Al entierro de Antonio fueron tres personas, contando al enterrador, que va a todos. Fue un día violento, gris, feo, de los que se dice que en las nubes andan de mudanza por el ruido tormentero que baja de allí. Muerto de madrugada, sumando el sueño eterno al voluntario, alguien dio el triste aviso por la mañana. Vino un municipal, el médico, qué sé yo quién vino. Lo seguro fue que vino la muerte, dama que juega al ajedrez de la vida y da jaque mate a los latidos. La beneficencia le puso caja y la fecha llanto. Sin oficio conocido, Antonio vivía, duraba, estaba, como todos, sin saber para qué en mitad del misterio de la vida: «Cuando venga lo que tenga que venir, aquí estoy», dicen que dijo. O no fue así y alguien inventó la frase en su honor. Su padre, pastor viejo, curtido, Domingo de nombre, me sondeó una tarde lluviosa para que comprara una piarita de corderos con tal de que Antonio los cuidara. Le dije que no entendía de eso, ni tenía cuartos, ni me apetecía. Pero ahora sé que padre Domingo me quiso decir algo más que aquello. Me dijo sin estirar el discurso: «Con piara o sin ella haz lo que puedas por mi Antonio. Protégelo de los buitres del color que sean». Ese día trajo el buen hombre un esqueje verde de olivo y lo plantó ladera abajo con esmero. Lo quise ayudar con mi torpeza y al hacer el agujero y clavar el palo entendí que lo que allí floreciera no iba a ser sólo un olivo, sino una amistad serena, un respeto a la vida simple, un saber estar sin sobresaltos, una de esas cosas difíciles de describir pero que quedan fijas para siempre. Domingo murió y quedó el hijo Antonio. Con el tiempo creció el olivo y ahí está, hecho un ganapán, con su tímida fronda dando aceitunas, como los grandes: «Con aceitunas y un bollo nadie va al hoyo; si son gordales, mételas en salmuera treinta días; si son manzanillas, diez más; si echas un huevo en el tiesto y toma la forma de moneda tiesa, ya las puedes comer». Cuando paso cerca saludo al árbol nuevo como si Domingo estuviera cuidando que no se le arrimen las cabras, como si siguiera apelmazando el cepellón, como si nunca hubiera dejado de insistir en lo del hijo, en su temor a los buitres. Ya digo, y no se me va del pensamiento: tres personas fueron al entierro de Antonio, contando el enterrador, que va a todos. Antes de empezar a echar paladas de tierra para tapar la caja tiró la colilla al suelo, la pisó con dejadez de costumbre y soltó una frase de las que no se entienden pero que sonó a rezo íntimo, aunque trajera ecos de no significar nada. Antonio, posiblemente, se encontró allí -¿dónde es allí?: la otra banda, decía él- con su padre, que imagino que le preguntaría por el esqueje de olivo que plantamos. Antonio igual le dijo que el árbol del afecto seguía donde mismo, basta que él lo hubiera sembrado, como clara señal de una extraña amistad que arraigó como el palo, que dio su fruto como las ramas, y que permanece después de tanto entierro, de tanta muerte, de tanta lucha, como un misterio del que, a decir verdad, no sé más que estas cosas que digo.