Caza Mayor / Manuel Moya


Manuel Moya
CAZA MAYOR
{Microrrelatos}

Editorial Baile del Sol
Colección Sitio de Fuego

Presentación en Sevilla
‘La Carbonería’

El autor ofrece aquí la pieza que abre
y la que cierra el libro. Génesis y Apocalipsis.


COSMOGONÍA

Todo comenzó por una maldita apuesta. Con veinte años uno cree que puede ponerse el mundo por montera y si a eso añadimos que nos habíamos pasado con las cervezas... Por mis muertos, que en una semana, dije, mirando a Gloria y golpeando la jarra casi vacía sobre la mesa de mármol, acabo el mundo. En la sonrisita de mis amigos de francachela advertí que se lo habían tomado como una fanfarronería más. Estaba hasta el gorro de que todos, incluida Gloria, me tomaran a chufla, pero esta vez estaba dispuesto a llevar mi promesa hasta el final. Por mis muertos. A mí no me tocaban las pelotas cuatro gilis que sólo querían calzarse a Gloria, así que les aseguré que, como me llamo Dios, en una semana tendría listo el mundo y no sólo lo cumplí, sino que el séptimo día me tumbé a la bartola, a la vista de todos, viendo cómo me había quedado la cosa.
—Joder, así lo hubiera hecho cualquiera —dijo uno de ellos. Los demás lo siguieron con sus risitas.
Yo sabía que no le faltaba parte de razón, pero por el momento y delante de Gloria, no estaba dispuesto a dejar que siguieran con las risitas y el mamoneo.
—¿Si tan listos sois, por qué carajo no lo habíais hecho antes? Sois como esos putos niñitos de papá que andan todo el rato que si la revolución por aquí, que si la revolución por allá, pero nunca mueven un dedo para hacer la maldita revolución.
—Dios, no te pongas así.
—Anda y que os jodan —dije, dando un portazo.
Y no volví.

 

DEVASTACIÓN

Durante meses reconstruí aquel mapa según los dictados de mi enfermo padre. Tracé así carreteras que apenas llegaban al papel se cuarteaban ante el empuje feroz de las raíces de las ceibas; tendidos ferroviarios que se deformaban y quedaban inservibles horas después de haber sido trazados por la plumilla; pueblos que nacían aquí y allá, al albur de la costa y de las plantaciones, y cuyos muelles y pantalanes daban cobijo a inverosímiles cargueros que horas después aparecían orillados en las ciénagas, pecios descarnados y hundidos en la arena, ya pasto del olvido; durante días dibujé palacetes rodeados de vastas y geométricas plantaciones de cacao y caña de azúcar, donde antes, en los esplendorosos tiempos de la esclavitud había cuajado la felicidad, pero ahora, cuando ni siquiera terminaba de completar su dibujo, aparecían devorados por la espesura. Cuando al fin le entregué el mapa, mi padre quiso alzarse de su sillón. Temblando de ira, pidió que lo lleváramos a la ventana, apartó los visillos y durante un largo rato no dejó de imprecar y manotear en el aire, hasta que se sumergió en el vacío y observamos con resignación con qué voracidad la carne le iba siendo absorbida por los huesos.

© Manuel Moya