POETAS DEL SUR DE EUROPA (V)





MARÍA ALCANTARILLA
EL MOTIVO ES LO DE MENOS


Nació el día brumoso en Castañuelo, aldea donde se presentaba el hermoso libro de Juan Canterla. Arropando el acto estaban los poetas Manuel Moya y Rafael Vargas, los pintores José León y Seisdedos, y la poeta María Alcantarilla, de Santa Olalla, que traía un ejemplar, aún tibio de la imprenta, de su poemario El motivo es lo de menos, editado por  Huebra, tal como reza en su colofón: “en el tiempo de las castañas”.
En la página 47 dice:

Escribir.
Escribir hasta caer rendido,
hasta que el suelo, al fin, se borre
y ya no pueda mirar a ningún sitio
para saber qué camino es menos largo.
Escribir sin sed ni angustia,
sólo porque la forma sea forma,
o el pensamiento palabra
y la palabra,
nada más que eso:
palabra.
Escribir porque he de hacerlo,
porque una boca que habla
y una fe que no se toca
no hace grandes a los hombres
-los manchan de anhelo imberbe-
Escribir porque soy carne,
porque nadie se me acerca
si no soy yo quien lo llamo,
y nadie jamás entiende
si no es el grito el que pide
-como un eco primitivo
o un hacer que media ingrato-.
Escribir sin más motivos,
sin más espacio que este,
con forma, sin cortapisas...
escribir porque la vida
me escribe si no la nombro.

María Alcantarilla, periodista, que publicó en 2007 una plaquette poética titulada Qui scribit, se ha iniciado en el arte audiovisual, en el cuento y trabaja en su primera novela, según los datos que ofrece en los previos de la obra, en cuya página 18 trae este otro poema titulado Etiqueta:

Tu nombre se me antoja extenso y hueco.
Como parido una noche negra,
tan leve o tan obtusa
que nadie atinó a ver que ya llegaste
y, desde entonces,
todos te recuerdan como al cesado de sí.
¡Ah, ya ves...!
Los nombres nunca sirven para nada:
atontan al nacido,
lo reducen;
lo sientan siempre a expensas
de una exclamación como cualquier otra,
sin cualidad ni atributo,
sin tono peculiar por los caudales de afines.
Hermanado, porque sí, al arbitrio de la causa.
Un nombre, nada más.
Una forma de arreglarlo,
¿Por qué no?
un estilo centenario,
formalista.
Una manera, agotada,
de engendrar y poner sellos.
Un castigo, sin igual,
para izar habituales y prescindir
de lo propio.

Manuel Moya anota que estamos ante un libro de versos que nos ‘descubre una escritura nada complaciente, muy ligada a una rebeldía que no se impone sólo en lo moral y, por supuesto, a un evidente compromiso consigo misma. Un libro lúcido, maduro, verdadero, que muerde el corazón y astilla la cabeza, en el que a veces las preguntas insinuadas tienen mucho mayor peso que las respuestas’.


Sí; nació el día brumoso en la aldea de Castañuelo, quiso abrir a media mañana y se sumergió en la niebla densa al reunirnos a celebrar el acto en las tabernas de Leoncio y de José, de escuchar al bardo del lugar al que Vargas pondrá en orden los versos que ahora sólo son parte de su memoria, de recordar las artesanías y, en fin, de todo eso que brota alrededor del vaso y de la tapa. Y, como parte de la secuencia, me apetecía abrir el libro de María Alcantarilla para leerlo en voz baja: 

Me dicen que camine,
que comulgue,
que nunca sienta pena
que por qué ando tan triste
que por qué escribo de sombras
que si me siento cansado
que si con tantas ojeras
descanso como es debido
que si escribo porque quiero
o
-sin embargo-,
escribo porque es la moda
que si estando tan delgado
me alimento como el resto
que si, después de los años,
aprendía a tener paciencia.
Que si escucho y no me opongo
que si sostengo, sin ganas,
los fardos de cada día
que si rezo los responsos
que me enseñaron de chico
que si acierto en las acciones
o, al contrario, / me niego como esos otros
que si cumplo con la vida
o me conformo con verla...
Me dicen tantas cosas
que ya no sé si es que dicen
o es que me digo a mí mismo
aunque, pensando tranquilo,
este nunca se cuestiona
Imprecisiones tan necias
o evidencias tan cobardes
nacidas siempre de embustes.

La aldea se pobló de sensaciones, de latidos, aunque, para sentir, como dice María, el motivo sea lo de menos.






