Manuel Garrido Palacios
publicado en
VEINTE CUENTOS
Planeta Humano
Barcelona
Ayer se unieron en un para siempre temporal tras la tapia del cementerio el
Picolabio y la Manoli, de más conocidos en el ambiente del chaboleo, él, por
su porte afarinao, ella por el son recio de su cuerpo, ombligo abajo, a tanto
el casco, sin guarrerías. Los vecinos no excusaron su ausencia, ni tampoco
fueron invitados al acto repentino, pero serán notarios de por vida de la
unión, ya sentida de arrejunte, borrando cualquier huella que enturbie la
memoria, sin suelte de intención o lengua, a menos que se las vean con el
Picolabio, que da y no pregunta. De trámites previos sacó el novio a la
novia de casa a empellones, todo nervio emocionado. La presunta suegra, tía
Inma, hastío en el alma, reuma traidor, quedó a la puerta, abatida, inerme
ante la decisión de la Manoli, lavando luego su virginidad por cuatro
veces con el mismo rezo:
-Ya que el mío no come, que beba.
La novia
lucía chanclas sucias de barro, falda de sobrios manchones, ropa interior
manida, desmelene que para nada realzaba su hechura; el novio, conjunto
medio de pana, o sea, pantalón a secas, parches en rodillas, roal en culo,
camisa al bies sudada. El calzado de ambos era leve de piso, moda de hacer
duras las plantas. Con la prisa de última hora no rescató la Manoli del
techo de lata el terno festivo; quedó allí, tiesa cáscara de noches de
labor, frente a los zapatos de tacón gastado, recién dada saliva de lustre.
La chabola de tía Inma acogerá en el futuro a la pareja nada más concluir su
luna de miel, o sea, hoy mismo. Con un barrido, la vivienda seguirá el modelo
arquitectónico del entorno: ladrillo basto, parches, trancas, bidones
en canal, suelo de tierra, retrete en bares o descampados, desconsuelos
donde caiga.
Los vecinos los miraron sin mucho ojo por cuanto las familias habían secreteado
el romance, no por temor a ser pasto de revistas, sino por pura indiferencia.
El Picolabio tiene trabajo asegurado en el paro, y la Manoli dejará de
oficiar con otros para estar junto a él, así vaya al infierno montado en un
rayo. El conjunto vendrá en llamarse el Picolabio el de la Manoli o la
Manoli la del Picolabio.
La música del
rito, fraguada con los ruidos distantes, no pareció a nadie coro de ángeles
vomitones, sino barullo. De arras usaron el entrelazo de manos en el
choque agotador de un amor hecho en pie contra la cal, a plena luz, a jadeo
entero. Tras el derringue final de ceremonia ambos pronunciaron las
frases de protocolo y compromiso. El Picolabio dijo:
-Mira, Manoli,
yo ando por ahí huye que te pillo, hecho un trapo, y tú, lo mismo, puteo va,
puteo viene; ¿te cuadra que nos juntemos para darnos calor y compaña?.
Ella contestó:
-Bueno.
© Manuel Garrido Palacios