Rosendo ''El Tamborilero'
Cerca de la frontera francesa, en Santesteban, conforme se llega a Vera (a Itzea) hay un restaurante de los que no se olvidan. Su nombre es simplemente Josepha. Apenas se advierte su presencia cuando se pasa ya que es un caserío más de los que están al borde de la carretera. Su mobiliario no es lujoso, ni siquiera regular. Igual te toca sentarte en un taburete que en una silla que en un butacón. Pero su cocina es única. Vienen gentes del país vecino buscando el sitio: nada fácil dar con él. Alguien le preguntó un día a Josepha por qué no ponía un letrero en la puerta bien visible, o una señalita, por chica que fuera. Respondió que cuando se sabe donde está lo bueno, se busca, por escondido que esté. Algo así pasa con El Tamborilero, en Almonte, que es una casa medianera en una calle a trasmano; casa a la que se va y se repite porque Rosendo también conoce el secreto de los grandes maestros: él lo es. Es un ritual ir a comer allí. Primero, hay que saber que existe, cosa que se suele transmitir boca oído por los amantes de la exquisita mesa, y después, no hacer valoraciones previas por su aparente modestia, porque la gran riqueza del lugar está en el trato (te pasan a la cocina a que veas lo que se trama en sus fogones y sales de ella queriéndolo todo), en la calidad (hace la plaza cada día) y en la gracia al cocinar lo que se tercie. Es uno de esos sitios donde sobra la carta. Basta la palabra, la sugerencia de Rosendo como garantía de satisfacción. Y si al final uno tiene ganas de enterarse por la variedad de platos que ha traído a la mesa, se entera de que ha sido mero, bacalao, corvina o anchova, cada pescado con su salsa especial, sea de almendras o de pisto, sin olvidar las berenjenas rellenas, una excelente paella o un puchero de los de poner los ojos en blanco. Y es eso, que no hace falta llamar la atención sobre lo bueno. Sea en Navarra, en Huelva o en el fin del mundo, lo bueno se busca y, como en el caso de Rosendo, se encuentra.
© Manuel Garrido Palacios