La experiencia de viajar en una de ellas suele asustar al recién llegado, pero deja indiferentes a los habitantes de este caos porque saben que, a pesar del lío, no habrá tragedia: para eso –dicen- andan por aquí dioses protectores cuidando el desordenado orden en el que, incluso los vendedores de hermosas ropas trepan al pescante manejando técnicas de seducción tan finas que te hacen caer en la comprar, que es una manera de vencer la tentación. Si en principio no lo tenías pensado, ves que te ponen en las manos un tacto de algodón suave por tres libras egipcias y, cuando crees que has cerrado la ganga, la compra crece como por encanto. Y te dejas seducir porque vas a ver un gran templo, porque te sientes bien, porque después volverás al Nilo para seguir viaje hacia sus fuentes, seis mil kilómetros arriba, y porque sí, que es buen argumento a esa hora. ¿Para qué discutir ante esta explosión de vida en un lugar tan antiguo como la razón, donde olor y color se mezclan con el canto del almuecín que arenga al alma desde el minarete? Cuando Abdul quiere acelerar grita al caballo: ¡Alé Ferrari!, y avisa ¡Aten! a cada bache, no sea que el viajero salte del asiento y desaparezca; eso, sin dejar de advertir que el animal merece una propina aparte para pienso. Esto pasó ayer en Edfú. Hoy el día nació con la mágica visión del desierto y siguió con la roca que rompe el sicomoro para llegar de noche al comedor del barco donde se danza al ritmo de adufes en honor de quien cumple años. De quien ha vivido hasta aquí.
© Manuel Garrido Palacios
© Fotos MGP.
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