Manuel Garrido Palacios
Calima Ed. Palma de Mallorca
En 2002 Manuel Garrido Palacios, más conocido hasta entonces por su larga trayectoria cinematográfica, si bien había publicado un muy meritorio libro de relatos (Noche de perros), recientemente reeditado por la editorial balear Calima, sorprendía a propios y extraños con una novela lúcida y deslumbrante titulada El Abandonario (Ed. Calima), en la que bajo una atmósfera de una lograda intensidad poética, se nos daba cuenta de un mundo terminal y magmático donde las cosas fluían invariablemente hacia el pasado. Herrumbre, que tal era el enclave de aquel tremedal de acabamientos donde enraizaba la sorprendente novela, retorna en estos días a la virtualidad de la literatura con una nueva entrega titulada El hacedor de lluvia, título que viene a ampliar, cuando no a coronar y ratificar ese primer deslumbramiento del que ya dimos cuenta en su momento. Hay que decir cuanto antes que entre El Abandonario y El Hacedor no existen mayores diferencias de fondo y forma que las que establece la propia y aleatoria trabazón de la memoria, es decir, nos encontramos ante las mismas voces hurgando sobre un idéntico magma telúrico y poético sedimentado sobre un emplazamiento que nos remite a la alegoría del omphalos que es Herrumbre, un pueblo tomado por el atardecer y la muerte, que se dispone a ingresar en el olvido tras la voz crepuscular de sus dos últimos habitantes, baluartes de un tiempo en el que los seres del intramundo, tales como el hacedor de lluvia o la santiguadora (pero la novela está plagada de personajes fantásticos en el sentido lato de la palabra), formaban parte de la compleja urdimbre de una realidad que interiorizaba la relación natural con el medio físico, a través de complejos y poéticos imaginarios mágicos, procesados por una corriente de saberes, fantasías, equívocos, supersticiones y olvidos dispersos, capaces en su trama nodular de alzar y acotar un territorio tanto físico como conceptuoso, a la manera de esos grandes territorios descubiertos por Antonio Machado, Faulkner, Rulfo u Onetti, donde hasta la temperatura ambiente parece descansar en una comunión íntima con lo inmanente, al abrigo de la realidad, pero nutriéndose magmáticamente de ella. Y es que Garrido Palacios ha sido capaz de crear este espacio, este no-lugar si se me permite, donde vagan no ya sombras, sino su memoria, algo que se pierde cuando se pierden los hombres pero que a su vez es algo que trasciende a los hombres, algo queda de su dignidad, algo de su sudor, algo de su miseria, algo de su resistencia contra el olvido. Por ello no es baladí retornar aquí a esos versos del gran poeta vasco Gabriel Aresti cuando decía:
Defenderé la casa de mi padre
contra los lobos, contra la sequía,
contra la usura, contra la justicia,
defenderé la casa de mi padre.
Perderé los ganados, los huertos, los pinares,
perderé los intereses y las rentas, los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Me quitarán las armas y con las manos
contra los lobos, contra la sequía,
contra la usura, contra la justicia,
defenderé la casa de mi padre.
Perderé los ganados, los huertos, los pinares,
perderé los intereses y las rentas, los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Me quitarán las armas y con las manos
defenderé la casa de mi padre;
me cortarán las manos y con los brazos defenderé
la casa de mi padre;
me dejarán sin brazos, sin hombros, sin pecho
y con el alma defenderé la casa de mi padre.
Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre, seguirá en pie.
me cortarán las manos y con los brazos defenderé
la casa de mi padre;
me dejarán sin brazos, sin hombros, sin pecho
y con el alma defenderé la casa de mi padre.
Me moriré, se perderá mi alma, se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre, seguirá en pie.
El tiempo en Herrumbre ha trasconejado su futuro, ha dejado de fluir en el presente y sólo la memoria sorprendente y azarosa de sus últimos vecinos tiembla en esa voz que da cuenta de un mundo abandonado y terminal, pero a cuyo pálpito aún se agarran unos individuos irremplazables, un mundo en el que conviven la miseria y la dignidad, la melancolía y la esperanza, aureolado todo por el singular turbión de la vida. Exilados de sí mismos, los numerosos y asombrosos personajes que jalonan esta importante y divertida novela, nos envuelven en una atmósfera de intenso sabor lírico, en el que vida y muerte, sombra y luz, realidad y apariencia parecen trenzarse formando una voluta de vida y memoria, de muerte y tristeza dando luz a este fantástico y luminoso retablo de postrimerías.
En último caso, lo que vuelve a presentársenos en esta nueva entrega de Manuel Garrido Palacios es el grito agónico de un mundo rural y mágico casi descuartizado por la testaruda realidad de una nueva cultura urbana, donde el pasado carece del menor valor contable -el único valor de peso- y los individuos, reemplazables, desenraizados, enajenados de nuestra propia identidad, des-naturalizados, quedamos en meros contribuyentes de un mundo que sólo nos tolera en calidad de consumidores y productores, haciéndonos abdicar de nuestras raíces verdaderas y de nuestras esperanzas más íntimas, arrastrándonos hacia un eterno presente, donde no encontramos tiempo ni tranquilidad interior para mirar hacia atrás o hacia adelante, cayendo sin darnos cuenta en una muerte que en el fondo es mucho más trágica y amarga, por anónima, pero también porque carece de cualquier sentido. Es posible que la novela de Garrido Palacios pueda contemplarse como un bello canto de cisne hacia un mundo que ya no nos pertenece, pero yo prefiero detectar en ella una llamada de atención hacia la realidad personal que sin darnos cuenta estamos construyendo, y que nos vuelve rehenes de lo efímero, súbditos del momento, material a fin de cuentas perecedero. Prefiero, pues, enfocar esta novela, magistralmente escrita, desde la identidad, un conflicto que a todos nos atañe, pues cada uno de los personajes que dan cuerpo -y alma- a este libro, más allá de su miseria y de su abandono, halla refugio en una identidad y en un pasado vivo del que se sienten partícipes, responsables, testigos, portadores.