ESTUDIOS SOBRE LA POÉTICA DE
JOSÉ CORREDOR MATHEOS

Jesús Barrajón y María Rubio editan para Calambur este libro con trabajos sobre la obra de José Corredor-Matheos (Alcázar de San Juan, 1929), obra que para Pedro A. González “es una cuestión de aromas y fragancias. Su concepto de lo poético va más allá de toda definición”. B. Ciplijauskaité no cree “que la poesía castellana contemporánea pueda presentar otra obra tan exigente”. Elena Vega-Sampayo: “La sonrisa, el corazón, la mano y el ojo se ubican en el mismo plano que el árbol, el río o los zapatos y también que el dolor, la tristeza, el amor y el olvido”. Son versos, dice María Rubio, que “nos colocan ante ese momento en el que la búsqueda permanente culmina […] en el instante único, apenas perceptible pero gozoso, del hallazgo feliz”. Pilar Gómez Bedate: “A partir de Carta a Li-Po [su poesía] se singulariza por su identificación con el pensamiento zen y su parentesco con las líricas china y japonesa”. Asunción Castro: “Sus primeros libros […] exploran tonos y motivos […] que vendrían a conformar […] una poética madurada en el ejercicio constante y honesto de la escritura”. Jesús Barrajón trae las palabras del autor sobre su “poesía esencial”: “La escribía ya a los 17 años, pero la abandoné. Que la retomara fue fruto de una evolución personal relacionada con mi interés por el budismo”. Mariola García-Lavernia: “Su temática y su espíritu es lo que nos recuerda el espíritu del Tao”. Mª Elena Rodríguez: “La lluvia, el cielo, las montañas, las plantas… adquieren tal protagonismo que podría decirse, tal cómo lo piensa el autor, que […] son el poema”. José Mª Balcells: “En el Tao se asienta la propuesta corredoriana, a fin de que la necesidad y la voz interiores a las que responde la escritura poética puedan manifestarse por la vía más natural”. Lola Josa: “Aire que dicta sabiduría […] valor de lo espacial nacido del aire y del vuelo”. .Juan Senís “Ineludible conciencia de que la poesía es sólo poesía, nada más“ . Tomás Albaladejo: “El poeta pregunta y se pregunta por lo que ignora y por lo que da por supuesto […] haciendo así que su ignorancia sea sabia”. Josep María Sala: “El olvido de sí mismo y de todo […] posibilita el éxtasis del alma […] esto no supone renuncia alguna a lo sensible”.
Luis García Jambrina: “Uno de los poetas más singulares de su generación; de ahí que no haya tenido acomodo fácil en ella”. Nilo Palenzuela: “Hace coincidir en la breve aparición de la palabra […] la capacidad de asombro que trae consigo”. Para Gómez Porro es “una poesía que pregunta, que examina, que articula su mundo en torno a una batería de interrogantes, cuyo combustible es la incertidumbre”. Carmen Borja: “Desconocemos desde dónde se escribe, quién lo dicta, quién mantiene intacta la conciencia de la muerte. Ese yo que quizá no sea yo”. Antonio Colinas: José Corredor-Matheos “ha sabido ir mas allá con un sentir y un pensar que sólo conceden la edad, la sabiduría, y la síntesis en el tiempo de una obra hecha en lo secreto, en la fidelidad al ser más que al parecer”. Alejandro Duque: “Hasta dentro de la muerte hay una semilla [...] que se resiste a morir”. Miguel Galanes: “Si el poeta no está, a veces, en su escritura es porque se aloja en lo no pronunciado. De aquí nacen la elegancia y la grandeza de sus poemas”. Federico Gallego: Su camino es el “del agua lenta, que crea cauce y abre un curso que se puede extender, soterrar, nunca desaparecer”. Antonio Gamoneda: “Olvida y canta. Mira ante ti como si fuera a amanecer”. Para Giménez-Frontín: “La sociedad civil y cultural catalana no sería la misma sin su obra y sin él”. Javier Lostalé: Hay “una tensión de espera y un nombrar y un ver tan puros, que quien nombra y ve desaparece en tan íntimo acto”. Jorge Riechmann: “Fragilidad del gorrión cuyo salto preserva el mundo”. Y Ángel Rodríguez: “El poema es el sereno rastro de hermosura que queda impreso en la página”.
Al ver la luz el libro en el cumpleaños del poeta, han querido los editores que sea “celebración de su generosidad, de su sentido del humor, del regalo de su sencillez y de su mirada siempre extrañada y cómplice y amistosa, de la hermosa sorpresa de encontrar en la vida real a ese paseante que deambula por sus poemas”.






JUAN DRAGO
SI AMANECE MIENTRAS CAMINAS


“Con el tiempo he sabido que volcando mis sentimientos en el espejo de la tierra misma, coincido con un movimiento universal que defiende este planeta de la rapiña del hombre”.
          Con estas palabras arranca Juan Drago su obra Si amanece mientras caminas (Poemas de la luz), publicado en Málaga. Concebida como Antología, sus páginas contienen versos de todos sus libros anteriores, desde aquel De la luz en el agua de 1981 hasta Aires de Roma andaluza, de 2005, a los que añade generosamente parte de su poemario inédito Lugar y memoria.
No fue en su actividad Juan Drago poeta de mesa camilla y conciliábulo para repartir prebendas y subvenciones. Si se sigue su trayectoria literaria se le ve destacado del falso bosque poetario surgido a la sombra de Juan Ramón (algunos creen incluso que el Nobel de Moguer les debe algo). Y es en su poesía donde podemos hallar las claves de su limpio saber estar en un campo abundante en maleza; él jamás anduvo atento a lo vano y efímero, sino “a los pasos no iniciados todavía” [hacia un] “lugar que está en mí” [con una] “puerta donde un pájaro duda y anhela”. Proclama sin hacer ruido que, lo mismo que la Poesía, “el agua que tiembla, no es de nadie”, y que

…la luz tendida aquí es como un pájaro
que en la tierra del sur deja su sombra.
Los ojos que la miran son testigos”.

