Según un estudio reciente en el mundo se hablan en la actualidad unas seis mil ochocientas y pico de lenguas. El pico no es muy amplio, o lo es, pero como escribo de memoria tampoco me voy a poner a rebuscar la cifra exacta para que al final sean seis mil ochocientas y pico justas. La esencia es que de estas lenguas van a quedar un cuarenta por ciento al acabar este siglo. Ese es el dato desnudo y esas son las previsiones aún más desnudas. Otras fuentes más apocalípticas apuntan a que sólo quedarán no más de media docena de lenguas en activo para intentar entendernos –digo intentar- y aún hay sabios de cabecera que auguran que no serán más de dos las lenguas que nos sirvan en el futuro. Y ya puestos, una. Y para una, ninguna, para que la comunicación se haga únicamente a base de muecas. Hay que imaginar desde ya una sociedad gesticulante deambulando por las calles. Bastará con reflejar nuestras intenciones con un gesto y así ahorraremos palabras, nervios, torpezas, insultos y todo lo demás. Al no haber palabras que decir, no serán necesarios los libros, ni las imprentas, ni las bibliotecas, ni los teatros, ni una sola hoja de la Enciclopedia Británica, ahora que le había cogido cariño a su cordillera de tomos. Al no hablar, no gastaremos inútilmente el oxígeno, que se purificaría con vistas a la esperanza de que un día volviera a ser todo como fue, pero mejorado. Al no haber nervios ni gargantas hinchadas soltando vaciedades ni violencias, las pastillas marrones que toma Dongenaro pasarían a dormir su sueño eterno sobre la mesilla de noche por obsoletas. Al no haber torpezas, nos veríamos en el brete de tener que inventarlas y con ello valoraríamos más los aciertos. Al no haber insultos, ni de palabra ni de plomo, disfrutaríamos de una sociedad en paz, dispuesta a ser marco para que lo bueno que pudiéramos aportar como actores de ella, lo pusiéramos en juego. Cada vez seremos menos en saber, menos en sentir y más en ser dirigidos; la pobreza intelectual pondrá sucursales donde haya un ser humano y el silencio en cualquier dirección se apoderará de nosotros. No habrá necesidad de que algún entendido en nómina diga a quien no lo sea: usted hable cuando se le pregunte, vote con un escueto movimiento de cabeza cuando le toque y cuide de no protestar ni por esto ni por nada, vea lo que vea, oiga lo que oiga, pase lo que pase. Todo eso se descartará, por supuesto, y también los llantos de dolor y de injusticia porque harán ruido, y los jadeos de amor o de simple lujuria porque habrán sido olvidados por poco uso como sensaciones ajenas a la nueva concepción de la vida. Seremos un grupo más aburrido aún de lo que somos, pendientes de a ver qué se le ocurre al culto de turno para entretener nuestro tiempo con carnavales, pasiones y cabalgatas, eso sí, y muy a tener en cuenta, sin que nadie se atreva a ir en contra de sus ocurrencias, y menos aún, a rozarle el sillón, no digamos a movérselo. Sólo para él y por ese motivo será posible el habla: para avisar de que hay alguien capaz de mover sillones, que parece ser que será lo único sagrado que quede.
© Manuel Garrido Palacios
© Imagen: Óleo de Seisdedos
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© Publicado en el Boletín de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York.