Juan Miguel González
VISIÓN DE LA PIEDAD
Libros del Aire
Prólogo: Ignacio Gómez de Liaño
Premio de
Poesía Giner de los Ríos
·
Y tuyas como son estas palabras,
y aprendidas de ti,
nada de ti contienen felizmente,
pájaro hermoso.
En el almiar de oro,
yo sé que estás, con tu piquillo
abriendo
las mañanas del mundo.
Señor, sea así siempre,
nunca al pie de la letra.
No quieras que el redicho corazón,
tan compasivo siempre,
lo obligue a descender del aire de
su cruz.
Oigo su canto y lloro, porque sé que
no está,
porque nunca ha existido,
y esa es la canción que nunca
olvidaremos.
Un músico escribe
una obra y necesita un intérprete. Un escritor requiere un editor, un lector.
Se habla de la novela como género ‘menos imposible’ para intentar su
publicación, y se tiene a la poesía por género maldito al que la imprenta no ama,
a menos que el nombre del poeta haya alcanzado un eco con los años. Y ni así a
veces. Las estanterías traseras de las editoriales están habitadas por bellos
proyectos impresos resbalando lamentablemente hacia el abismo del reciclaje. El
autor es el primer eslabón de la cadena literaria; el editor, el segundo, pero
es ese séptimo sentido, que sólo poseen algunos editores, el que decide la
aventura de imprimir el texto.
Cómo te obstinas, Dios —¿por qué,
Dios mío?—
en hacernos felices.
Cómo dejas caer sobre nosotros
tus más amables plagas.
El agua de mis ojos secarías
si me vieras sufrir;
y si, despierto, corro a los
palacios
que tu clemente mano alza en mis
sueños,
¿no es sólo porque quieres que del
llanto
salte el arco y la fuente del reír?
Luego está un tercer personaje, uno
y múltiple y anónimo llamado lector. Con él se cierra el triángulo, nunca
equilátero, dentro del cual funciona el ciclo de escribir, editar y leer.
Quizá a la media
tarde de los gestos tranquilos,
dejemos de
esperar.
Pero el campo se
queda atado al hierro
de los arroyos
secos,
oyendo cómo el
hombre, tras las bardas,
amasa el pan y
enciende
las brasas de las
viñas.
¿Quién no lo
quiere así?
Tú, mi pequeño
gavilán de caña,
morisco corazón,
que siempre abres
el libro de las nubes
por el poema de
la eternidad.
A los tres los
une el amor a la palabra, un pulso sensible que les permite valorar su lugar en
el discurso, una comunión con lo bello que sugiere. Un día –y aquí toma rango
el verso de Bécquer-, “podrá no haber poetas / pero siempre habrá poesía”, desaparecido
el primer personaje, quedarán el editor –hasta agotar existencias- y el lector,
que conservará el libro durante dos traslados más o menos. Y aun así, “siempre
habrá poesía”.
Donde quiera que
mire, brisa y luz,
ligeras aves de
felices vuelos.
Oh, pobres ojos
nuestros, que no pueden
el prodigio
seguir, sin dormitar.
Respira la mañana
en su corola,
para que el
mediodía alce sus templos
en el mar, que
habrá de destruir.
Y así ya para
siempre
y desde siempre:
el fuego poderoso y su incesante
belleza
germinante y destructora.
En la secuencia
de los agradecimientos la gala sería para el lector, por haber tenido acceso a
un texto que le ha movido fibras del yo que dormitaba. Recordará al autor para
buscarle más palabras escritas, y al editor por sacarlas a oreo, pero será él,
el más pasivo de los tres, el que abra curso a ese río maravilloso de la
poesía.
¿Y tú qué bebes,
Dios, con quién trasnochas,
cómo celebras que
por ti los hombres
vivan y mueran,
al abrigo sólo
de su sola
ilusión?
No permitas abrir
el Paraíso.
No dejes nunca
que por las palabras
nuestra boca se
salve.
Haznos libres,
Señor. Haznos pastores
de tus bellos
silencios.
Déjanos donde
siempre te perdimos:
junto al perro
que mira
crecer nuestra
oración.
Estos versos pertenecen
al libro Visión de la piedad. Junto
a los que contienen sus 97 páginas, inician el camino del triángulo con la
precisión de un orfebre de la palabra, de un traductor del sentir. Cada poema
deja en el alma del lector un poso de ternura, de reflexión, un saberse intermediario del diálogo humano con lo
divino, de tactar la belleza que un puñado de palabras puestas en su sitio
pueden crear. Al imaginarse, con su lectura, pastor de los silencios de Dios,
es como si le surgiera esa visión de la piedad propuesta por el poeta,
magistralmente dicha, además.
© Manuel Garrido Palacios