          El potencial de Si amanece mientras caminas parece querer justificarlo el poeta en base a un caso acaecido en el campo dunar cuando buscaba el alba. Lo que podía quedar en pura anécdota, Drago ha tuvo el coraje creativo de darle rango de categoría, y de un asunto casual sacó sustancia y lo hizo sonar como metáfora, sabiendo que “sólo ante el tablero hay ocasión de mover ficha en tanto dure la partida”.
          El poema que da título al libro lo dedica a Manola Sánchez, voz rota en mitad de un cante una noche cualquiera. Le dice:

Si amanece mientras caminas
da gracias a la luz por los estorninos del alba
y los juncos mojados por los ánsares.
Tus pies conocen cuanto tus ojos miran,
mientras el mar te llega,
cantando, de la noche.
Gracias por las tres ciervas de la alta duna
y los lucios rúbeos de la aurora,
que te ofrece el arco del sol
como la espalda de una criatura.
Entre zarzas, el alto fresno
ha cruzado la noche
y cubierto de rocío abre sus alas.
Las aves cantan como el mar lejano
en la ribera de todos tus sentidos.
La luz ha tendido una gasa húmeda
bordada con la plata de los espejos
echados en el frío de las brozas.
Los espacios amarillos cabalgan
con crines airosas por sesmos oscuros
anunciando fuego blanco por las marismas.
Mas pregunta a la luz qué se oculta
al otro lado de su venda,
qué se guardan las sombras de los linos,
por qué siguen tus pies las sendas
perdidas de los gamos,
y viene y va el silencio por la frontera
como ángel ardiendo sobre la nieve.

          Manola cantaría el poema como quien esto escribe lo ha gozado al leerlo, al igual que el hermoso libro hasta la última hoja, hasta el último verso.




ARCADIO PARDO
LO FANDO, LO NEFANDO. LO SENECTO



Javier Jover, director de Calimas, escribe: ‘Tengo que ver a una persona, en otra ciudad, en otro país, no sé si en otro tiempo. Es el portavoz del más allá, de los pleistocenos del ‘antes’, de los que han de venir. Se llama Arcadio Pardo. Es mi hermano mayor, el hermano mayor de todos nosotros. Puede que todavía no se sepa, que todavía no se conozca ni le hayan leído. Todo se andará: yo me encargaré de ello; no tiene que ser difícil. De momento, puede leerse en los dibujos sobre las paredes de Atapuerca, en las figuras sumerias, en los moldes calcinados de Pompeya, en las canciones contiguas y trashumantes de cada civilización, en los esqueletos que aguardan nuestra llegada a ese lugar final y primigenio, en los pliegos desaparecidos de la biblioteca de Alejandría, en el rumor del espacio, en los dialectos escindidos del silencio ... No se esconde, no se exhibe, no retiene propaganda en sus manos limpias ni en sus bolsillos llenos de fósiles muy muy antiguos. No persigue honores ni mendiga vanidades. Atesora tanta sabiduría que no le cabe en el corazón. No es un secuaz’.

[Poema sin título que abre el libro]

Despojadas las cosas de su género, de su apariencia,
de sus rugosidades, de sus accidentes, la intuición me condujo
a esta verdad entonces: que lo neutro es más profundo.
Concebí en neutro la totalidad:
lo amor, lo espacio, lo nos, lo todo.
Han desde entonces transcurrido océanos de tiempos, he
acumulado múltiple ignorancia, vastedades de dudas,
hacinamientos de interrogaciones, y aunque
me concedo una mengua de brasa de sabiduría,
lo ceniciento abruma la conciencia.
Recupero aquel relámpago de entonces y me asiento de nuevo
en la misma osadía: lo neutro es más profundo;
relieves, floraciones, toda la maravilla diseminada,
los ademanes suntuosos, el trazo de los rostros,
la quietud sin regreso, todo se aviene a su esencialidad,
a su neutralidad.
Sí, lo amor, lo espacio, lo nos, lo todo.
Adjunto ahora esta otra amplitud que se hace conducta,
meditación de los destinos, hoguera de purificaciones y
resumo la actual totalidad en la concentración
de estas palabras supremas:
lo fando, lo nefando, lo senecto.

EFECTO DE LA CONTIGÜIDAD DE LAS COSAS

Ya en su confín varadas,
se someten las cosas a su fenecimiento,
se destruyen sus formas y accidentes,
se hacen mantillo en los jardines,
alguna silueta en la memoria,
algún vestigio de su olor.
Pero, tras una hibernación de límites
variables, recuperan las cosas
su apariencia, los tonos del color,
la calidad del tacto,
la luminosidad del pensamiento,
la salvaje exigencia de volver.
Y vuelven.

Mi intención es componer este espacio con los materiales que aporta el poeta en su obra, o sea, el verdadero protagonista, amasados pacientemente con las voces que

Recuperan sus estancias
entran por corredores y desvanes
van a su lecho. Quiero que lo que escriba
sea como el tiempo que cayó sobre esa duna
y supo la enormidad de la esperanza
el desaliento de esperar la mano
que la recoja, a sabiendas de que a la dureza
de la piedra se opone la fragilidad del aire
la paja quebradiza a la fibra del tronco.


