LA JOYA DEL NILO

LA JOYA DEL NILO

Los cocineros del barco La joya del Nilo salen al comedor tocando adufes para celebrar el cumpleaños de alguien. Apagan las lámparas y a la luz de las velas cantan con un ritmo recio que invita a los comensales, ya en los postres, a compartir la alegría del evento en honor de la vida. Se diría que el chef ha ideado la cena ligera con vistas a la fiesta, pues se compone de barbo con salsa picante y una exquisita variedad de verduras, algunas, desconocidas a los paladares occidentales. La tarde fue para visitar las gigantescas canteras de granito de Asswan, en las que, al tiempo que usan máquinas para la extracción, parte del transporte se siguen haciendo a base de infinitas filas de porteadores con su piedra al hombro, lo que da la sensación de que quedó una pirámide por rematan.
Así tuvieron que levantar las muchas que hay o las columnas de Karnac. En miles de años no cambió la escena ni el método utilizado para romper las moles graníticas metiéndoles cuñas de sicomoro. Todo parece como entonces en esta orilla del Nilo, por cuyas aguas transitan cientos de barcos de pasajeros y falucas a vela. La mañana fue para llegar a Abu Simbel. El vuelo permitió gozar del desierto al alba y estrenar asombro ante la riqueza de tonos que nunca podrán salir de la paleta de un artista humano. Mañana, tarde y noche de un día. Desierto, piedra y danza. Ayer fue Edfú, ciudad sumida en su laberinto de tráfico de calesas sobre las que, sin insultos, ni cabreos y a velocidades de vértigo se pierde el sentido de izquierda y derecha.
La experiencia de viajar en una de ellas suele asustar al recién llegado, pero deja indiferentes a los habitantes de este caos porque saben que, a pesar del lío, no habrá tragedia: para eso –dicen- andan por aquí dioses protectores cuidando el desordenado orden en el que, incluso los vendedores de hermosas ropas trepan al pescante manejando técnicas de seducción tan finas que te hacen caer en la comprar, que es una manera de vencer la tentación. Si en principio no lo tenías pensado, ves que te ponen en las manos un tacto de algodón suave por tres libras egipcias y, cuando crees que has cerrado la ganga, la compra crece como por encanto. Y te dejas seducir porque vas a ver un gran templo, porque te sientes bien, porque después volverás al Nilo para seguir viaje hacia sus fuentes, seis mil kilómetros arriba, y porque sí, que es buen argumento a esa hora. ¿Para qué discutir ante esta explosión de vida en un lugar tan antiguo como la razón, donde olor y color se mezclan con el canto del almuecín que arenga al alma desde el minarete? Cuando Abdul quiere acelerar grita al caballo: ¡Alé Ferrari!, y avisa ¡Aten! a cada bache, no sea que el viajero salte del asiento y desaparezca; eso, sin dejar de advertir que el animal merece una propina aparte para pienso. Esto pasó ayer en Edfú. Hoy el día nació con la mágica visión del desierto y siguió con la roca que rompe el sicomoro para llegar de noche al comedor del barco donde se danza al ritmo de adufes en honor de quien cumple años. De quien ha vivido hasta aquí.

© Manuel Garrido Palacios
© Fotos MGP.