Manuel Garrido Palacios, que ha pateado la España profunda, que ha sabido escuchar a esos penúltimos vástagos y pendones de la tradición, que ha pasado uno a uno los puertos y fronteras de la fábula y que conoce como nadie el pálpito y los trasuntos de la memoria, que ha registrado y documentado el canto agónico de unas tierras abocadas al olvido, ha vuelto a pinchar certeramente en el acuífero de esta realidad profunda y avocada a la desmemoria, y a la que hemos vuelto la espalda, acaso cegados por la luz eléctrica del pragmatismo y del bulímico consumo. Una novela, en definitiva, que bajo la advocación rulfiana, con una textura que no ahorra lo poético (no estamos lejos de catalogar la serie de Herrumbre como un gran e intenso poema) viene a darnos cuenta de una edad perdida y de unos personajes que se niegan simbólicamente a morir, a ser deglutidos por la tierra. Literatura y vida en estado puro y como todo lo puro, deslumbrador y jondo.
© Manuel Moya
© Manuel Moya
Dicen que toda novela tiene algo de autobiográfica; y debe ser cierto, porque la lectura de la última obra de Manuel Garrido Palacios nos habla de él, aunque más correcto sería decir que lo hace desde él. Por fortuna, la escribe estando vivo y no como su protagonista, que es la eufemística forma que se va imponiendo para citar a la muerte, que se concreta en esa hiperbólica frase con la que se afirma que “los daños sufridos eran incompatibles con la vida.”
Muertos están quienes dan vida a este continuo relato, el que ya había fallecido en El Abandonario, primera parte de esta serie, que será trilogía, o debería serlo, y el que ahora le acompaña, aunque en vida nunca se acompañaron en el reducido espacio del pueblo que habitaron y quizás no vivieron. Sin embargo, la voz del alma, que al fin y al cabo es la del recuerdo, no para de hablar desde el féretro que lo contiene, sin saber si quien debiera escucharle lo hace o ni tan siquiera puede oirle desde la rígida quietud que lo apoltrona en el asiento.
Ahí, en ese hablar de quien siempre ha escuchado, como el protagonista, está la esencia de la vida de este autor que tanto ha viajado para aprender y aprehender, con el único deseo de poder contárnoslo luego.
Hasta no hace mucho lo hizo a través del cine, rodando la permanencia de las raíces o la movilidad de la duna: aquí una danza de espadas, allá un pandero, más lejos, o más cerca, una guitarra, pero siempre la vida acompañada por su voz, por su palabra, que como el apuntador del antiguo teatro que daba el pie al intérprete, dejaba hablar al protagonista con apenas la suave insinuación de una somera pregunta ¿desde cuándo esta danza? desde siempre, afirmaba con rotunda convicción el aludido; y el arado ¿es como el de los romanos? siempre se hizo así, concluye el interpelado.
Nada más hace falta. Es ese siempre el que vamos olvidando y el autor nos lo recuerda en cada palabra a través de un protagonista hablador, incansable en el relato y el recuerdo, necesitado de contar al que le ¿escucha? aquello que él también conoce. Quizás como lectores esperamos que responda el oyente en un futuro no lejano al que ahora verborrea impenitente, sin réplica a lo que dice, a lo que afirma, a lo que recuerda, ni a tantas cosas que cuentan la vida de cada una de las vidas con las que habitó en un lugar que nos habla de la historia de un pueblo, Herrumbre, que como el propio autor ya nos había dicho “… no viene en los mapas. No cabe.”
Como a nosotros no nos cabe la inmensidad de lo leído, que nos aturde y nos alegra, nos entristece y nos hace romper en una risa disparatada, imparable, que por momentos nos llena de lágrimas los ojos que leen la dureza de la vida. Esa es la virtud de este “Hacedor de lluvia” que habla de penas y alegrías, de desengaños y reencuentros, de odio y maldad, aunque también de amor, que a veces sólo es necesidad de querencia; al fin y al cabo, todo ello es el reflejo de su vida por el mundo, pues en todo él ha ido encontrando la melancólica tristeza del ser apesadumbrado y su transformación en la casi imperceptible sonrisa que apenas esboza ante quien se dirige a él para que hable y podamos aprender nosotros, ignorantes creídos conocedores del saber.
Así es El hacedor de lluvia, un texto insólito, duro, irónico y dulce, que nos empapa con su belleza y el real trasfondo de lo que nos cuenta, siendo paradójicamente quien ya no puede hacerlo el que nos habla de la vida.
© Jesús Fernández Jurado
© Portadas: Héctor Garrido
© Jesús Fernández Jurado
© Portadas: Héctor Garrido