Esto es lo que me apetece tras la relectura del libro Efectos de la contigüidad de las cosas y compartir la idea de que “siempre se es contiguo de algo: del aire, de la lluvia, de algún roce, del frío, de los campos, de los sueños, de los griteríos, de la ceniza que dejan los otoños, de la queja de las piedras sepultadas. Uno es su ‘su’ y su alrededor, carne que se aferra a su momento, asumiendo que cuanto “nos rodea es también contiguo a ese uno, que prodiga

Emanación de su esencia
prolonga, repercute su sustancia en el árbol
en la ventisca, en la tonalidad de poniente
en el fuego del arce que el otoño devora
porque todo se asemeja a un hallazgo milenario
que uno concibe en su manar primero;
vuelve la hoja a ser la hoja
vuelven los nervios a su nervadura.

Arcadio Pardo parece haber escrito de un solo impulso un singular tratado de los renacimientos que suceden a diario sin que apenas percibamos el fenómeno. Algo así a lo que advirtió Lennon cuando dijo que la vida era lo que pasaba mientras hacíamos otras cosas. A Arcadio Pardo lo perfila Carlos Edmundo de Ory como “poeta de la memoria de carbunclo y la palabra grande de belleza, joyero de la poesía de cristal de roca y de sangre de otoño, boca que canta lo ya no, achicharrando de llamaradas el ser y que mira extático el abismo de lo lejano de donde vino a traer su tristeza solar llena de árboles, cuevas, toros y caballos, ríos, viento y cosmos, y que me dejó soñando con la leona asiria”. Una mirada a su bibliografía nos ofrece, entre otros títulos, Plantos de lo abolido y lo naciente, Relación del desorden y del orden y Poemas del centro y de la superficie, Poemas seguidos, Efímera efeméride, Silva de varia realidad, Travesía de los confines, El mundo acaba de Tineghir, o el más reciente: De la lenta eclosión del crisantemo, donde dice:

El crisantemo es flor de postrimero.
Es de especie de tránsito y agónica.
Es a la par de irradiación y de recogimiento en sí
antes poco que lleguen las tinieblas finales.
Acompaña a los muertos fenecidos recién,
y a los que yacen decenares de tiempos en cobijo.
El crisantemo habla a los yacidos,
les dice el transcurso y la hora,
y si quienes vinieron han llorado y gemido,
y si los quienes que no han acudido pierden
o han perdido la imagen de su faz,
de cómo era su voz, y de cómo vestían
y de cómo fundían en memoria
sus enseres, los mares, las vigas de la casa,
las armas que esgrimieron.
Y de cómo creíanse en los siglos pasados
coetáneos de otros muertos de enantes.
Todo fundían y confundían.
De soledad se empapa el crisantemo.
Son su asiento los bordes de las lápidas,
las cuidadas macetas protegidas
por jardineros de la santidad.

Contiguos los libros, me dejan hurgar en su palabra y formar con los caracteres que aquí caben un atril para orear los versos de Arcadio Pardo, convencido de que habrá que…

Rastrear la unidad del mundo en otros signos
en otras residencias donde cada cosa
derive de su emanación…

Estos poemas son “Eslabones que hoy he recogido frescos, como primicias de las huertas a las zonas de nieblas movedizas del recuerdo”.






RAFAEL DELGADO
HOMBRE DE LOS MIL NOMBRES





Uno de los felices heterónimos de Anatoli Flipovic, quizás el más querido por el poeta entre todos los nombres capaces de contribuir ‘a la paz y a la cultura’, es el de Rafael Delgado. Nombres o corazones usados según para qué, como dice la sabia copla alosnera:

Yo tengo tres corazones
a mí no me afligen penas;
uno pa que vaya y venga,
otro pa que lo aprisionen
y otro pa que tú lo tengas.

Usando el de Anatoli, o el de Wolfgang o el de Rafael, o todos al tiempo, el autor consiguió hace años el Premio Saltés de Cuentos con una obra de una originalidad aún no valorada con justeza, puede que por la rala difusión que tuvo. Su título: Tres sólo reflejaba el número de relatos que contenía: Una ronda del torneo de Bari Bari, El muñeco La última ronda. Se editó con ocasión de una Feria del Libro y, si como digo, le faltó eco, hay que añadir que ofreció la porción necesaria de literatura para que viéramos asomar jopo por el horizonte narrativo a este escritor de, como él dice: «sincronía anacrónica», y, como decimos los demás: de calidad suficiente para que celebremos ahora la salida de su nueva obra: «Diario de un hombre solo».
          Para los que queremos al buenón de Rafael reunirnos en la presentación del libro fue una fiesta por él mismo y por su obra, glosada por Uberto Stabile. Y es que no ha habido por aquí otro autor tan empujado a publicar, tan suplicado a sacar lo escrito en un libro que nos retornara a la poesía más allá del ego que tanto la empaña; que planteara en cada poema la partida de ajedrez que desde el primer día de la existencia libran la vida y la muerte. Que la universalizara. Un oráculo que no falla, el de otro grande: Manuel Moya, que me lo dijo un día antes con otras palabras, como el agua que «canta el mismo verso, pero con distinta agua»: «Peaso libro el de Rafalito».
          Dice en sus páginas: «Y de nuevo en mí, Espíritu», reconociendo en sus dentros esa voz hecha para «pintar el lienzo de la vida» cuando

