Le preguntan desde la segunda fila de butacas “cómo se siente al ser indiscutible innovador del arte cinematográfico”. Y responde, visiblemente confuso, que lo que él hace es totalmente discutible y que para nada se cree innovador de nada, y menos, de algo tan difícil, complejo y serio como es la cinematografía; que lo que ha hecho en su vida ha sido aprender de los maestros, poner un proyecto en manos de un productor, que ha creído en sus posibilidades y ha aportado los fondos para llevarlo a cabo. O sea, niega en rotundo lo de indiscutible y lo de innovador. Le avergonzaría aceptar semejante cosa. Él es y se siente uno más y muy más.
El argumento, sano y honesto donde los haya, descoloca al interlocutor, que insiste: “Pero usted interviene en los guiones de sus películas, selecciona el casting y asiste al montaje”. El artista se queda perplejo y con generosa amabilidad intenta aclararle al entendido que cualquier director que se precie toca o retoca, escribe o reescribe los guiones que ha de traducir al idioma de la pantalla; que cualquier director que se precie tiene en su cabeza la tipología de los personajes y los busca en el casting junto con su equipo de confianza y, por último, que cualquier director que se precie asiste al montaje porque el cine, pasada la aventura del guión y salvada la financiación, tiene dos partes bien diferenciadas; una, el rodaje, que es el análisis pormenorizado del tema, la descomposición en secuencias y planos, y otra, el montaje, que es la labor minuciosa de síntesis de cuanto antes se ha ido analizando. A estas dos etapas asiste -repite- cualquier director que se precie, y no por eso se es indiscutible ni mucho menos innovador.
Durante la hora de coloquio se esfuerza en contestar a este nivel claro y rotundo, en desmitificar, sin poner solemne el gesto, lo que para él es lo más normal en su trabajo. Incluso se atreve a hablar de su inseguridad a veces, a reconocer la ayuda que recibe por parte de los que arropan su labor diaria: operadores, actores, músico, ayudantes, eléctricos, atrecistas, etc., personas sin las cuales no haría nada, de las que depende tanto y, en especial, del temor que en ocasiones le invade de no ser correspondido o de que el grupo lo considere flojo, o poco diestro en el oficio, siendo parte de su preocupación llevar la tarea muy bien ordenada desde donde resida para que el horario laboral no se pase ni un minuto porque los presupuestos están ajustados al límite.
Luego vamos a cenar a Paris, al Barrio Latino, y el coloquio, ya reducido a ocho personas, colea. Como el endiosamiento al que ha sido sometido en la sala (en ningún momento compartido por él) le resulta incómodo, puntualiza en el sentido de observar la necesidad que tiene el público de mitificar lo que no es más que el trabajo de alguien. Precisamente son esos mitificadores los que salen haciendo grandes declaraciones en las cuales parece ser que describen a una especie de ser superior venido de otra galaxia. En concreto dice que nadie más que él y su equipo de rodaje saben qué es lo que se rueda y cómo se rueda, aunque los que están en la grada o se nutren de entrevistas o de especulaciones o pagan su entrada en taquilla, recreen su propia película, es decir, la película que les hubiera gustado hacer, la cual tiene poco que ver con las tripas reales de una producción.
Hay actores que son seleccionados por su físico: sea el que sea, que puede valer para el malo, para el bueno o para el regular. Los hay con o sin frase, sencillamente figurantes o que son llamados porque hablan inglés o el idioma que convenga a la obra. Y lo peor no está en que el público se crea esto o lo otro y convierta lo que imagina en misterio. Lo peor le parece que es cuando un artista se lo cree, se echa por encima la capa de oropel y hace declaraciones donde el “yo” predominante juega un triste papel de mesa camilla, o sea, para él y los suyos, todos cortaditos por el mismo ras. Algo así como lo que decía Paco Toronjo, que tanto dijo cantando: “Aquel que dice yo soy es porque no tiene quien le diga tú eres”.
Hay actores que son seleccionados por su físico: sea el que sea, que puede valer para el malo, para el bueno o para el regular. Los hay con o sin frase, sencillamente figurantes o que son llamados porque hablan inglés o el idioma que convenga a la obra. Y lo peor no está en que el público se crea esto o lo otro y convierta lo que imagina en misterio. Lo peor le parece que es cuando un artista se lo cree, se echa por encima la capa de oropel y hace declaraciones donde el “yo” predominante juega un triste papel de mesa camilla, o sea, para él y los suyos, todos cortaditos por el mismo ras. Algo así como lo que decía Paco Toronjo, que tanto dijo cantando: “Aquel que dice yo soy es porque no tiene quien le diga tú eres”.
Este Director homenajeado, del que sigue sin venir a cuento el nombre, puede dar o no lecciones en la pantalla, pero las de la modestia y la moderación que impartió en el coloquio y repitió en la cena fueron, sencillamente, magistrales.
© Manuel Garrido Palacios