Juan Villa


LOS ALMAJOS
Juan Villa
Edit. Paréntesis 

Juan Villa continúa ahí, en las reseñas de los medios de comunicación y en las conversaciones sobre literatura que, milagrosamente, se producen. Que exista en este sur novelista capaz de romper lindes brillantemente, como es su caso, hay que valorarlo como un lujo.
No vendría a cuento andar desvelando aquí sus claves, sus secretos para quienes aún no la leyeron; a tiempo están. Estas líneas valen para dar fe de su vigencia y para despertar el interés por ella en quien llegó tarde a la noticia de su nacimiento en su día. Sus páginas serán las que cuenten al lector el contenido de su corazón de papel y tinta y lo conecte con el autor, en este caso, el almonteño Juan Villa.
A la vista de su biobliografia: El lobito (1998), Última estación (1999), Crónica de las arenas (2005) y El año de Malandar (2009), y de sus sabrosas crónicas ilustradas, la obra Los almajos (como ‘almarjo’ lo registra Corominas) ya anuncia que se trata de una rica, densa exposición de un tema apasionante con su dosis de sorpresa al fondo, por lo que dice, y de buena literatura, por cómo lo dice. No. No hay que desvelar la trama que se urde en sus páginas para que quien las lea se sorprenda por sí mismo. De entrada hay que señalar que la fragancia de las palabras vuelve a visitar a Juan Villa cuando se interna en el mundo mágico de Doñana y las arenas le hablan, y las voces que flotan le hablan, y las dunas le hablan, y los almajos le hablan. Si se le preguntara por qué titula su obra con ese nombre tan sonoro, seguro que intentaría el despiste hacia la definición del término; diría que son unas hierbas que crecen en las zonas pobres de la marisma y sobre las que se cuentan historias que son el alma de la novela.
Parece ser que en la tierra de Doñana encontró Juan Villa un territorio idóneo para sacar cosecha histórica y literaria con parsimonia de rito. En ese ámbito se instaló hace años y en la tarea sigue para gozo de lectores. Si inagotables son los caminos de ese trozo de Paraíso cuando se andan, también lo son las historias humanas que destila y le aportan vida. Se le podía preguntar al autor si Los almajos es novela independiente o forma parte de la estela de las anteriores, y es posible que dijera, al límite de correr la cortina de lo que contiene cada página, que lo que está escrito hay que leerlo, pero que, ciertamente, esta novela está íntimamente relacionada con Crónica de las arenas, que podría ser un episodio más de aquel mundo del eucalipto. Apurando, en un intento de llegar más cerca para que la cuente sin contarla, podría añadir que desde el punto de vista técnico, en Los almajos ha aplicado una fórmula narrativa poco utilizada en nuestras letras, que siempre tuvo interés en abordar por sentirse cómodo en esa expresión concentrada, intensa; seguro que encaja a medida con la historia.
Lo de Juan Villa es un enamoramiento con la tierra de Doñana, una insistencia de amante, un afán en hurgar en lo que guarda. Pero en este caso, podría decirse, sin exagerar, que más que ir a Doñana, Doñana lo ha buscado a él, se le ha impuesto de tal forma que ya no podrá dejarla nunca. Lo ha escogido. Le ha concedido ese privilegio. 
Puede que haya algo de invención en lo que cuenta en Los almajos, quizás más que en las anteriores obras en las que plasmó el pulso de estos cotos. Esta entrega la pueblan básicamente los latidos de los protagonistas, los conflictos que pueden nacer y crecer en cualquier lugar y en todo tiempo; por tanto, también en el seno de Doñana.
En su hacer literario, Los almajos es una parada en la ruta que emprendió Juan Villa, convencido de que, aunque será el tiempo el que lo diga, el proyecto tiene vida para largo. Toda obra trae en algún párrafo una clave que es la síntesis de lo que se ha querido contar. Digamos el espíritu. En Los almajos probablemente esté en la última página, a lo que hay que llegar a través de los caminos trazados en sus ochenta y siete anteriores. Y, ya digo, no es cosa de ponerse a desentrañarlo aquí, sino de descubrirlo. No hay más que abrir el libro y dejarse llevar. Lo demás vendrá a su tiempo, en su sitio justo.

© Manuel Garrido Palacios

Antonio García Barbeito

PALABRAS DE DIARIO
Antonio García Barbeito
Ediciones B

Es un libro que igual podía haberse llamado Diario de palabras. Trae un ciento largo de piezas literarias –joyas expresivas– que los clasificadores oficiales llamarían fríamente artículos o cuentos. Yo creo que hay que ver el conjunto como la cosecha de un Barbeito que pone sus manos sobre el papel inmaculado y traza en sus renglones invisibles signos que saben a poemas en prosa (también hay quien cree que la poesía se hace sólo en versos; hay quien lo cree todo) No sabemos qué laberintos le fluyen a un ser humano en la cabeza para que en el más mínimo comentario que haga en persona o en los medios –da igual, sigue siendo Antonio– nos dé una lección de lógica literaria, de anatomía del discurso y de la invención de la metáfora. Si existe el Señor de los Anillos, Antonio García Barbeito es el Señor de las Metáforas, porque son tantas y tan acertadas las que se agolpan en sus escritos, como a Sancho Panza los refranes, que bien podría construir historias sólo con ellas. Va otro posible título para el libro: Diario de metáforas. Ya desde el arranque de las páginas describe el mediodía como el buey capaz de secar una charca en un lengüetazo; y el sol es un pandero incendiado; y la noche calla como una culpa propia; y el aire era gordo como una poleá caliente; y el circo ambulante, una sonora mano pedigüeña a la que cuesta trabajo negarle una limosna; y los remolinos de arena duelen como perdigonadas; y un amplio escote delantero es un patio de media luna; y una cómoda postura que le divorcie las rodillas y muestre la oscuridad, carnes adentro, de un callejón de sombra donde uno imagina que mueren, inmolados, los deseos más hermosos; y el aire que sopla parece que llega después de atravesar un bosque en llamas; y viene cuando la tarde tiene hechuras de novia; y ella parece una diosa hallada, y viva, en cualquier excavación romana; y el paraguas es una reliquia colgada de la percha; y tiene en la mirada un velo de tristeza de exilio involuntario; y el otoño ni se inmuta. Las metáforas son cauces breves para intentar llegar a la inaccesible profundidad del alma de cada personaje: a la niña que tenía sus ojos en la voz; a Gabriela, alta, firme, derecha, incorpórea; a la amante fría al alba; a la Trotanoches; a la vieja dama; a la Poleo; al moro Cupido; a Segundo Manchado, al Brújula… y a él mismo, Antonio García Barbeito, a cuestas con la virtud de estar en cada una de las trescientas páginas sin quedarse en ninguna después de haberlas creado. Me gusta que se pueble este espacio con el nombre del poeta y de la fe de vida de un libro al que todo paladar sensible ha de hincarle el diente. Si como dice el autor, lo que se necesita para ello es la curiosidad, igual valen estas palabras para abrirla.

© Manuel Garrido Palacios