…la pasión me mira
donde miran las miradas
y en la mirada a una flor
contemplo el Universo,

… ese Universo que es un lamento sereno y constante, sabiendo que están tendidas desde antiguo las nasas que son invisibles a las quejas:

Nosotros perdimos el paisaje,
las nasas y las redes,
el cielo transparente,
el aire puro,
la dimensión de fondo,
la epopeya de los nativos
con la derrota en la mirada.
No había nada, dijeron
y sin embargo,
el horizonte, las playas,
la luz en el agua era el gran tesoro.

          «Diario de un hombre solo» detiene el tiempo, habla al sol, muestra la «esencia, la sangre, los músculos de alambre» de una arboladura humana que ve que «no se aleja el mar», sino que es la mirada la que no lo alcanza. Viento y memoria, latido puro hecho poesía por Rafael Delgado, heterónimo de un tal Anatoli, figura de versos «hasta los pies vestido».

© Manuel Garrido Palacios

Antonio del Pollaiolo

Antonio del Pollaiolo (1431-1492)
Retrato de joven
Museo Poldi Pezzoli
Milán

LA CUENCA MINERA

LA CUENCA MINERA
Ed. Juan Delgado y Manuel Aragón 

Martín Soler traza el marco: “Las minas fueron durante miles de años creadoras de riqueza, pero también existieron épocas que llevaron a los pueblos mineros a la desolación más profunda. Estos cambios bruscos en la historia fraguaron las huellas de la mina como parte del patrimonio, de la cultura y de la sociedad”, y versos de Alberti abren el capítulo Historia: 

El Palacio de la Noche

fluye, ardiendo,
tristes espumas de cobre...


... en el que Jesús Fernández Jurado dice que “la belleza nos inquieta; se muestra sugerente al tiempo que impide que la alcancemos; se ofrece y nos turba con su indiferencia. Así es Ríotinto: una belleza incógnita de matices infinitos, que no somos capaces de aprehender; impávida, serena, silenciosa e irredenta tras milenios de sentirse sometida al hurgar de quienes han querido poseerla. Desde ese entonces, que aún ignoramos, se nos viene ofreciendo sin entregarse. Por estas tierras anduvieron quienes aún desconocemos y de los que con dificultad presumimos incluso su existencia, ni tenemos certeza de las causas y razones de su deambular por un territorio apenas parecido al que ahora caminamos”. Para Francisco Sánchez, “vista desde el espacio, la Cuenca Minera aparece como una herida en la Tierra, una inmensa cicatriz de diez kilómetros de longitud, cuyos colores cárdenos semejan sangre coagulada. Aunque sus tonos rojos procedan de los minerales oxidados, este lugar también es el resultado de siglos de sangre vertida. Porque si todos los territorios, en distinta medida, son obra de la mano humana, en Riotinto la naturaleza ha sido suplantada hasta convertir el terreno en una pieza escultórica, en una tierra donde hasta la última piedra ha sido tallada”. Manuel Flores Caballero cree que “La milenaria historia de las minas nos muestra que la vida de sus explotaciones, al igual que sucede con la de las personas, tienen conductas que se convierten en reglas y leyes de comportamiento. Cuando se ponen en marcha o se rehabilitan son mentes creadoras de riqueza, se producen grandes inmigraciones de personas y asentamientos de nuevos pobladores en sus proximidades. Cuando se cierran se viven los efectos de la pérdida de la fuente de riqueza produciéndose el abandono masivo de la población y la desolación”. Concha Espina escribe que “Convertíase en maravilla del mundo el gran templo de los judíos mediante la brillantez de los orocalcos, el cobre de la montaña; se engrandecían Tiro y Sidón con las excavaciones hechas por asiáticos en el misterioso confín, y ya los tartesios no estaban conformes en trocar sus minas por leyes rimadas, poemas escritos, abecedarios y perfumes. Las pasiones que dan su fuerza a la avaricia empezaron a rugir en las alturas dominadas por el castillo del rey sabio desde el cerro que aún lleva su nombre. Acudieron romanos y cartagineses al señuelo del botín, encruelecidos ante el polvo que se convierte en monedas, disputándose la fabricación de los discos rojos, semejantes a corolas. No hubo compasión para los criaderos grávidos y profundos, ni para los hombres miserables y tristes”. El tema del medio natural se abre con las Ordenanzas de Zalamea la Real de 1535: “Que nadie nadie pueda enrriar lino en las aguas que bebiesen los ganados. Otrosí que por quanto en la dicha villa ay necesidad de aguas para que beuan los ganados de agosto e muchas personas las dañan enrriando lino en ellas”. Pedro Flores describe la cuna: “La Sierra de la Gargantilla, Sierra de la Chaparrita, Sierra de San Cristóbal o del Padre Caro. Términos de Nerva y la Granada de Riotinto forman parte de la cabecera del río Tinto, que desde su nacimiento comparte divisoria de aguas, por su derecha, con su río hermano el Odiel y que no abandonará hasta su desembocadura. Cientos de pequeños arroyos de estas sierras del noreste poco a poco van haciendo al río Tinto”. Ricardo Gómez define la Cuenca como un biotopo que incluye “cauces de agua, bosques de coníferas, eriales, vacies mineros y dehesas”. comarca de “algo menos de sesenta y ocho mil Hectáreas donde existen diferentes unidades ambientales interrelacionadas entre sí por la situación geográfica, el clima, la hidrología, las tierras y la cultura ancestral de sus gentes que, a lo largo de siglos, han ido modelando los paisajes”. 
Según Elena Rubio de Miguel, “La Cuenca Minera de Riotinto, en pleno corazón oriental de la provincia de Huelva, mantiene a lo largo de su historia una íntima relación con la naturaleza a través del aprovechamiento de los recursos de su entorno. Este continuo que se produce entre hombre-naturaleza engloba un complejo de relaciones económicas, sociales, culturales, políticas, ecológicas y artísticas enmarcadas en un contexto más amplio: el medio ambiente”, concepto que no se restringe a los espacios naturales, “en el sentido más 'no humano' del término”; también hay que incluir “los aspectos naturales y socioculturales que envuelven la vida”. José Manuel Rubio perfila la comarca “con los términos municipales de los poblados de Berrocal, El Campillo, Campofrío, La Granada, Minas de Riotinto, Nerva y Zalamea la Real”, que, “en mayor o menor medida estuvieron influidos por el fenómeno económico minero de la explotación de unos otrora riquísimos yacimientos piritíferos y asociados, en los que se benefició, en distintas épocas, el hierro, el cobre, la plata, el oro y otros productos; aparte de exportarse en grandes cantidades mineral en bruto o con un grado leve de enriquecimiento. La situación de esa actividad es hoy arqueología industrial”. José María Morón abre el capítulo Sociedad: “¡Qué bien repiten los aires / el sermón de la montaña!”, en el que se habla de las Cruces de Berrocal, fiesta que, según José Romero: “Sacraliza la fertilidad y la belleza de los campos, el romero y el animal, el tótem, la bestia de carga -el mulo-, ejes principales de esa romería [...] cristianización de paganas fiestas en honor del árbol" y que se enmarca en un “hermoso paraje donde el Barranco de la Estación se entrega al Tinto […] una bandada de torcaces refleja su vuelo en aguas rojas. Jaguarzos, retamas, cantuesos, zarzas, romeros, jarales, aulagas, tojuelos, asedian de verdor a las encinas. Territorio de la abeja, el conejo y el jabato”. Juan Ramón Jiménez cantaría al marco: 

