Julio Alvar
Col. La espiga dorada
PRÓLOGO
(En memoria de
Janine)
Dice Juan Ramón Jiménez en El viaje
definitivo:
Y yo me iré.
Y se quedarán los pájaros cantando.
La
esencia de uno de los poemas más bellos que se hayan escrito, impregna lo que dicen, sin decirlo, las voces que sacan de sus memorias
lo que conocemos como canciones populares: «Y yo me iré», pero los nuevos
vendrán a recoger este testigo sonoro de una época para que otra generación
sepa que, a pesar de todo, cantábamos. Cada canción es un nexo, una seña de
identidad, un eslabón que une el pasado con el futuro a través de este presente
que responde a otro verso: 'Pero lo nuestro es pasar'. Hasta es posible que
alguien, aunque no entone ninguna de las canciones, pase por el pueblo, ponga
oído, las recoja, las siembre sabe Dios o las fije en el papel, evitando que
algo tan indefenso como un eco ayer ande a saltos por la Historia en manos que
no aciertan a darle el sitio que merece. ¡Cuánta riqueza de este tipo se perdió
por ignorancia o por ese desinterés que es puerta del olvido! La tradición oral es
herencia común que pasa por nosotros camino de los que asoman por la esquina
del tiempo, y los Cancioneros son colecciones en verso de los sentimientos
expresados sobre los hechos que componían la vida, sin que fuera necesaria la
rúbrica del autor. El pueblo suele firmar como «Anónimo», que es el nombre más
repetido en las obras que nos han llegado. Mayor honor no cabe para un humilde
canto que el de ser no-firmado por ese «Anónimo» que representa al ingenio
popular y queda marcado como patrimonio de todos. Y aunque lo nuestro sea
pasar, es bueno que usemos nasas menudas y sensibles para retener lo que
podamos de toda esa herencia, según el Maestro Correas: «Trabajosa en ganar,
medrosa en poseer, llorosa en dejar», en vez de dejarla ir, como los ríos de
Manrique: 'A la mar, que es el morir'. Para unos, lo que se canta
afecta al ámbito social, a las lindes geográficas, une al clan, define al
grupo, es parte del ritual colectivo y responde al verso machadiano dedicado a
la guitarra:
Siempre que te escucha el
caminante
sueña escuchar un aire de
su tierra.
Para otros es un material virgen,
una fuente que no deja de manar, en la que suelen mojar la pluma para activar
su inspiración literaria; hay que decirlo: no siempre con ese «respeto
imponente» exigido por José Carlos de Luna, ni con el tacto necesario para
asumir que «Así es la rosa». Al hablar de tradición me
extiendo a lo que es artesanía, música, juegos, costumbres: formas insertas en
el ciclo vital de los pueblos. Al centrarme en los Cancioneros, aparte de los
ejemplos puntuales que ofrecen obras maravillosas como el Thesoro... de
Covarrubias, Autoridades..., y tantos libros que los traen diluidos en sus
páginas, podría citar los dedicados en exclusiva a recoger canciones, como los
de Amberes, Upsala, París, Palacio, Baena, Reales, Salamanca..., hermosos
manuscritos que descansan en los anaqueles de las grandes bibliotecas, con su
pátina de polvo de Historia posado en sus cubiertas, además de los temáticos,
regionales y locales, que abarcan un repertorio de versos que son regalo para
el paladar expresivo por transmitirnos con garbo sentimientos y emociones
básicas como el asombro de estar en mitad del misterio de la vida, dichas en un
sitio concreto, pero con valor universal. Es fácil que al registrar un
documento oral en un pueblo aseguren los informantes: «Esa canción es de aquí
porque la cantaba la tatarabuela de mi abuela». Es suficiente. Un periodo de
tiempo así de claro hay que interpretarlo como significante de «siempre»,
aunque cualquier siempre sólo sea un arañazo en la Historia, y ésta, a su vez,
