la vida, del tiempo que hace que no va al pueblo, de cosas de cada día.
Como no me cunde la prisa, busco un libro de la mochila y lo abro para merodear un rato por sus páginas. Es de Pío Baroja y reza en su portada: El mundo es ansí.
La tarde se cierra en aguas y un autobús me lleva a Niza, donde es difícil dar un paso por menos de un euro. Bajo los soportales de la Plaza Masana espero que escampe, aunque no lleva trazas de hacerlo. Pasa una berlina con gendarmes y la pareja me mira con interés. A estas alturas, un tío con mochila y capotón no es del paisaje de la pulcra Niza. ¿Y yo qué le hago? Cuando cede la lluvia me acerco a un bar y doy cuenta de un pan con fiambre y una cerveza. Le pregunto al camarero por un sitio para dormir y me indica una fonda de las que llamo ‘La sola cama’. La necesito. La dueña es el hada madrina que me acoge y me facilita ducha y toallas secas. Es de Bristol y me cuenta que el gran paseo de Niza lo hizo un paisano suyo y que por eso se llama ‘De los ingleses’.
Desde mi ventana veo llover. Da a un muro verdecido. Leo en el libro de Pío Baroja que Juanito Velasco fue un entendido en Botticelli y Donatello, en el champagne de Clicquot y en las bailarinas de music-halls. No me parezco al personaje de don Pío, pero me pongo a escribir con el mismo afán que Velasco ponía en sus cosas. Como el cuarto es chico, la dueña me dice que ocupe la mesa del comedor para tomar mis notas. Me explica que el aeropuerto, hecho sobre el mar, es el más silencioso del mundo, sin megafonía, sin campanas ni más ruido que no sea el del jadeo humano.
Cada lugar se forja en la mente del viajero con una imagen diferente a cómo lo pintan. Niza me pareció anoche la pura soledad, a pesar de haberla imaginado bulliciosa, como toda la Costa Azul. Dicen que se llama así por el color de sus aguas. Otros que por el color de la sangre de los que la hicieron segunda residencia. El último pueblo asomado a la orilla francesa es Mentón. Luego empieza la Riviera italiana. Hasta Génova se suceden los túneles. Unos aseguran que cien; otros, que ciento uno.
Sigo con el libro de Pío Baroja. Hoy es más día de leer que de escribir.

© Manuel Garrido Palacios
magen: Pio Baroja con Julio Caro Baroja