Ponte de blanco, vida, para
ver en el monte la flor de la jara.

José Manuel Delgado reflexiona sobre gentes, modos y formas de “este aparente rompecabezas que es la Cuenca Minera” cuyo pulso “se encuentra mediatizado por una economía que ha venido a condicionar nuestro territorio a lo largo de los siglos, insistiendo en una comunicación constante, en un diálogo permanente no siempre exento de tensiones entre los colectivos, entre las gentes de la comarca y este referente socioeconómico que constituye la minería”. Julio Caro Baroja aporta notas y dibujos de Serafín Baroja, que estuvo de Ingeniero en Riotinto en los años anteriores a la venta de las minas a Matheson & Cía. de Londres, en 1873. Serafín, que “a los veintiocho o veintinueve años de edad tenía un temperamento optimista y un gran entusiasmo minero, creyó que las minas iban a ser explotadas racional, científicamente, que los ingenieros jóvenes como él iban a tener una misión grande que llevar adelante. La decisión por parte del Estado de vender las minas le descorazonó". Sensación que sobrevoló los tiempos para posarse en los versos de José Mª Morón:

Ya el silencio te apretaba

contra tu ansiedad en vela. 

Sombras de cobre y viento que avanzan implacables hacia el poema de Juan Delgado:



Barrenos, malacate, contramina,
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catite, pico, mecha, disciplina,
corta, volquete, excavación, -doctrina
del ganarás el pan- calor, jomada,
vagón, destajo, capataz, bancada,
fundición, jefe, máquina, oficina...

Para Dominga Márquez, “El desarrollo rural es considerado hoy como un concepto integral que engloba múltiples factores además del económico, tales como culturales, de identidad, gestión y manejo de los recursos ambientales y está orientado a mejorar la calidad de vida de las poblaciones. En esta línea de pensamiento confluyen otros enfoques como el desarrollo local, la nueva ruralidad, la multifuncionalidad del espacio rural y, más recientemente, el capital social considerado como eje dinamizador del desarrollo de los espacios rurales”. Francisco José Martínez dice que “En la Universidad de Huelva tenemos la suerte de habernos cruzado con la historia de la Cuenca Minera, con más de 5.000 años de mitos y minería, a los que nuestra Universidad puede investigar y enseñar desde el punto de vista académico”. Neruda parece poner continuidad al discurso del libro:



Aquí viene el árbol, el árbol
cuyas raíces están vivas
sacó el salitre del martirio,
sus raíces comieron sangre
y extrajo lágrimas del suelo.

