Hoy me llegan calientes los recuerdos
llenos de sol de estío, de tardes prietas
en sadismo infantil buscando grillos
por la pradera rumorosa y noble,
con sus pozos de antigua arboladura,
sembrando de nostalgias la mirada,
y las verdes culebras sobre el limo
verde y mojado de la charca eterna.
Hace unas semanas compuse esta media página con versos de Juan Delgado, poeta tallado en la mina. Después hice lo mismo con Victoriano Crémer. El primero me dice hoy que entre sus poetas preferidos estuvo siempre el segundo, que “Crémer fue para mí uno de los admirados”.
Entre los grandes se producen a veces estas sinceridades; no todo es odio ni colmillo retorcido cuando la obra de cada cual ha trascendido la invisible línea del bien y del mal y sus nombres son reconocidos por todos.
Juan Delgado me cuenta que “cuando Concha Lagos publicó en la Colección Ágora, de Madrid, mi libro El Cedazo, que había tenido problemas con la censura de entonces (eran Semanas Santas de púlpito y matraca; quedó en finalista de un premio nacional señero, según me confesó un miembro del Jurado), Crémer hizo una reseña que me llenó de entusiasmo; hay que imaginar la emoción del poeta principiante, en un pueblo perdido, cuando sabe que uno de los impulsores de Espadaña, la revista que combatía las directrices culturales de la Dictadura enfrentándose a la titulada Garcilaso, donde pululaban los poetas del Régimen, se ocupaba de comentar un libro mío”, cuyos versos siguen diciendo que
...todo es verano ahora por mi sangre
dispuesta a regresar, a hacerse niña.
Estamos persiguiendo al camión chato
de gasógeno y lenta maniobra
que hacía más fácil el prohibido juego;
o poniéndole al toro banderillas,
un toro de madera, en el cercado
vecino de mi casa. Nunca pude
llegar a ser espada en las corridas,
mi hermano Pepe y Rafalín llevaban
capas azules y eran los más grandes.
Como el tiempo pasa rápido y aquello fue cuando fue, y Delgado está en plenitud, y Crémer, en la suya de 102 años se fue dejándonos la emoción de sus versos, he pedido a Juan Delgado el texto que le dedicó Crémer, publicado en Proa, León, un 28 de octubre de 1973, hace ya… Y dice: “El cedazo es un instrumento, mejor diríamos herramienta campesina, que sirve para separar, para seleccionar, lo fino, para eliminar la paja del grano; para sacar y poner a buen recaudo lo principal de lo accesorio. Es un instrumento sencillo, compuesto por un aro y una red.
Pero basta para que el milagro de la separación se produzca. El título corresponde perfectamente al contenido del libro de Juan Delgado López; porque lo que contiene es aquellas proporciones de vida verdaderamente sensibles y dignas de entre la enorme paja que siempre se nos acumula. Versos son en los cuales se reflejan, o se contienen, los recuerdos, las emociones, las señales más activas e importantes, y que van desde la apasionada experiencia amorosa, hasta el sentimiento de vacío cuando el padre desaparece, o “el sonido cascado de la vieja campana”, o la entrañable geografía de la casa con la habitación grande, muy fría y la cama de hierro... Juan Delgado López no retuerce las dulces o agitadas memorias para sorprender con una forma nueva de expresión. Las cosas que selecciona su cedazo son así: sencillas, directas, claras. Ni tampoco necesita para contarlas utilizar un instrumento de estentóreas resonancias. Le basta la voz sencilla, clara, directa. Las cosas son como son, los sentimientos como nos alcanzan, la voz honda y preocupada pero sin énfasis. Poesía, nostalgia y delicadas tonalidades, como la piel de seda que oculta un fruto bien madurado.”. Van los versos:
Por Santiago, las tardes de novena,
subíamos a la torre, las lechuzas
nos daban miedo y risa al mismo tiempo.
Todo estaba debajo de nosotros:
El Puerto de la Cruz, lejos, quería
seguir siendo señero en el camino
y orientar nuestros pasos cardinales.
Luego los cohetes explotaban
a nuestra misma altura, y los vencejos
se alborotaban en fugaz negrura
dando a la tarde agilidad y vida.
La belleza permanece fresca en el tiempo tal si fuera recién creada: la de la reseña de Victoriano Crémer y la de los versos de El Cedazo, leve muestra de lo que un día se llamará Poesía Total, o bien Obras Completas de Juan Delgado. (Ya otro grande de la Poesía está en ello: Manuel Moya)
Juan Delgado nace y renace en Campofrío cada vez que escribe:
El pueblo era tan campo
que el campo por sus calles paseaba.
