Leyenda de Zamora
El encargado de la Hostería de Zamora me ofrece un cuarto que un día usó la Inquisición como sede. Mientras subimos la escalera con la valija añade que “eso pasó hace muchos años; ahora es distinto: no tema”. Después de estar un rato en la ventana ensimismado con el rumor del agua del Duero bajo a cenar. Todo sabe a antiguo, a rancio, a amable en el viejo caserón. Las mesas se alinean en una galería cubierta y en el patio. Tras el largo camino apetece una sopa castellana, con su jamón visto, su huevo, su pan en lascas, su pimentón, y un bacalao a la cazuela, sin olvidar un toque de vino y un postre ligero. Como aún es temprano estiro el tiempo en un paseo. Pregunto a una mujer dónde cae la Iglesia de Santa María la Nueva y me dice que “está algo poco complicado, pero siga la cuesta, tire a la izquierda y vuelva a preguntar”. La noche es plácida en esta ciudad castellana, cuna de mi amigo Joaquín Díaz; ideal para ocupar los sitios libres y escuchar a quien tenga algo que decir.
Las voces me cuentan un suceso que pasó en 1158, reinando Fernando II en León, a cuyo trono pertenecía Zamora, época en la que cundía el trabajo en los talleres artesanos de tejidos, pieles, maderas, fraguas… porque estaban en la labor de ampliar las murallas, levantar iglesias y arreglar las de San Pedro, la Catedral, la Magdalena, Santiago, San Vicente...
Parece ser que el hijo de un curtidor acababa de comprar en el mercado una hermosa trucha y un criado de la clase dominante la reclamó para su señor según la costumbre de, a igual precio, la ventaja para la nobleza, que tenía el privilegio de poder escoger lo mejor del mercado hasta las nueve de la mañana, hora que ya había pasado. El hijo del curtidor se negó en redondo a entregarle la trucha y los ánimos se enredaron hasta atraer a los que andaban comprando y a los criados de los nobles que andaban cerca, formándose un bando defensor del hijo del curtidor y otro del lado del criado, siendo todos testigos del trágico final del forcejeo, ya que el hijo del curtidor mató al criado. Lo que a simple vista podía parecer un asunto bronco entre dos personas, tomó rango de enfrentamiento entre dos clases: el pueblo llano y los otros.
Ante la dimensión del hecho, el regidor reunió en la iglesia de la Misericordia, hoy Santa María la Nueva, a los notables y a los caballeros para condenar al asesino y a sus cómplices, que fueron prendidos y llevados a la cárcel, y para arrasar como escarmiento colectivo los barrios populares.
El pueblo llano supo de estas medidas y rodeó el templo con el procurador del común a la cabeza, cuyas puertas habían cerrado los nobles reunidos dentro. Los de fuera lo pensaron poco: acumularon leña en los huecos y en los tejados y quemaron el edificio con toda la nobleza que lo ocupaba, no quedando nadie vivo.
Entonces se añade un milagro: el copón que contenía las hostias salió del sagrario, voló entre las llamas, se coló por un hueco del muro, dejó el templo y fue a parar al beaterio de las Dueñas. Las monjas del convento vieron llover hostias y no se atrevieron a recogerlas al estar consagradas; para ello tuvo que venir un cura, que las llevó a la capilla, donde algunos trozos permanecen hoy como reliquias.
El pueblo llano, confuso y temeroso de los castigos que se venteaban, tomando lo ocurrido con las sagradas formas como respuesta al crimen, huyó hasta la raya con Portugal con lo más necesario, desde donde salió un comisionado para pedir el perdón general al rey Fernando II, con la advertencia de que, caso de no darlo, pasarían todos -eran miles de almas- a depender del país vecino y a ser súbditos de su rey. Fernando II les perdonó a condición de levantar el templo de nuevo a expensas de los que lo habían quemado. También abolió ciertos privilegios de la nobleza, por lo que algunos afectados por ello se pasaron a Castilla para ser vasallos de su rey. Sancho II acabó acordando con Fernando II en Sahagún que lo que había que hacer era traer la paz a la ciudad y pasar página.
Me mandarán notas ampliando detalles. Por hoy me basta con esta síntesis que acaban de depositar las voces en la noche zamorana, datos que ordeno mentalmente mientras regreso al cuarto en el que la Inquisición tuvo su sede. Tras tanto sobresalto histórico espero dormir en paz para seguir camino mañana.
© Manuel Garrido Palacios