Pío Baroja

EL MUNDO ES ANSÍ
Pío Baroja
Ed. Losada

Al salir por La Junquera aún me suenan los ecos de anoche en el Palau de la Música de Barcelona: La Pasión según San Mateo, de Telemann, y su Concierto en E menor para flauta, cuerda y continuo. Con esa sensación encaro L’Ampurdá camino del sitio al que pretendo ir, aunque más bien siento algo parecido a estar en mitad de un misterio preguntándome ¿hacia donde voy?
En la frontera hay viejos bares testigos de las escenas de los que huyeron a Francia durante la guerra. Ahora se huye de otro modo: se sale de la rutina. El Puerta de España es un caserón en el que comen legiones de viajeros que saben poco o mucho de los que huían entonces con la medrosía puesta, con la lágrima a plomo, con el dolor de cuerpo y de alma. Y lo mismo que el eco del concierto me sigue, si cierro los ojos siento los pasos de los que dejaron en España la tragedia colectiva y pasaron por aquí cargados con la tragedia personal.
Almuerzo pan con tomate y jamón mientras observo el ir y venir de tanta criatura. Alegra este fluir, este no empantanar la corriente con colas, pasaportes y ‘¿a qué va o viene usted?’ Un día respondí: ‘A nada’. El guardia estampó el visado sin piar. Era mi cumpleaños. Suelo pasar esa fecha lejos de donde nací y suelo retratarme en un fotomatón para imaginar que renazco. Luego regreso con la sonrisa helada y el gesto quieto ante la vida, que sigue por donde iba.
Aparcan varios autobuses. Cada guía advierte a su grupo que hagan sus necesidades en esta parada y que no discutan por el asiento porque dará un número fijo a cada uno y tendrán que aguantar con el que les toque en suerte. ¿De qué lugar vendrán? Llevan cámaras de fotos y de video. Unos disparan a puro contraluz. Protestan: ‘Ha salido turrada’. Otros posan junto a un Rolls Royce negro y amarillo apoyando su figura en el guardabarro. Sale el dueño y los retratados se disculpan como pueden. Hay quien lleva el video atado a la mano; no ve por sus ojos, sino por el de la máquina, que lo graba todo, lo que sea, como sea.
Un acodado en la barra me llama por mi nombre y quedo confuso: ‘Soy Fulano, el hijo de Señá Rita’. Trabaja de camionero por Europa con lo que le carguen, hoy aquí, mañana ni se sabe. Hablamos de cómo se ha puesto la vida, del tiempo que hace que no va al pueblo, de cosas de cada día.
Como no me cunde la prisa, busco un libro de la mochila y lo abro para merodear un rato por sus páginas. Es de Pío Baroja y reza en su portada: El mundo es ansí.
La tarde se cierra en aguas y un autobús me lleva a Niza, donde es difícil dar un paso por menos de un euro. Bajo los soportales de la Plaza Masana espero que escampe, aunque no lleva trazas de hacerlo. Pasa una berlina con gendarmes y la pareja me mira con interés. A estas alturas, un tío con mochila y capotón no es del paisaje de la pulcra Niza. ¿Y yo qué le hago? Cuando cede la lluvia me acerco a un bar y doy cuenta de un pan con fiambre y una cerveza. Le pregunto al camarero por un sitio para dormir y me indica una fonda de las que llamo ‘La sola cama’. La necesito. La dueña es el hada madrina que me acoge y me facilita ducha y toallas secas. Es de Bristol y me cuenta que el gran paseo de Niza lo hizo un paisano suyo y que por eso se llama ‘De los ingleses’.
Desde mi ventana veo llover. Da a un muro verdecido. Leo en el libro de Pío Baroja que Juanito Velasco fue un entendido en Botticelli y Donatello, en el champagne de Clicquot y en las bailarinas de music-halls. No me parezco al personaje de don Pío, pero me pongo a escribir con el mismo afán que Velasco ponía en sus cosas. Como el cuarto es chico, la dueña me dice que ocupe la mesa del comedor para tomar mis notas. Me explica que el aeropuerto, hecho sobre el mar, es el más silencioso del mundo, sin megafonía, sin campanas ni más ruido que no sea el del jadeo humano.
Cada lugar se forja en la mente del viajero con una imagen diferente a cómo lo pintan. Niza me pareció anoche la pura soledad, a pesar de haberla imaginado bulliciosa, como toda la Costa Azul. Dicen que se llama así por el color de sus aguas. Otros que por el color de la sangre de los que la hicieron segunda residencia. El último pueblo asomado a la orilla francesa es Mentón. Luego empieza la Riviera italiana. Hasta Génova se suceden los túneles. Unos aseguran que cien; otros, que ciento uno.
Sigo con el libro de Pío Baroja. Hoy es más día de leer que de escribir.

© Manuel Garrido Palacios
magen: Pio Baroja con Julio Caro Baroja