Mujer con una balanza (h. 1664)
Woman holding a balance
National Gallery of Art · Washington
Asisto a un coloquio en un club tras ver una película sobre Vermeer, pintor del que el Museo del Prado ofreció hace un tiempo la exposición «Vermeer, el interior holandés» Grato ha sido ver filmada su vida como lo fue admirar su obra de cerca para disfrutar de lo que constituyó, a mediados del siglo XVII, otro adelanto de la gran fotografía que se hace hoy para la pantalla, porque sus obras nos permiten ver esos interiores domésticos tan difíciles de iluminar para el celuloide. Junto a sus pinturas estaban las de sus contemporáneos Borch, Dou, Hooch, Maes, Metsu y Steen, artistas dotados de talento excepcional y, curiosamente, vecinos todos en ese palmo de terreno que propició el mutuo enriquecimiento de ideas.
Sus cuadros, medianos de tamaño, todos de formato vertical, juegan con perfiles humanos, en general, de mujeres, que, según los comentarios al uso, cobran una importancia que no habían tenido en la historia del arte más que como vehiculo de conceptos alegóricos o como figuras religiosas o mitológicas. Esto, más la común textura de los materiales, el contenido simbólico y la composición geométrica, dan suficientes elementos para conformar carácter; pero destaca la luz que nutre cada escena, la fuente lumínica que da vida a los gestos, a los momentos íntimos, donde los personajes parecen sorprendidos por una cámara fotográfica que, tal como la conocemos hoy, no existía, pero que estas obras la anuncian. En sus cuadros, la luz que recibe la escena desde un ángulo podría parecer que proviene de una ventana, pero no es así. Vermeer ha pintado un cortinón opaco detrás del cual sitúa oculto un candelabro, cuya luz incide en lo que parece ventana y que es sólo una tela blanca a manera de pantalla, de donde se refleja al cuerpo de la figura que pinta. El cine mostró un día esta fórmula de luz reflejada frente a la de luz directa, la cual atenuaba arrugas, imperfecciones en los rostros y sombras no buscadas. Como colofón, un cuarteto de cuerda trajo obras de Mozart, Pachelbel y Vivaldi para hacer que la pintura de Vermeer flotara en la memoria con más intensidad merced a la magia sonora. Una vez se dijo sin decir palabra que la belleza llama a la belleza, lo bueno a lo bueno, el arte al arte.
© Manuel Garrido Palacios