Y añade Antonio Machado:



Mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, miran
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio.

Ana Berruguete hace la semblanza del pintor nervense Vázquez Díaz; Lacomba glosa a Labrador, tan vinculado a la Cuenca; Juan Delgado a Evaristo Márquez, María Izquierdo, Mario León y Romero Alcaide, que traen en sus cuadros historia, crudeza, lucha, injusticia, tristes teleras…; Pedro Cantero da los rasgos de José Delgado, pintor de Campofrío; Jesús Velasco del zalameño Vicente Toti; Gerardo Pérez de Juan Barba; Beatriz de Ana de Jesús del Toro, y a la nómina plástica se suman las pintoras Candela Delgado y Elena León. En la recta final del libro, José Luis Pastor (Pío) trae ecos de la música en la Cuenca con tres partituras: La Esquila, de Minas de Riotinto, las Sevillanas Pardas, de Zalamea, y el Pasodoble de Nerva del Maestro Rojas. Y Manuel Arcenegui, en “La piedra se hizo carne y habitó entre nosotros”, siente que “Estamos en el paisaje, somos el paisaje; especialmente en la Cuenca Minera de Riotinto, la piedra es materia, es paisaje, evidencia”. Juan Delgado da fragmentos de su obra Memoria de la niebla, desde El siglo victoriano hasta Epitafio para una adolescente. Llegados al punto cero en el que se podría volver a empezar, el libro se pregunta con palabras de Cernuda ante “un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros, un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba. ¿Qué puede el hombre contra la locura de todos?”. Ahí observa Salvador González como horizonte “el cierre total de las instalaciones”, como si los siglos cerraran sus puertas en un “para siempre sin regreso”. La esperanza queda atada a los versos de Juan Delgado, el gran poeta de la Cuenca: “Está ahí el alma de la mina, esperando la mano de un sueño realizado, difuminada en nieblas de abandono, con toda la grandeza y el espíritu noble de nuestra identidad [mientras que] risueñas y elegantes, columpiándose al viento, dando vida al paisaje, están las amapolas como un símbolo fértil de amor y de esperanza”. Mina y flor que se convierten en puro eco “a orillas del gran silencio”.