No se ausenta. Se limita a asomarse a la cornisa infinita del verso en la desierta planicie del papel. En Minas de Riotinto fragua su vocación literaria, lugar que lo adopta como Hijo para sumar a sus milenios de afanes el pálpito de una obra sólida, extensa, reconocida, mezcla de memoria, esencia, compromiso, emoción, origen, amargor, ternura. Juan Delgado vuelve en Paisajes de la memoria a Campofrío:
...la luz; donde las cales
subliman claridad y se hacen vida;
donde el amor es una herida
cardinal que da luces cardinales;
donde los patios y brocales
encuentran una luz a su medida;
donde el sendero de la huida
se le niega a la luz y a sus cristales;
donde palomas y jazmines
conjugan con la luz la melodía
de un mágico concierto regalado;
donde invitados a festines
de luz, nos encontramos cada día
por la gracia de un dios enamorado.
Su voz, que puebla el estudio esta tarde, divide su obra en tres estancias: Paisajes del agua, del aire y de carne. En la primera nos lleva por la Fuentecilla: “Vengo a verte otra vez, y ya no eres. Todo está igual pero nada es lo mismo”; por el Socavón: “me atrevo a buscar tu alma de siglos; / entro en ti. Me disfrazo de sol y rompo el aire donde cuelgan racimos de murciélagos”; por la Fuente del Cabezo, que, “ciega de amor, ausente de pisadas, se ha extinguido como un abrazo roto en la inutilidad de la caricia sin cuerpo acariciado”; por las charcas del Odiel, donde “está el mar ahogado en la intima embriaguez de un sueño evanescente”; por el Pilar de agua: “vienes a mi memoria como la queja sorprendida y pura del leño que se quema en el hogar”; por las Albercas del Chorrero, en las que “los duendes pervertidos de dimes y diretes campan a su albedrío por los rojos confines de la tarde”; y así por Valdelombre, Copa, Fuente Ramiro y Huerta Adela, hasta alcanzar los Paisajes del aire, en los que caminamos por el Puerto de la Cruz, que “mima por el Norte un encinar recio, de seria verdura penitente y secular”; por el crepúsculo en el Odiel: cuando “la tarde va tejiendo su costal de matices con estambre de sombras”; por la Calleja de los Pozos, en cuya vida “tal vez hubo horadados misterios para encontrar tesoros”; por la del Molino: “paraíso de juegos y de mundos infantiles”; por la del Papa: “humilde, pobre, honrado, sencillo, padre de siete hijos; amor y hambre por hacienda”; por la del Sastre, por la que “transitaban sueños de taurinos triunfos”; por la del Risco Gordo, de “orgullo latente y vejez asumida”; por la Cañada, donde “todo es redondo”; por las Ventas en primavera, cuando “el canto del cuco va marcando el pulso de los campos”; por la casa vieja, buena para “dormir cansancios, alborear amores”.
En los Paisajes de carne aparecen Catalina, de “voz grave y
cansada, ronca, como lija en el aire serrano que abrazaba al pueblo”; el hombre
de campo, “de sol a sol trabajando como una hormiga; el sol y el agua curtieron
en bronce tu voz de almendra”; Fideíto, “que vivía con dos tías viejas, flacas,
macilentas, enlutadas y tristes en una casa antigua, profunda, sin aire, de una
sola habitación oscura al fondo a la derecha”; Olegario, a quien “el juego lo
incitó a la conquista de cielos y de soles [y quedó] mutilado; Angélica, de
portón “siempre abierto para que entrara la gracia de Dios”; Manuel de Emilia,
que compartía “el secreto del penúltimo nido en los campos de encinas”; tío
Francisco, “raigón de brezo: duro, fuerte, hirsuto, calcinado”; Fermina, “hada buena,
venida a menos”; y el afilador, que “llenaba las calles de música celeste”.
Supe del libro en vísperas de que un sanedrín lo intentara diluir
en disimulada espera. Lamentable que un poeta de la talla de Juan Delgado
sufriera la arbitrariedad de quien sólo sacó de su pluma tres ripios. Pero “la
memoria se llena de dioses tutelares”. El libro es para el poeta:
...un viaje por un silencio luminoso, compañero, liberador,
y una soledad que propicia el revuelo
de rubias mariposas por la mente
orquestando en la sangre sinfonías de tiempo recobrado.
Y así cierra su entrega de versos:
“Quise poner nombre a su sola presencia
y no había palabras.
© Manuel Garrido Palacios