Danza en Las Ramblas
Foto: Héctor Garrido
Este hombre cuelga un casete en la rama de un árbol frente al Liceo y mientras duran las pilas baila y baila poseído por un afán. La música que surge la interpreta sin parar y sin cambiar de vestimenta ni estilo, sea tango, flamenco, vals o charanga: lo que encaja en su gusto. Las Ramblas son un universo como los Campos Elíseos parisinos, la Plaza de España romana o el Hyde Park londinense. Universo con sus ruidos, sus héroes, sus artistas, su público, que aplaude, o deja caer en el platillo una moneda, o se limita a mirar gratis. En suma: comparte lo que el artista ofrece y pasa a ser espectador de todos los tiempos para el que no hay formas ni temas fuera de moda. El bailarín está solo, pero es el más fuerte porque resiste esa soledad. No tiene a su servicio las tablas del Liceo, pero alcanza con la mano la vida simple, la vida para vivirla, aunque sea sintetizada en un público minoritario, abúlico, con prisas. Si la vida es aquello que pasa mientras miramos hacia otro sitio -dijo Lennon-, este hombre consigue con su número ramblero que el caminante, que no pensaba vivir ese día más que lo programado, disfrute de una quietud de minutos al verlo actuar y, de camino, caiga en la cuenta de que la vida pasa para él también, porque nada hay más doloroso que vivir ajeno a que se vive. Y no se inquieta si alguno se ríe de su actuación. Se planta sombrero y faja y penetra en la danza pensando que todos danzamos de alguna manera al ritmo del son que nos obliga la música de las circunstancias. Él, al menos, tiene el privilegio de escoger ese son y de bailarlo cuando le place o le conviene, jamás a la orden de la voz de ningún amo. Sabe que la soledad es un refugio contra muchos peligros y que en ella sólo hay un enemigo: uno mismo. Pero el mundo que gira, el Universo entero puede estar contra uno. Lo que quiere decir este hombre sin querer decir nada es que, se actúe en el Liceo o en su puerta, arropado por subvenciones o a pulmón limpio, protegido por despachos oficiales o por la nada, el arte no es patrimonio de los que deciden tú sí y tú no, sino del alma humana, y que quien ande sordo ante tal poesía, viene a tener la sensibilidad de una bestia.
© Manuel Garrido Palacios