con todos sus siglos a cuestas, no pase de ser la visión cantada por el poeta
Lara: 'La breve eternidad de un instante'. En este paisaje general se
encuadra este Cancionero, uno de los muchos y excelentes trabajos de Julio
Alvar, hecho a la vez que dibujaba las rutas del ALEA, junto a su hermano
Manuel, o ensanchaba su saber en pueblos primitivos, o detectaba mil formas de
latir por la misma cosa en otros mundos que, por lejanos que parecieran, no
dejaban de estar en éste. Por eso él prefiere ser llamado Etnólogo, no
Antropólogo, aunque desde el afecto, quien le escribe estas líneas lo llamaría
sabio a secas. Sabio de campo más que de gabinete. Sabio de todas las técnicas
que lleven a retener pálpitos, modos de entender la vida. Resulta una delicia
leer sus trabajos sobre El cine como instrumento de la antropología en su mirar
hacia otras culturas, o Los purépechas, o La Cultura Popular y el dibujo
etnográfico, etc. Este Cancionero popular
aragonés, libro que bien podría llamarse Cancionero de Alvar, contiene
cancioncillas que arraigaron en pueblos de Zaragoza (su cuna) Teruel y Huesca
(San Juan de Plan, Híjar. Abizanda, Almudévar, Caspe, Berbegal, Torla, Aniño,
Cañada de Vench, Tramacastiel, Monreal, Jorcas, Huesa, Blancas, Calanda...) y
otras ya más extendidas por la geografía española, a las que suma textos que
hablan de santos: Antón, Bartolomé, Blas, Valero, Águeda, Pilar, de milagros y
misterios dolorosos, o de temas como el suceso de Agustinica, la descripción
del arado, El piojo y la pulga, el romance de La loba parda, que en Terriente
es colorada, La Matilde, El reloj, La infanta cautiva de Valdeoliva, cuyo
raptor resulta ser el hermano, o el lance de la dama apoyada en el antepecho
del balcón que recibe proposiciones del caballero que la mira. De todo esto trae sus
versiones locales, aparte pastorelas navideñas, letras carnavaleras, de la
matanza, de juegos infantiles de comba o rueda, incluso copia un epitafio en
verso de 1840 que ve en el cementerio de Teruel, sin olvidar algún conjuro
contra el granizo y seguidillas como la que recoge en Ballobar:
Cuando mi madre cierne,
yo me enfarino
para que diga la gente
que yo he cernido'.
Las canciones han estado
ahí todo ese «siempre» al que aludí , y los Cancioneros las han reunido para
que no se perdiera algo valioso que no existía mientras no se cantaba, cosa que
ha ocurrido en tiempos buenos y en tiempos malos, o sea, cuando se podía cantar
libremente o cuando para sobrevivir a los lobos del poder y de la censura había
que ahogar ciertas expresiones genuinas: no más que simples canciones oreadas
en la plaza, en la posada o en la intimidad; el pecado estaba en que eran fruto
de labios dispuestos a ser espita por la que el alma popular expresaba algo que
el poderoso, con toda su carga externa, no tenía. «Y yo me iré». Cuando se
apague la luz y no quede nadie de hoy, ni los que cantaban o gastaban su tiempo
en recoger los cantos, ni los que prohibían cantar, o los que los imponían, o
los que aprovechaban lo secularmente cantado en beneficio propio, bien podrían
entonarse en honor del de Alvar y de todos los Cancioneros lo que trae en
Antología Rota el zamorano León Felipe, que tanto sabía de pueblos, dedicado
a quien persiguió toda canción no apta para oídos de dictadores. Versos tan
vigentes ayer como hoy:
Hermano...
tuya es la hacienda...
la casa, el caballo y la
pistola...
Mía es la voz antigua de
la tierra.
Tú te quedas con
todo
y me dejas desnudo y
errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo...
¡mudo!...
¿Y cómo vas a recoger el
trigo
y a alimentar el
fuego
si yo me llevo la
canción?
© Manuel Garrido Palacios