TAVIRA
En Tavira, a las cinco en punto de la tarde del Domingo de Ramos, es tradicional que salga toda la Semana Santa junta: Oración en el Huerto, Prendimiento, Nazareno, Crucificado, Dolorosa y Entierro bajo palio. Cada cofradía, con sus capas pardas, verdes, blancas, sus escapularios, sus devociones, su pensamiento conservado y su fe intacta. Las imágenes que cruzan las calles sobre un suelo de lavanda no llevan la melena acorde con la pompa y circunstancia requeridas para las grandes solemnidades; quizás la corona de Jesús orando en el huerto se incline un poco al bajar el escalón de la Igreja do Carmo; puede que parezca raro que la escolta de Cristo yacente esté compuesta por seis guardias republicanos y que la escasez de medios lo envuelva todo. Pero Dios está allí, más que nunca presente en la inocencia del acto, en el íntimo y sereno ‘yo creo’. La comitiva cruza el río Gilão por el puente que recuerda la batalla de Aljubarrota, rodeó la bella ciudad y regresa al templo sin la preocupación turística de si se habrán cubierto las plazas hoteleras con motivo de la muerte de Cristo, sin competir las hermandades en ver qué santo luce más joyas, sin que nadie mantenga en los días precedentes insoportables debates en los medios de comunicación sobre si tal esquina había que doblarla a las diez o a las diez y cuarto, sin que un espontáneo contratado cante en un balcón bellas saetas, sin que setecientos cincuenta y un notables se apunten al paseo con la vara de mando, sin que estrenen manto primoroso las vírgenes, sin que un mandamás dé voces pidiendo orden en las filas. Sin siquiera cera para repartir, la Semana Santa de Tavira no tiene más que su fe desnuda de ropaje. Fe y un encanto que viene a decir que, al igual que en las más encopetadas semanas santas, en la suya, tan humilde, también está Dios. ¿O no se trataba de eso?.
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