Gerardo Piña-Rosales

MIS LECTURAS DEL QUIJOTE
Gerardo Piña-Rosales
ANLE. Nueva York
Ilustración de Gustavo Doré


Para mi hermana Maruja

Seis han sido, hasta ahora, mis lecturas del Quijote. Permítanme que me remonte en el tiempo y trate de rememorar, glosando para ustedes, la impresión que esas lecturas me produjeron.            
La primera vez que el Quijote cayó en mis manos fue hace ya muchos, muchos años, allá por los cincuenta, cuando todavía era yo muy niño, casi recién salido de la guardería. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo aún aquel luminoso —¡y bendito!— día malagueño en que Maruja, mi hermana mayor, quizá por mantenerme ocupado y para que no le diese demasiado la lata, puso un libro en mis manos: una edición escolar (supongo que archiexpurgada y modernizada) de la Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Cierro los ojos y aquellas estampas grabadas (de Gustavo Doré, descubrí más tarde) recobran todo el encanto, toda la emoción de aquel momento: el hidalgo, en su recámara, leyendo, absorto, embebecido, un voluminoso libraco —¿el Amadís de Gaula?, ¿El Caballero Cifar?, ¿el Tirante el Blanco?, ¿Las sergas de Esplandián?; el enjuto y avellanado don Quijote, en una noche de plenilunio, en el patio de la venta, montado en el escuchimizado Rocinante, velando armas, soñando en sus futuras gestas en pro del desvalido y el humillado; Sancho Panza, abrazado a su borrico, derramando gruesos lagrimones de alegría por el inesperado reencuentro; el Caballero de la Triste Figura, enjaulado, vencido y acabado, camino de su casa, a punto de recobrar la razón de los hombres y perder la de los visionarios, la que de verdad importa; Alonso Quijano, en su lecho de muerte, macilento y demacrado, ante los lloros de la sobrina y el ama, y la pesadumbre del cura. Aquella noche no pude conciliar el sueño: en mi imaginación calenturienta y enaltecida batallaban aquellas imágenes, provocadoras de nuevos y extraños presentimientos. Desde aquel venturoso día me propuse, costase lo que costase, leer aquel curioso libro, cuyos sugestivos dibujos tanto me conmovían. Y así fue: poco a poco, página a página, fui cayendo, gustoso, en las redes que un tal Miguel de Cervantes me tendía.
Años más tarde, y poseído ya por el vicio ennoblecedor de la lectura, volví a encontrarme con el Quijote: era uno de los libros de texto de una clase de bachillerato, en el Instituto Español de Tánger (Marruecos), la ciudad del Estrecho adonde mi familia había emigrado. La clase no era, como ustedes supondrán, de literatura, sino de gramática (¡esa señora tan antipática!), y la impartía una profesora menudita, de dientes caballunos y anchos cinturones de cuero, a la que todos llamábamos doña Avispita.
¿Que qué hacíamos con el Quijote en una clase de gramática? ¡Pues nada más y nada menos que análisis morfológico y sintáctico! Con semejante uso —y abuso— pedagógico, no habrá de extrañarles que muy pronto empezara a detestar el libro de marras. Juraría que a mis condiscípulos les ocurrió otro tanto. A pesar de todo, releí el Quijote, simultaneando su lectura con la de los que hoy llaman comics, y que los muchachos de mi generación conocíamos como tebeos: el Capitán TruenoPantera NegraEl Guerrero del Antifaz, y tantos y tantos otros de ese jaez.  
Por aquellos días de mi adolescencia tangerina, fatalmente enamorado de una Dulcinea de largas trenzas y pecosos morros —de cuyo nombre quisiera acordarme—, y ávido de encumbrarme ante sus virginales ojos, me dio por participar en la función "teatral" que organizaba el Instituto a finales de curso: se trataba —¡imagínenselo ustedes!