Antonio Hernández
Calambur. Madrid
Premio
Nacional de Poesía
Premio
de la Crítica de Poesía Castellana
Luis Rosales, mi maestro, me dijo un día, antes
de dejarlo escrito, que quería terminar su obra con una trilogía titulada Nueva
York después de muerto; que en ese texto quería hablar del exilio, del
problema de la gran ciudad, de la lucha de clases y de razas asi como de otros
conflictos que agobian al hombre. Y que lo que representaba para él Nueva York
era, grosso modo, la mecanización, el automatismo de la vida, la
desigualdad entre distintas razas, el imparable avance del mestizaje... y,
obviamente, Federico. El maestro, como le decíamos los habituales, se encontró
con que la enfermedad y la muerte misma le impidieron el paso, y aunque lo
intentó con algunos esbozos de poemas, ya solo brotaban de él las brumas de la
memoria y la tristeza de saber que el viento le soplaba furioso de proa. En una
de aquellas ocasiones mi voz quiso salir en su ayuda y le propuse, con mucho
más amor que petulancia, y desde luego como una broma que quería aliviarle su
rictus de infortunio, que no se preocupara, que yo lo escribiría por él.
Conseguí que sonriera y con la antífrasis a flor de labio me. dijo
socarrón: Lo prometido es deuda. O sea, que lo que viene
detrás de estas palabras es una traición relativa y, por tanto, como negar en
una por tres veces al maestro. Porque resulta que para mayor atrevimiento, en
algún momento muy concreto y sin renunciar al contrapunto expresivo más seco de
la mia, me atrevo a impostar su voz, ya entonces debilitada, y la siempre
vigorosa de Federico en unos apócrifos, si osados, voluntariosos, como
homenajes a cada uno de sus libros. Por lo demás, todo es cierto en el amor que
le he puesto a esta trilogía.
© Antonio Hernández
INSURGENCIAS
Antonio Hernández
Calambur Ed.
‘La dueña de la casa, que era vil y engreída, / me acarició la mano y me sentí embebido. / Asco que nunca puse en mí cara, por dentro / me destronó los huesos, su cal y levadura. / Vomité penitente hasta mi primer gozo / y mi primer amor se hizo mi enemigo. / No sé con qué pesar ni con cuanta presteza / me restregué la mano hasta sentirla mía. / Pero la araña urdió su tela sin renuncia / con técnicas distintas rodeó mi descuido / y una mañana nueva mi boca era canalla / y pegada a la suya fue limbo el muladar’. Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, 1943) [‘una mañana te echan a la vida en forma de esperanza’] ha corrido por los varios estadios de las letras: por el de la prensa, con su opinión hecha artículo, por el de la crítica, con La poética del 50, o Picasso y Apollinaire, por el de la novela, con Nana para dormir francesas, Sangrefría o Raigosa ha muerto, ¡viva el rey!, y por el de la mirada poética, donde se mide en corto y por derecho en el ‘pulso y el ritmo de la metáfora extensa y el respeto casi sagrado por las palabras’. A juicio de los especialistas en su producción, es su cualidad poética la que vertebra la esencia de su obra: ‘Acaso sea / vivir para los otros nuestra forma / de ser el mundo entero, lo que existe / y lo que revelamos en el trance / del amor que nos crea. / Acaso crear sea / encender nuestras breves miniaturas’. Quince libros jalonan su quehacer poético, desde El mar es una tarde con campanas (1965) hasta A palo seco (2007). Ahora la Editorial Calambur los aúna en doble volumen en este Insurgencias, donde por primera ver puede abordarse la obra poética de Antonio Hernández, la integral de sus versos, y seguirle el rastro al desarrollo evolutivo del conjunto de su poesía: ‘Recomponiendo la desgarradura / natural en que el hombre se aprieta, / se ha de bailar como una burla al aire, / como una respuesta sus moléculas, / de incógnita insistencia escrutadora. / Destronar el fantasma con el gesto / de elevar la sorpresa entre lo sórdido’. En otro poema dice: ‘Los padres de mis padres, los abuelos / de sus tatarabuelos, los lejanos / ancestros de mi sangre conocían / por sus nombres los vientos y los astros. / Su forma de expresarse era oración, / Dios estaba en las palmas de sus manos / se iba pareciendo a la esperanza / si la espiga granaba. Ante el milagro, / aquellos hombres de los que procedo / porque cunda el misterio por su rastro, / encendían fogatas, se abrazaban, / al quererse se hacían sobrehumanos. / No sé de quienes hablo, pero digo / de mí cuando en espíritu me entablo, / cuando en este silencio nemoroso / miro el cielo magándose, cuajado / de lenguas que proyectan unos signos, / una conversación de antepasados / tal si en ellas viviera la costumbre / de quienes largamente las miraron. / Cuando el hombre era hombre, celebraba / las cosechas, se amaba. Y en sus ratos / libres miraba el cielo, sus señales, / pensativo. / Y a Dios daba reinado’.
Dice Peñas-Bermejo en el prólogo que la voz de Antonio Hernández es ‘tan indagativa como lírica, asentada en un profundo conocimiento de las formas y los ritmos, arriesgada tanto en su pulsión existencial como ética y en su valoración constante de la vibración moral y estética del lenguaje. Ninguno de sus poemas deja indiferente, sino que cala en la hondura del alma, genera el fuego de la reflexión y abre el horizonte de la transformación. Poeta de sustancia y de desbordantes matices, andaluz y universal, Antonio Hernández tiene duende para transfigurar el poema en el espíritu de lo que canta, en comunidad y compenetración con el entorno. Su elegante verso, cordial y firme, fluye entre la fábula, el asombro y la pasión, configurando un fiel artístico de excepcional calidad que le individualiza como una de las voces más personales y renovadoras de la poesía española contemporánea’. Francisco Umbral expresa su asombro: ‘¡Joder qué poeta! Con el Premio de la Crítica alcanza la madurez y la consagración de los mejores de aquella generación que quizá fue la penúltima del Café Gijón’. Y si antes aludían estas líneas a su paso por los varios estadios de las letras fue al hilo de lo que dijo de él Claudio Rodríguez: ‘Antonio Hernández no consiguió su sueño de jugar en el Betis, pero ahora es titular indiscutible de la selección nacional de la poesía’.
© Manuel Garrido Palacios
© Manuel Garrido Palacios