“Memoria de las tormentas” pertenece junto con “El Abandonario” y “El Hacedor de Lluvia” a la “Trilogía de Herrumbre”. Por momentos, al leer esta novela, me han venido a la memoria Castroforte del Baralla, sede y alma de “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester, “Volverás a Región” de Juan Benet y “Celama” de Luis Mateo Díez; pero también a Camilo José Cela en el gracejo de la narración y en la soltura compositiva. “Memoria de las tormentas” es, incluso, una reminiscencia de los espacios rurales tan extraordinarios que ha creado la literatura latinoamericana por obra del gran Rulfo, de Borges, de Vargas Llosa, de García Márquez...
Garrido Palacios con esta obra desciende a la memoria a través de una anciana cercana a los cien años, doña Dulcedumbre, que va conformando la historia de Herrumbre y la historia personal (una especie de nueva Úrsula Iguarán (el personaje mágico de “Cien años de soledad”), etérea y fantasmal, que posee una enorme fuerza como creación literaria personal y propia, a pesar de las evocaciones aludidas.
A través del esquema narrativo de la historia contada a “un caballero” que llega al pueblo, la voz homodiegética del personaje se hace presente y cuenta desde la primera persona y a través del monólogo interior sus vivencias, sus sensaciones y sus desencuentros con el mundo y sus habitantes: “No quiero cansar al caballero. He contado esto tantas veces que me he convertido en la historia misma. Ya ve que voy de mis recuerdos a mis recuerdos a través de mis recuerdos” (p. 21). En otro momento le insistirá a su receptor: “Le cuento a usted lo poco que sé, tres migajas, ¿qué podemos saber unos de otros?” (p. 120). Estamos ante la narrativa oral que la memoria en pequeños trazos construye, y es Dulcedumbre con su ánimo, su gracejo y su tristeza la que nos va envolviendo en ese aire sorprendente conformado por los trazos agridulces (como su propio nombre) de la existencia: “¡Ah!, mi cabeza es un saco de historias en el que meto la mano y saco jirones” (p. 34). Aunque, en realidad, podríamos considerarla una intermediaria de la abuela Bonaparte, que fue la que contó estas historias después de darle un sorbo largo al aguardiente. Un homenaje a la memoria, que como dice Dulcedumbre, no puede ser amordazada ni ser pasto del olvido. Pero, aparte del rico anecdotario que encuentra el lector, plagado de fantasmas y seres mágicos, la historia de Dulcedumbre permite adentrarnos en una filosofía de vida, en un modelo cuasi moral, si me apuran, profundamente humano, en el que gastó su vida, complaciendo siempre a los demás pero sin ser complacida.
Una España atrasada y esperpéntica, múltiple, abigarrada y plural conforma esta agridulce obra en la que la paleta negra está muy presente, un color que ha sido consustancial a nuestra historia como pueblo. Goya nunca se equivocó con sus cuadros del Callejón del Gato y tampoco Valle con don Latino de Híspalis y Max Estrella. Una España de espejos deformados y personajes al filo del esperpento o ya esperpentos propiamente. Y el absurdo mayor surge en estados de guerra: “Toma una escopeta y a pegar tiros. ¿Contra qué? Tú tiras en esa dirección y no preguntes (…) Detrás se esconden los malos, el enemigo. Cualquiera es el enemigo” (p. 31).
Dulcedumbre, veinte años, se va con el seminarista a la capital, donde trabajará en una taberna, y deja Herrumbre, su pueblo, que alguien le había dicho que no existía en el mapa. Pero el enamoriscamiento duró poco y pronto se casa con otro. Se van intercalando historias como la del pariente Onofre, o de Onésima que cazaba gatos por hambre, la historia de Teresona, el político Donglorio (sobre el que ironiza constantemente), la historia de Remilga que nos ha retrotraído a los esquemas y el espíritu de la narrativa picaresca española. De hecho en la página 62 hay una alusión expresa a obras como “Lazarillo de Tormes” y “Guzmán de Alfarache”, y ese texto, casi textos de textos que es el “Himnario”, presidiendo como memoria común de unos seres que pedían que se diera fe de la existencia del pueblo y acompañaba a Dulcedumbre siempre.
Los efluvios amorosos de Tío Livio y la burra Mica, que nos adentran por una geografía humana escabrosa y triste en torno a una sexualidad mal entendida, por no hablar del mocito de Herrumbre que “se daba maña en masturbar a los muchachos, llegando a hacer dos pajas distintas al mismo tiempo con bastante arte” (p. 40). Y surge entonces una evocación evidente de la novela “Mazurca para dos muertos” de Cela, que le valió el Premio Nacional de Narrativa. Sexo y hambre como elementos que trascienden el discurso narrativo de Dulcedumbre y nos adentran en un imaginario colectivo.
