Alonso Zamora Vicente






MEMORIA DE HUELVA





Hay ciudades que, para un escolar madrileño, quedaban muy lejos, nunca se podría ir en excursión dominguera o de fin de semana: Huelva, Jaca, Santiago de Compostela, Puigcerdá....Y, sin embargo, surgían y han seguido apareciendo en nuestras conversaciones a lo largo de los años jóvenes y maduros. La costa de Huelva ha sido una de las más socorridas...
Nunca se nos había dicho que el río Tinto lleva las aguas de otro color. ¡Qué asombroso descubrimiento...!. Tampoco sabíamos que la navegación había llegado a San Juan del Puerto. Nadie nos habló de Niebla, ni siquiera al comentar -pedantería agresiva. de los años treinta-, la poesía de Góngora. Niebla, tan bella y ensimismada. Nada sabíamos de Moguer... ¿Para qué tanta declamación gesticulante sobre los viajes colombinos, si no acertábamos a separarle de Palos...? Huelva era para nosotros, en el secarral madrileño, las constantes citas de Isla Cristina, de Lepe, de Punta Umbría, de El Rompido..., lugares de veraneo de algunos felices humanos, y la gran curva abierta hacia la bahía de Cádiz, detrás de la que se ocultaba el Parque de Doñana.. El jovenzano estudiante de secundaria en Madrid seguía viendo Huelva en las reiteradas fotos de los manuales: los largos muelles de carga del mineral en el extremo sur de la ciudad y las minas a cielo abierto, camiones y más camiones deslizándose por el polvoriento camino en espiral, hasta el fondo.
Cuando comencé mi vida de profesor en Mérida (¡pronto hará 70 años...!) era muy curioso ver la añoranza colectiva por los veranos en Isla Cristina o en Mazagón. Ya mayorcito pude hacer una escapada desde Sevilla y acercarme a. Moguer, tras la sombra. de Juan Ramón. No hubo tiem¬po de ir al Pino de la Corona, en el que florece el corazón de Platero... Pude paladear las pinturas de Vázquez Díaz. Visita rápida a Huelva, de aquí para allá, la Merced, gente amable y cordial, más rápido pasar por otros lugares... Gibraleón, Cartaya, Niebla, Bollullos par del Condado... y ese confuso regusto de no haber sido suficiente el esfuerzo...
Me nació entonces la desazón de ir a Ayamonte y cruzar el Guadiana en un barquito de juguete, viejo de años y memoria de innumerables viajeros variopintos, políticos, burgueses inocentones y presuntuosos contrabandistas. Ahora ya sé que nunca podré hacerlo. Muchas veces, al regreso de América o de Canarias, era un reconfortante placer descubrir el mapa de la Península desde el aire. Se reconocía desde Huelva hasta la bruma impertinente que difuminaba el paisaje.
En uno de esos viajes, el avión entró más al oeste: abajo, con enorme precisión, se veía el Guadiana dentro del mar un buen trecho, dibujado su cauce por el color diferente de las aguas, embarradas, quizás más quietas. Hacia el norte, la bruma eliminaba distancias y horizontes. Se me avivó el casi infantil deseo de cruzar alguna vez la desembocadura...
Cuando se celebró una reunión conmemorativa de Juan Ramón -no recuerdo la fecha-, allá tuve que ir. Pude hacer una escapada a Ayamonte.. Una vueltecilla por la ciudad, media mañana, llenas de trajines las esquinas... Hay que aguardar la hora del barquito. Nos acercamos a la Iglesia. En la puerta, de un mudéjar sobrio, preguntamos a un grupito de jóvenes sentados en la escalera, dónde podíamos acudir para entrar. Amabilísimos (¡hasta se levantaron...!) nos contestaron que iba a ser imposible porque Fulanito (¿el sacristán?) se había ido a Portugal de compras. Uno se brindó a localizar a la mujer, que, a lo mejor, quién sabe... No acepté: les dije nuestro proyecto de pasar a Vila Real a comer; se nos haría tarde... No había manera de cortar la caudalosa cháchara de los jóvenes, que yo oía encantado. Era una fluencia conversacional, repleta de simpatía, de naturalidad respetuosa, confianzuda. Llegamos tarde al barquito. Después, tomando café en el Parador, nos enteramos de que iba a pasar por allí un obispo de no sé dónde. Los jóvenes creyeron que yo era el prelado de marras, prelado que no apareció por ninguna parte.
Aún me escarba con frecuencia el afán de ver el puente nuevo. Ya sé que no podré ir: las piernas rebeldes se obstinan en tenerme sujeto en casa. Cartaya, Gibraleón, Niebla, Bollullos, La Rábida, los pasos sobre la ría, las ciudades todas de la costa, todo, en fin, se ha trocado en desnuda ausencia. ¿Cómo sera desde el aire el hachazo del puente nuevo sobre las aguas del Guadiana moribundo? Sólo sé que, por encima de colores, reconocimientos y anhelos personales, flota, protegiendo ese rincón de España un resplandor, un inmenso resplandor. Sí, Huelva es en mi memoria un resplandor, una infinita, acogedora claridad.


DIALECTOLOGÍA ESPAÑOLA (frag.)
Biblioteca Románica Hispánica. Gredos. Madrid 1960


...el seseo en Huelva, Sevilla y Córdoba constituye una faja intermedia entre la distinción y el ceceo. La distinción no llega por ningún sitio hasta la costa, ni el ceceo hasta la sierra (excepto los breves entrantes de Valverde del Camino, en Huelva, y de Aznalcóllar, en Sevilla) como arrinconado hacia la sierra, oprimido por el avance del ceceo.

© Alonso Zamora Vicente

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