TAVIRA
Dedicado
a
María José Rico 'CHE'
Secuencia 1
Una lata vacía de refresco navega por el río Gilão. Los puentes parecen estirar sus dedos para unir las dos orillas. Unos mariscadores levantan piedras para buscar no sé qué. Nunca lo he sabido y prefiero seguir imaginando que hallarán un día un tesoro. Las gaviotas se posan en los leves promontorios atentas al paso descuidado de un pez. En el muelle un marinero ofrece su barca por una hora para ver el Algarve desde el mar. Si hay más visitantes, cobrará menos. Un camarero dice a media voz a quien pretende captar como cliente que su restaurante tiene de plato del día una caldereta de atún muy buena. Afina: buenísima. Y añade como bendito reclamo que la casa obsequia con media botella de vinho verde bien fresquito. El sol brilla como sólo el sol es capaz de hacerlo y su caricia se suma a la bondad del ambiente. Quizás un perro ladre a algo que no entiende mientras tres o cuatro figuras se perfilan por el malecón del puerto. Es Tavira.
En un extremo del Puente Viejo un mosaico celebra la Batalla de Aljubarrota. En el otro hay una sastrería que hace la ropa a medida, en especial, camisas. A primer ojo, poca tela tiene que cortar el sastre cuando está al sol de mediodía, con la puerta abierta, mirando el trasiego humano. Pero no es eso. Tiene su trabajo. Él corta la tela que tiene que cortar y ni un centímetro le sobra.
Los turistas alemanes –todos los turistas son alemanes, aunque sean ingleses o belgas– se paran en mitad del trayecto a hacerse lo que se conoce como fotos mutuas. Ahora te pones tú y luego yo. Córrete más a la izquierda. Ya está. Ha salido muy bonita. Un joven toca el acordeón sin mucha variedad de melodía, siempre la misma, como un mantra, pero puebla el aire de notas que saben a románticas o a lo que cada uno quiera. Es voluntad del paseante echarle o no un par de monedas en el platillo que tiene en el suelo. En una de las terrazas se pide el aperitivo, que puede ser un pastel de bacalao, para luego enfilar la cuesta suave del Castillo, recinto abierto desde cuyas almenas se contempla la ciudad, además de Cuatro Aguas y el mar de fondo. La gente que goza de la visión comenta que se destacan en el panorama urbano muchas iglesias. Para otros, no son tantas. La relatividad sale a flote. Lo que para unos es demasiado para otros es casi nada.
En el Palacio de la Galería hay tres exposiciones. El arte contemporáneo se retrotrae al siglo XIV y nos presenta unas esculturas de gran belleza en su aparente tosquedad; son obras tan avanzadas para su tiempo que han llegado hasta nosotros como si todo el sentimiento artístico empezara hoy mismo. Es el Arte con mayúscula. Lo demás son intentos, aproximaciones, cuentos chinos. El Arte es pura sensación o hay que llamar a lo que nos ofrecen con otro nombre. Es como lo que vemos en la gran pantalla. El cine es América. Lo demás son sólo películas.
Un arroz de longuerones en cazuela humeante cierra tanta reflexión y se convierte en objetivo, sin olvidar unas ricas almejas a las que pone colofón una tarta almendrada. Es buen momento para preguntarse si la lata vacía que navegaba por el río Gilâo llegó a su destino.
Secuencia 2
Conforme atravieso el pasaje llamado Borda D’Agua da Asseca, en Tavira, dejando el río Gilão a la derecha y a la izquierda la Plaza de la República, llego a la calle dedicada al Dr. Antonio Cabreira, que fue matemático y escritor. A medio andar me topo con uno de los últimos talleres artesanos que quedan en este sur de encanto: el del maestro Anibal da Silva Bandeira, nacido hace cuatro décadas mal contadas en São Brás de Alportel y venido aquí a ejercer su oficio de «Funileiro», a sacar bellas figuras de informes trozos de lata, como quien saca la música del viento, como quien saca las palabras del silencio, como quien saca un «algo» de la pura «nada». Cuando voy a Bica a mediodía a probar su arroz de longuerones siento, nada más doblar la esquina, un leve martilleo en el yunque y puedo observar que hay en la puerta del taller tres veletas con su gallo, seis aguamaniles de colores, juguetes elementales, dos candiles y un bando de pájaros de latón volando. Todo un mundo en miniatura salido de sus manos hábiles. Cuando vengo de Bica después de haber dado cuenta del arroz de longuerones, veo que el escenario sigue intacto, pero sin el artesano Anibal da Silva Bandeira, del que alguien me informa que habrá ido a su casa a lo mismo, al almuerzo, para regresar en media hora.
Me paro ante el taller abierto y solitario, del que nadie osa tocar nada, en el que preside el respeto más absoluto, y me pongo a leer algunos elogios escritos por otros que pasaron y quisieron dejar su impronta, como el letrero que declara que entre aquellas paredes habitan «latas con alma», o el que lo pinta como «hombre de latón».
Cuando está Anibal le suelo comprar alguna pieza y lo escucho: «El plástico vino a estragarlo todo. Antes, los tiestos que yo hacía eran útiles. Ahora sólo son adorno». Y cuando no está, sigo mi camino, cruzo el puente y al tiempo que doy cuenta en el Romano de un café expreso con su dulce de mazapán, medito sobre el mundo que desaparece con estas personas talladas en la artesanía, aunque tanto luchen porque así no sea. Si «el plástico vino a estragarlo todo» para los artesanos, el plástico forma parte de una evolución natural, y ya decía Marx (don Carlos) que la «evolución no hay quien la pare».
He visto desaparecer en España mucha artesanía. De cualquier ámbito geográfico puedo nombrar los talleres que cerraron. La gente nueva se desentendió de los viejos oficios en su etapa agónica. Pero no hay que poner el gesto solemne ni el tono nostálgico. Fue así. Ahí está Cortegana, un centro alfarero de primer orden en formas útiles y en métodos decorativos. ¿Qué queda?.
Durante décadas me afané en retener en películas todo esto que encontraba al paso para que un día no lejano, hoy mismo, pudieran saber los nuevos cómo de una pellá de barro nace un búcaro. Cuando entendí que todo estaba fielmente recogido para un mañana, dejé de hacerlo. Al panal de rica miel de la imitación acudieron otros mientras yo me retrasaba en estos mundos de la artesanía hasta dar con talleres como el de Anibal, que cada vez que paso por su puerta me remueve algo por dentro que creía olvidado.
© Manuel Garrido Palacios / © Fotografias: Curro Vallejo