— de una especie de dramatización de escenas del Quijote. El papel de don Quijote lo representaba don Espingarda, profesor de literatura, más largo que un día sin pan, de asarmentados miembros, y proclive —decían las malas lenguas— a la insólita e inveterada costumbre de componer versos. Don Barrilete, profesor de matemáticas, orondo y abacial, de genio pronto y socarrón, hacía de Sancho Panza. Para Dulcinea habían escogido, faltaría más, a doña Avispita, engalanada para el dichoso evento con un enorme cinturón de dorada hebilla, tan entallado que aún no me explico cómo diablos podía respirar la buena señora. ¿Y a mí, qué papel me habían asignado a mí? ¡El del cura! Sí, amigos, con la Iglesia habíame topado. He de aclarar —en honor a la verdad— que aquella elección no se debía a mi devoción eclesiástica (nunca demasiado boyante), sino a que era —tal vez escogido por la providencia divina— el chico a quien mejor le quedaba la sotana, sobada prenda, de basto paño y color indefinido, prestada, para tan gloriosa ocasión, por el Reverendo Padre Saturnino, profesor de religión. No sé si impresioné o no a mi Dulcinea de luengas trenzas, pero lo que nunca olvidaré de aquel memorable día fue el espantoso calor que bajo el dichoso hábito tuve que soportar durante las dos horas que duró la malhadada función.
Me reencontré con el Quijote pocos años más tarde, en el Colegio de Nuestra Señora del Pilar, en Tetuán, internado que dirigían (y aún dirigen) los padres marianistas. Yo, por aquella época, no debía ser muy buena pieza, porque me castigaban cada dos por tres. Recuerdo que me habían endilgado el sambenito de “rebelde”, por la sencilla (y monstruosa) razón de que me negaba a pasarme los recreos pateando un balón, cuando lo que prefería era enfrascarme en la lectura de una buena novela de Julio Verne. El castigo consistía en quedarse encerrado en la biblioteca del colegio los sábados por la tarde, en vez de ir al cine con los demás compañeros internos. Al principio, y como el cine me encantaba, el castigo me deprimía una barbaridad, pero cuando llegué a descubrir los tesoros que aquella biblioteca encristalada contenía, me regodeé de lo lindo ante la perspectiva de pasarme la santa tarde sabatina leyendo a mis anchas.
Huelga decir que mi rebelión se convirtió en endémica. Entre los tesoros de aquella biblioteca se encontraba —ya lo habrán adivinado— el Quijote, editado (y purificado) por Ebro.
Releí la inmortal obra de Cervantes en la Universidad de Granada, donde a la sazón cursaba yo Filosofía y Letras. Advertí con asombro que la novela parecía distinta en cada nueva lectura; pero no era el libro el que cambiaba, sino yo mismo, acendrado en busca de mi identidad y mi destino. Fue entonces cuando decidí ser escritor. Al fin y al cabo —pensé— era lo único que de verdad me entusiasmaba, lo único que se me daba con pasmosa facilidad. Mi forma natural de expresión era —y es— la escritura; a ella debía dedicarme en cuerpo y alma, pues sólo ella podría, a la postre, concederme la libertad ansiada. La suerte estaba echada.
Huí, me autoexilié de aquella España inquisitorial, chabacana y hortera, y acabé recalando en Nueva York (ciudad de todos los exilios). Después de un largo y tortuoso periodo de lucha con mi demonios interiores, conseguí continuar mis interrumpidos estudios en el Queens College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Y de nuevo, el Quijote, en la pulcra y sabia edición de Martín de Riquer, pulcra y sabiamente comentado por el profesor Márquez Villanueva, excelso cervantista. Esta vez, al socaire de su lectura, fui explorando, de mano de Américo Castro, de Marcel Bataillon y del mismo Márquez Villanueva, la España de aquel siglo XVI, no ya de Oro sino de Hierro, como bien solía decir Cervantes por boca de don Quijote.
La última lectura que realicé del Quijote fue en la edición de Isaías Lerner, otro cervantista ilustre (recientemente fallecido). Y si en las previas lecturas mi interés había gravitado hacia temas tan profundos y universales como el amor, la vida, la locura, o la muerte, ahora me sentí intrigado por los aspectos formales de la novela, por la ironía y parodia cervantinas, y por esa sutil técnica engarzadora que, a la chita callando, parece vertebrar el texto.
Leer el Quijote es siempre una aventura. Como libro polifónico y obra abierta, el Quijote se presta a múltiples lecturas, y tan válida es la del sesudo erudito, profesor de literatura, como la de aquel niño, que una luminosa mañana malagueña, presentía, hechizado por los dibujos de Doré, el rumbo que habría de seguir su vida.

© Gerardo Piña Rosales