(pintura 1875. detalle)
Royal Beaux Arts. Amberes
El individuo escribió un libro y soñó esa noche que alguien lo leía. Por no despertar del sueño de tener, al menos, un lector, apretó los párpados para que no escapara de su mente la imagen de otros ojos desentrañando sus páginas, pero sonó el despertador y tuvo que ponerse ante el espejo para el afeitado diario. Dijeron las voces de la radio que en su país, un cuarenta y mucho por ciento de los ciudadanos no compraba libros, que otro porcentaje escandaloso, aunque tuviera un libro en casa, no lo leía, que el exiguo resto de lectura se lo llevaba a duras penas la novela publicitada a bombo y platillo, y que a la poesía le quedaba cero cerón, algo que apenas contaba para las editoriales.
¿Quién podía ser el personaje que en su sueño leía su libro?, se preguntó, que hay quien se lo pregunta todo, y la duda lo llevó a la calle con la decisión de encontrar a su soñado lector. Vio gente que llevaba en las manos libros de variado pelaje: de ditero, de cuentas, de multas, de texto, y hasta pasó la sombra del chivatillo de bigote al hilo con su miserable listín de pecados ajenos.
Al volver a casa fue al anaquel a sacar su libro escrito, libro que en el sueño alguien leía, pero el libro no estaba. Entonces se dirigió al espejo y se vio a sí mismo afeitándose mientras escuchaba la letanía de los pobres porcentajes de lectura de su país. Después penetró en el espejo sin romperlo (se puede, aunque se aconseja no intentarlo) y oteó en el laberinto tras el azogue. Fue cuando se descubrió a sí mismo, leyendo su propio libro bajo una luz, que, sin saberlo, lo iluminaba.
© Manuel Garrido Palacios