© Manuel Garrido Palacios

Benigno Varillas

Bullicio invernal
© Foto: Héctor Garrido 

Salí de Torrejón el Rubio el mismo día que Neil Amstrong abandonaba la luna. La sierra de las Corchuelas es en julio un infierno tórrido. Nada que ver con el paraíso que treinta y tantos años después prometen los folletos del parque allí creado. No sé qué mineral llevó a ese pueblo, cercano a Trujillo, y tan arcaico entonces que pocos creyeron lo del alunizaje, a unos familiares míos que explotaban yacimientos raros. Y, tratándose de minería, la siguiente parada de postas de aquel periplo por la ruta de La Plata iba a ser, como no, Huelva. Después de tropezar con vestigios de Cortés y Pizarro, fui a dar con Palos y La Rábida. Lo de América está más cercano de lo que parece en los libros de Historia.
Mis tíos aseguraban que en Huelva estaría más fresco que en Torrejón. Se acabaría el deambular por las callejas con un gigantesco paraguas negro de pastor cabraliego como sombrilla, y síntomas agudos del golpe provocado por traslado súbito, en plena canícula, de las Asturias de Santillana a la extrema y dura tierra allende el Duero. Mi paso moribundo por acelerada deshidratación exagerada, daba lástima a oriundos y extraños.
Pero tras dejar atrás el Salto del Gitano, en la capital onubense esperaba más calor y encima húmedo. A falta de la poza del arroyo de la Vid, en la que aliviar los sudores de la dehesa extremeña, el único recurso a mi alcance en Huelva era el autobús con parada en el monumento a Colón y a sus pies sumergirme en Punta del Sebo, ignorante de las esencias vertidas por el Polo allí donde se mezclan las aguas de los ríos Tinto y Odiel con la pleamar del Atlántico.
Así fue como, a mis quince años, cometí la proeza de dar esquinazo en seis semanas a parajes sin igual, los más tarde parques naturales de Monfragüe, marismas del Odiel y Doñana. Y agradecido, de sobrevivir, a duras penas, concentrado en todo tipo de sistemas defensivos contra la calor y el sofoco.
Viene a cuento rememorar este primer y penoso no contacto con espacios ahora célebres -que años más tarde descubrí maravillosos- porque la mayoría de los viajeros se empeñan en seguir visitando tales santuarios faunísticos en su peor momento, cuando el fango está agrietado y el horizonte reverbera, motivo por el que no llegué a vislumbrarlos. Ya sé, lo del calendario laboral y escolar, pero es una pena, porque es el verano en el sur el invierno del norte.
Tenemos los de mi edad metido en el cerebro que en diciembre, enero y febrero la naturaleza está muerta. Consecuencia de lecturas juveniles calcadas de libros alemanes y británicos, escritos en lugares donde al llegar el frío los árboles pierden la hoja, los insectos se entierran y las aves emigran. Pero en Europa meridional en invierno se produce una espectacular explosión de vida. Las invasiones otoñales de las aves del norte, de las que el gru gru de las grullas y los graznidos de gansos y patos en formación son los sonidos sobrecogedores, nos devuelven la alegría que se va con el partir hacia África de cigüeñas, golondrinas, cucos y vencejos. En esa época no estival pasear por el campo es una delicia, sin sol achicharrante que impida respirar y que provoca en muchas plantas y animales mediterráneos el equivalente a la hibernación que genera seis meses después en el norte el frío polar.
Un millón de aves recalan en invierno en Doñana y tropecientos en el resto de zonas húmedas, dehesas, montes y olivares de Huelva, Andalucía y media España. La explosión de colorido, sonido, olor y sabor de la vegetación, la fauna y el paisaje en la primavera mediterránea, sólo es comparable con el espectáculo de las migraciones, ofrecido por miles de aves cruzando hacia o desde el Estrecho. Septiembre es buen momento para ver el paso postnupcial, rumbo Sur, y para el primaveral, en dirección Norte, marzo y abril, aunque todo el año hay trasiego pajarero por Gibraltar y por las costas andaluzas.
Son espectáculos inmensos y gratuitos, que se captan y degustan si uno se ha iniciado en la observación de los procesos naturales. Una sapiencia que al menos antes no enseñaban en las escuelas, y que es necesario arrancar con tesón y sensibilidad, para la cual apenas si es necesario un prismático, unas guías de campo y, sobretodo, un alma caritativa experta, a la que acompañar en sus salidas para que acelere los descubrimientos y nos instruya.
Aunque el mucho saber no es necesariamente el estado óptimo del naturalista aficionado. Mantener un margen de territorio y de vericuetos del conocimiento sin descubrir es como el aliciente del baile de los siete velos. Un estímulo como el de Joseph Conrad o José A. Valverde ante los puntos blancos del mapa africano.
El placer que da identificar en el campo una especie nueva, sea ave, planta, pez o huella de mamífero, es algo comparable al hallazgo de terra incógnita, la sed antes de apurar el botijo o los prolegómenos. Como los buenos catadores, nadie debería tener prisa en desvelar los misterios de la naturaleza, porque mientras exista la posibilidad de tropezarse a la vuelta de la esquina con alguno de ellos, ningún lugar será aburrido.
Es el don de quienes aprecian y disfrutan observando los bichitos, las odiseas de las plantas o los inconmensurables procesos geológicos que colocan en su sitio el aparente poder humano. Recalen donde recalen, nunca tendrán tiempo suficiente para digerir tanta información como depara la vida silvestre que bulle discretamente a nuestro alrededor.
Así, desde aquel viaje lunático del principio, voy todos los años a Huelva por la ruta de los conquistadores, esquivando el verano. Una vez allí, parada en el Toruño, esperando a los maestros, donde uno se deja achicar entre fino y manzanilla por la inmensidad de la madre de la marisma a la altura del Rocío; en los estanques salineros del Odiel la escala se vuelve humana y las limícolas se dejan ver de cerca y, finalmente, salida por Santa Olalla del Cala, donde hay que pasar con la jara en flor o en otoño, cuando los cochinos en montanera invitan a cargar con esa especie de guitarra maciza enfundada en gasa chacinera que permite rememorar la dehesa en finas lonchas, e impregnar los sentidos de aromas de hierbas y aceites de bellota. El prometido reservorio de proteína y calorías para el frío invernal que se avecina, con el que justificamos la inversión, nunca llega ni a Navidad.

© Benigno Varillas

David Ridgway

David Ridgway
EL ALBA DE LA MAGNA GRECIA
(Pitecusa y las primeras colonias griegas de Occidente)
Ed. Crítica

La llegada de los griegos a Occidente se traduce por una serie de transformaciones socioculturales en el mundo etrusco-itálico. entre las que destacan la adopción del concepto de la ciudad-estado, la monarquía, el comercio interregional, la aparición de los primeros templos y la representación artística de la figura humana. Pioneros en este proceso de interacción cultural fueron los griegos eubeos, quienes a principios del siglo VIII a. C, y antes de la fundación de Roma, establecieron la colonia de Pitecusa, en la actual Ischia, en el golfo de Nápoles, iniciando los primeros contactos regulares entre Grecia y Occidente. Las recientes excavaciones en Pitecusa, codirigidas por el autor. han revolucionado la visión que se tenía hasta ahora de los orígenes de las civilizaciones etrusca y latina, de la introducción de la escritura en Occidente y del impacto de los primeros griegos en la formación de las sociedades complejas en la Italia peninsular.
David Ridgway (n. 1938) profesor de arqueología en la Universidad de Edimburgo, considerado uno de los mejores expertos en el mundo colonial griego, ha trabajado en Italia ininterrumpidamente desde 1961 y es el responsable, junto a Giorgio Buchner. de las excavaciones en Pitecusa. Entre sus obras más importantes figuran Italy bejore the Romans (Nueva York, 1979) y la monografía Puhekoussai I (Accademia Nazionale dei Lincei, Roma, 1993), publicada con Buchner.

 (Edit.)