Asisto a lo que llaman un acto cultural. Lagarto, lagarto. Los que me acompañan llenan el regreso de opiniones sobre el evento. Escucho y cato. La queja común es que se confunde ocasión con tradición, sabiduría con datos, palabreo con reflexión, hábil con artista, listillo con inteligente, entendederas con atrevimiento, hambre con ganas de comer y todo así. Repito algunos de los ejemplos expuestos: 1) Un político que tenía que recibir a Antonio Gala, en vez de saludarlo como lo que representaba, le espetó: «Yo también soy poeta». 2) Un... -¿cómo llamar a éste?- le largó a un escritor tallado, como si el ingenio fuera cosa de días de asueto: «Yo quiero tener las tardes libres para poder escribir como usted». 3) Un caso perdido le soltó a un recién llegado que en el Sur sólo había dos poetas de valía: Juan Ramón Jiménez y él. Y todo tan ridículo. De lástima. Como es interminable la lista de disparates pongo punto porque estas osadías no merecen. Aunque son empobrecedoras en sí mismas y no resistirían un análisis, dan norte en conjunto de lo difícil que resulta entender el significado de Cultura, palabra que tanta resistencia opone a ser definida porque tiene un corazón tan tierno que cualquier vaivén podría herirla. Gracias a que por venir de dar culto a lo superior conserva un halo misterioso que la protege. Hay quien se mueve en lo que le parece Cultura y con ello recorre el camino de la autocomplacencia. Los que andan encariñados con ella ven ese camino cultural poblado de saberes, de formación de la mente, de la personalidad, del gusto, de la sensibilidad, de la inteligencia, de tomar las grandes obras del pasado como modelo, de sentirlas como tesoro colectivo de la humanidad, sean tradiciones artísticas, científicas, religiosas, filosóficas; todo eso que conforma un modo de vida de un pueblo: arte, moral, ley, costumbres, hábitos. Como alimento del espíritu nunca hubo empacho por degustar la Cultura, sino sensación de bondad por permitir que este o aquel vector nos abrieran paso hacia ideas que nos enseñaran a sentir que nadie es el eje del mundo; o sea: para universalizarnos.
La Cultura es el grano que queda limpio en la era cuando se aventa la paja, lo que habita los canalillos de la mente cuando se aparta lo obvio. Ella se defiende bien de la confusión porque está hecha a distinguir la voz del grito, el hablar mucho del decir poco, o nada, el auditorio vacío aunque parezca lleno, los discursos superficiales, las alharacas pelotilleras, el autobombo y los aplausos subvencionados a costa del contribuyente. En cierto despacho no sabían qué cargo darle a un «compromiso» y le dieron "Cultura mismo". Toma ya.
Habría que elevar el listón, no bajarlo a niveles infames bajo el pretexto de que así se pone al alcance de todos. Que suban esos todos. Que no parezca que somos incapaces de ser más que figurantes de una obra manida que sólo sabe justificarse a diario. Por cierto, ¿de qué acto llamado cultural venía yo para escuchar estas perlas durante el regreso?
© Manuel Garrido Palacios