JUAN DE MAIRENA (I y II)
Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo
Losada. Buenos Aires, 1969
En 1917, al frente de una colección de poesías escogidas, escribió Antonio Machado los siguientes datos autobiográficos: "Nací en Sevilla una noche de julio de 1875, en el célebre palacio de las Dueñas, sito en la calle del mismo nombre. Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, adonde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud. Mi adolescencia y mi juventud son madrileñas. He viajado algo por Francia y por España. En 1907 obtuve la cátedra de lengua francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé; allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre. Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer". AI estallar la guerra se puso al lado del gobierno; al terminar la lucha cruzó la frontera y murió en Collioure, pueblecito del mediodía de Francia, a comienzos de 1939.
CAMPOS DE CASTILLA
Antonio Machado
El viaje regala testimonios reacios a las vitrinas, no aptos para posar junto al bicho disecado; no son nada que ande en vías de desaparecer, sino simples frutos de las
“...buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra”.
Emociona sentir voces que defienden su expresión en esta batalla que libran en una sociedad que no las valora con el “respeto imponente” que José Carlos de Luna pedía para el Piyayo:
“¡algo de nuestro ayer, que todavía,
vemos vagar por estas calles viejas!”.
Vamos del “aún” al “ya” en un soplo, total, para saber que no somos tan diferentes unos de otros por alejados que estén los suelos. El ser humano es igual a sí mismo por los siglos de los siglos, con su carga de grandezas y miserias, sus mitos y creencias como respuesta a sus dudas; no más:
“gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra”.
Voy en el tren de la vida. Miro por la ventanilla y llevo la impronta puesta de que me gusta anotarlo todo en el papel o en la memoria. En un trayecto largo y en un departamento estanco, que es un mundo, se aprende mucho porque el renuevo de voces se impone cada vez que se llega a una estación, entrando los recién llegados al diálogo abierto sin más trámite. Lejos de las chácharas soporíferas, aquí reinan el sentir y la gracia. Es el caso de la mujer que va frente a mí, de Madrid ella, que dice que “el chotis es una danza escocesa, pero por lo que cuenta mi madre, con casi el siglo de edad; antes se bailaban seguidillas, tiranas, fandangos y jotas, como en Navarredonda, Villaviciosa de Odón o en Cadalso de los Vidrios”.
El tren llega a un destino cualquiera, final para unos, de paso para otros; salen, entran; hay revuelo de maletas y el andén hierve unos instantes con despedidas y encuentros. Después todo tiembla y el tren camina de nuevo. El departamento entra en conversación y mi cuaderno de notas se llena de sitios a los que ir, de gente a quien buscar, de cosas que hay que ver; en suma, de constatar que, pese a tanto viento en contra de la cultura base, aún existen pueblos y voces que los pregonan. “Quien va y vuelve / buen viaje hace”, dice alguien. Todos charlan alegremente mientras la luz del día cambia. Una mujer cuenta esto: “resulta que el Canelo le hablaba a la Puntilla y el Mono se lo contó toito tó a la madre”. El tren hace tran tran con su paso redondo. Pendulea mi cabeza. Un hombre dice que ayer se lastimó un brazo, que un pastor le dio un tirón seco para dejarle los huesos en su sitio y que se lo vendó con un pañuelo pringado en clara de huevo. El tren frena y hace rechinar los dientes. Puesto otra vez en marcha, sobre las rodillas viajeras plantan una maleta para echar una partida de cartas. Me preguntan si me gusta el juego. Respondo: “¡Psss!”. Un vendedor de chaqueta blanca y una canasta se asoma: “¡Pastelitos buenos y baratos!”. Una dama saca un termo de café humeante y comenta: “Las procesiones de mi pueblo, Cazorla, parecen colgadas de la montaña”. Tras envolver el aire de aroma cafetero, pregunta a la señora que va al lado: “¿De dónde es usted?” “Yo soy de Baeza, el pueblo de don Antonio Machado” La otra la corrige: “Ese poeta es de Sevilla” La una se revuelve: “Si no nació en Baeza, Baeza le nació dentro, que mi pueblo puede presumir de eso, de rebonito y de deliciosos platos como ajoharina, andrajos, gachas, sopa y migas; y ya sabe el refrán: no donde naces, sino donde paces”.
"El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!"
El departamento guarda silencio ante tanto desparpajo. Es hermoso que haya gente que ame tanto a su pueblo como para regalarle un poeta entero.
Subo la persiana y abro el libro del poeta al que le nació Baeza dentro:
"Tras la turbia ventanilla,
pasa la devanadera
del campo de primavera.
La luz en el techo brilla
de mi vagón de tercera.
Entre nubarrones blancos,
oro y grana.
La niebla de la mañana
huyendo por los barrancos.
¡Este insomne sueño mío!
¡Este frío de un amanecer en vela!
Resonante, jadeante,
marcha el tren. El campo vuela.
Enfrente de mí, un señor
sobre su manta dormido;
un fraile y un cazador
y el perro a sus pies tendido.
Yo contemplo mi equipaje,
mi viejo saco de cuero;
y recuerdo otro viaje”.
© Manuel Garrido Palacios