Alexis Díaz-Pimienta




Tres poemas
para
Cuarto de Mala Música



I . SAXO

Un saxo es un instrumento demasiado triste
para que bailen los gorriones
sobre el tendido eléctrico.
(No importa que haya pájaros muertos
al pie de los violines.)
Un saxo es para las hojas otoñales
para los divorcios
para las cartas que no llegan.
Si ven llover, saquen el saxo
donde todos lo oigan.
Si hay luto en la ciudad, adórenlo.
Y a nadie se le ocurra tocar el saxo un jueves.
Y nadie ensaye cerca de los jardines.
Acostumbrémonos al gris y al viento en la ventana
al silencio muriendo en espiral.
Un saxo llena el pecho de murciélagos
y nos deja así, con el pecho invadido
con la mujer de siempre doliendo en las paredes.
El saxo no, por favor, Charlie Parker,
¿no ves que cae ceniza?
¿no sientes como cantan las ojeras?
El saxo no, por favor, Charlie Parker,
o lloraremos juntos la próxima llovizna.

II . MUERTOS DE RISA

Charlie Parker se sienta frente al televisor y ríe.
No le hace caso a su saxo ni a su vieja anfitriona,
la baronesa Nica.
Julián del Casal se acomoda en la silla
en la que a va cenar y ríe.
No le hace caso a su corbata
ni a sus jarrones de la China.
Ambos saben que van a morir
y les da risa la cara que pondremos los demás
al saberlo.
Ríen con elegancia de cadáveres vírgenes,
de muertos por primera vez,
llenos de cicatrices musicales y complejas metáforas.
Ríen igual que hemos llorado
los que no les conocimos,
con hipos y perplejidad, con pañuelitos tímidos.
Charlie Parker bebe café en La Habana
mientras Casal ingresa en un psiquiátrico
para perfeccionar su deterioro.
Son como niños grandes.
Ambos han sido espectadores de la cara de Dios
y no han podido contener la risa.

III . LOS MÚSICOS DE JAZZ

¿Por qué los músicos de jazz cierran los ojos?
¿Por qué tocan con los ojos cerrados
aunque tengan los párpados arriba?
Los músicos de jazz no pertenecen a la misma especie
que el resto de los hombres. Son solo sombras,
siluetas de colores sin nombres ni familia.
Escuchar a los músicos de jazz
leerlos entre el humo y las lágrimas del fondo
es una soberbia lección de continencia.
El clarinete mueve el pie al ritmo de la lluvia.
El saxo mueve la pajarita en círculos.
La tuba no puede contenerse
y llora recostada en la espalda del trombón
que toca y dice que no con la cabeza
niega que él sea un árbol o una piedra o un hombre.
El trombón cree
(y lo dice, con desfachatez metálica)
que es una libélula.
Se cree libélula el trombón y lo comenta con el piano.
Y solo entonces el piano se sacude
escandalosas lágrimas blancas, casi transparentes
y se queda a solas con la voz del cantante
que llena, poco a poco, de fotos viejas el local.
Pobres músicos. Los músicos de jazz
siempre son pobres. Dan lástima.
Se atraviesan como un hueso
en la memoria pública.
Todos sabemos que no se mueven,
que no se miran ni se tocan,
que son movidos por fuerzas extrañas
aunque nadie descubra los hilos motores.
Y ya no tienen fuerzas más que para tocar, así,
vestidos de rigoroso luto, despeinados,
con olor a café ya whisky seco.
Cuando tocan los músicos de jazz
en todas las casas de todas las ciudades
surgen de la nada mesas redondas
con mantelitos tejidos a crochet
con ceniceros en el centro y colillas humeantes.
Y grandes fotos. Inmensas fotos
de otros músicos de jazz, llorosos.
Fotos desenfocadas y húmedas,
cargadas de electricidad estática.
Y entonces todos los que escuchamos
todos, sin excepción,
pegamos saltos sobre los platos de la batería;
al mismo tiempo y sincopadamente.
Miles de cuerpos vestidos de negro en síncopa.
Llorando en síncopa. Humeando en síncopa.
Oyendo en síncopa. Extrañando a las madres
y evocando a las novias de la primera infancia
a los amigos de las primeras espinillas.
Miles de sombras con siluetas de distintos colores
con boquillas de metal humeantes
y los ojos cerrados.
Y los ojos cerrados.
Y los ojos cerrados.
Y la noche.

© Alexis Díaz-Pimienta