LOUVRE

LOVRE

En el patio central del gran complejo, allí donde casi se tocan ambas pirámides como estalactitas y estalagmitas de nuestro tiempo, había una veintena de pianos rodeando la luz cenital que lo iluminaba todo. Cualquiera que se acercara, sin filtros de edad, procedencia o facultades para hacerlo, podía tocar cuanto quisiera y como le permitieran sus fuerzas, su saber. Incluso si dos coincidían en el mismo piano, uno o una interpretaba o desinterpretaba en los registros graves y una o uno en los agudos; no vi que se diera el caso de tres pianistas en el mismo instrumento. Y en ese estado sonoro, nunca caos, más bien nuevo cosmos, podían escucharse ruidos, ecos, sugerencias, insinuaciones de obras de Beethoven, Bach, Mozart, McCartney o Rolling Stone en su fecunda insatisfacción, todo mezclado, todo a la vez. Era el ir de un pianista cansado y el venir de otro ávido. Bastaba poner las manos sobre las teclas para que la magia se manifestara en el templo del Arte, que eso es el Museo del Louvre.
© Manuel Garrido Palacios