Una de estas historias es la de Rufina, que le cortó el pene a su amante, y cuando así hizo, dijo: “Se acabó la comedia” (p. 81). O la historia de la muchacha que se dedicaba a enseñar sus bragas al Cuartoquilo diciéndole para lo que servían éstas: “Las bragas sirven para guardar el coño” (p. 83). Un valor simbólico el de todas estas historias que emergen como una imagen en sepia de época, en un país, en unas circunstancias dominadas por una absurda y sangrienta represión en todos los ámbitos de la vida cotidiana. También tiene su gracejo y suculencia la historia de Onésima, a la que rondaba un viajante de libros, Fructuoso, que era muy respetado en el pueblo por su forma de pronunciar el nombre de los autores de los libros, entre los recomendados estaban los de un tal Somersemogan (William Somerset Maugham, escritor inglés de mediados del XX) y el Masensevadermé (Maxence Van der Meersch, francés, autor de Cuerpos y almas). Y cuando la Onésima se quedó preñada, le dijeron: “¡Mira que dejarte empreñar! Ella contestó: Es que es de un inglés”. Historias y anecdotarios que conforman un paisaje humano, un mundo, una creencia y sobre todo una filosofía de vida que muestra el atraso y la incultura de un pueblo: “En Herrumbre no hay listura. Quería decir cultura, pero le salía listura” (p. 106). Una España dura en la que los niños iban poco tiempo a la escuela porque enseguida los ponían a cuidar el ganado, aunque sería al cabo la Naturaleza su maestra. Esta imagen genera también una ambientación costumbrista a la que no es ajena la novela y una incidencia manifiesta de un espíritu de época donde la desfloración y el sexo formaban parte directa de sus vidas de modo permanente. Y en esa complacencia por los elementos que conforman la cultura del pueblo, uno de los capítulos (pp. 120-127) está centrado en el análisis de la lengua. Y entre otras cosas dice: “Abuela Bonaparte no soportaba que dijéramos peo en vez de pedo (…) Peo y pedo huelen igual, pero tienen su distingo (…) Sepa usted que el jigo que usted pronuncia es una barbaridad (…) No hagamos una guerra por una letra, que de una u otra forma lo que yo quiero decir es que estoy hasta el coño (…) Había que decir cataplines por cojones (…) En la taberna de Mateo aprendí lo que corta el alma una mirada y también palabras nuevas”. Creemos que en este ámbito está también presente el espíritu de Camilo José Cela en el gracejo, en la socarronería, en la construcción deformada de los personajes y en la degradación de una sociedad atrasada con tan solo pequeños y significativos trazos.
Pero desde luego, algo que siempre en los pueblos es bastante recurrente es la trascendencia del paso del tiempo, la relación con el silencio y la diferencia de éste con la capital pues las cambios sólo llegaban a aquél después de años; noticias que se habían producido hacía tiempo se tomaban como una novedad al cabo, y la huida de un lugar que todos odiaban cuando en realidad lo que odiaban era un época, un modo de vida, un pensamiento que va organizado a través de una aleatoria presencia de historias breves y poemas que ayudan a comprender la filosofía subyacente, como éste: “Qué pueblo tan raro, / tan extraño éste, / sale el Sol por la mañana/ y por la tarde se vuelve; / debajo de cada techo/ un potajillo se cuece / y al fondo de cada olla / hay un Herrumbre silente, / un Santrás, un Carriponte / y un cabezo Lajareque; / pucheros en las cocinas, / leche, leche, leche, leche”.
En esta novela también hay frases para la posteridad y modelos: “Más une el hambre que el amor” (p. 46); “Somos porciones de la gran nada” (p. 65); “No hay que ponerle más música a la verdad, que luego lo que sale es el cuento del membrillo” (p. 78); “El amor es un lujo; el odio anida donde falta el amor. Diría que el amor es un odio agazapado y el odio es un amor en trance” (p. 78); “Cada mujer era un mundo y cada hombre un proyecto” (p. 78); “Toda época es un tránsito y que sólo vives en el instante en el que percibes que vives, ese que es inmedible porque parece eterno” (p. 79); “Ahora sé que un pedante puede ser un imbécil montado en un libro” (p. 94)… Una de las más suculentas es ésta: “A uno que andaba en trance de muerte el cura le ofreció ir al Paraíso y el tal le dijo: Déjese de tonterías; como en mi casa no voy a estar en ningún sitio.” (p. 173).
En definitiva, “Memoria de las tormentas” es una novela que conforma un mundo propio, la España del franquismo, una España atrasada e inculta en la que los personajes deambulan en torno a instintos y situaciones absurdas. Con habilidad, soltura y gracejo crea una historia, pero sobre todo conforma una época y un modo de ser y de estar en el mundo.