Antonio García
Barbeito
Ediciones B
Es un libro que igual podía haberse llamado Diario de palabras. Trae un
ciento largo de piezas literarias –joyas expresivas– que los
clasificadores oficiales llamarían fríamente artículos o cuentos. Yo creo que
hay que ver el conjunto como la cosecha de un Barbeito que pone sus manos sobre
el papel inmaculado y traza en sus renglones invisibles signos que saben a
poemas en prosa (también hay quien cree que la poesía se hace sólo en versos;
hay quien lo cree todo) No
sabemos qué laberintos le fluyen a un ser humano en la cabeza para que en el más
mínimo comentario que haga en persona o en los medios –da igual, sigue siendo
Antonio– nos dé una lección de lógica literaria, de anatomía del discurso y de
la invención de la metáfora. Si existe el Señor de los Anillos, Antonio García Barbeito
es el Señor de las Metáforas, porque son tantas y tan acertadas las que se
agolpan en sus escritos, como a Sancho Panza los refranes, que bien podría
construir historias sólo con ellas. Va otro posible título para el libro:
Diario de metáforas. Ya desde el arranque de las páginas describe
el mediodía como el buey capaz de secar una charca en un lengüetazo; y el sol
es un pandero incendiado; y la noche calla como una culpa propia; y el aire era
gordo como una poleá caliente; y el
circo ambulante, una sonora mano pedigüeña a la que cuesta trabajo negarle una
limosna; y los remolinos de arena duelen como perdigonadas; y un amplio escote
delantero es un patio de media luna; y una cómoda postura que le divorcie las
rodillas y muestre la oscuridad, carnes adentro, de un callejón de sombra donde
uno imagina que mueren, inmolados, los deseos más hermosos; y el aire que sopla
parece que llega después de atravesar un bosque en llamas; y viene cuando la
tarde tiene hechuras de novia; y ella parece una diosa hallada, y viva, en
cualquier excavación romana; y el paraguas es una reliquia colgada de la
percha; y tiene en la mirada un velo de tristeza de exilio involuntario; y el
otoño ni se inmuta. Las metáforas son cauces breves para intentar
llegar a la inaccesible profundidad del alma de cada personaje: a la niña que
tenía sus ojos en la voz; a Gabriela, alta, firme, derecha, incorpórea; a la
amante fría al alba; a la Trotanoches; a la vieja dama; a la Poleo; al moro
Cupido; a Segundo Manchado, al Brújula… y a él mismo, Antonio García Barbeito,
a cuestas con la virtud de estar en cada una de las trescientas páginas sin quedarse
en ninguna después de haberlas creado. Me gusta que se pueble este espacio con el
nombre del poeta y de la fe de vida de un libro al que todo paladar sensible ha
de hincarle el diente. Si como dice el autor, lo que se necesita para ello es
la curiosidad, igual valen estas palabras para abrirla.
© Manuel
Garrido Palacios